ABZ

Prólogo

Este libro puede tratar de muchas cosas pero inexorablemente hablará acerca de mí. Siempre es más fácil contar las cosas desde el punto de vista propio. Quizás también por eso me ayudé con conversaciones, emails, etc, para que no suene tan serio, ni tan oficial, ni nada.
Este no es el DSM-IV ni mucho menos, es simplemente una versión menos estructurada y ajustada de la realidad, de los temas álgidos que con el tiempo envenenan a los adolescentes y a los no tanto. Sí voy a hablar a veces en términos médicos, no porque haya estudiado medicina sino porque me tocó vivirlo, sufrirlo, sangrarlo, vomitarlo. Que a propósito, mejor aprovecho este lugarcito para prologar que sí, a veces soy bastante autosuficiente, egocéntrica y soberbia a la hora de escribir. Y que por cierto creo que sé más acerca de anorexia y suicidio que los psicólogos y los médicos que intentaron ayudarme. No es necedad. Es simplemente que creo que la experiencia no es transmisible… y que aunque yo haya leído muchas veces que tal dolor es punzante, nunca en mi puta vida sentí una punzada. Entonces, que no me vengan a hablar a mí de los síntomas ni de lo que tengo que sentir o hacer, porque ya tuve suficiente. Y que sí, quizás con el correr de las hojas algunos de ustedes elijan devolver el libro y cambiarlo por uno de cuentos infantiles, otros les prohibirán su lectura a los petite-lectores y muchos, muchos otros se rascaran sus partes con mi libro. I couldn’t care less. Eso es lo que tengo para decir.
Simplemente escribo esto como método terapéutico. No, ese es el speech que tengo preparado en caso de que mi libro arme algún tipo de revuelo en los medios (ya quisieras…). Pero mi historial dice que soy transgresora: un fotolog y una pagina web ya se encargaron de hacerme “famosa”. Argh, por favor, abandoná este personaje que no deja de auto complacerse/ halagarse/ amarse porque nadie lo cree! ¡Nadie lo compra!
Ok… lo que quiero dejar en claro es eso: no busquen definiciones ni dogmas en mi libro. ABZURDAH no es solamente lo que dicen los libros de medicina, psicología, psiquiatría o demás avechis (y no es por desacreditar a médicos y etcéteras, eh?). Pero, como dije antes, ABZURDAH es más que un puñado de definiciones. Tengo mucho que contar, fue mucho lo que sufrí. Bueno… “sufrí”. Irónicamente hay quienes eligen estar enfermas y llega un punto donde hasta disfrutas de ello, pero ahora es temprano para hablar de esas cosas.
Por el momento solo diré que este no es un libro fácil. No respecto de su lectura, que a decir verdad es bastante insípida, pero sí en cuanto al tema y al punto de vista desde el que se mira. Aunque debo decir que con el correr de los años y de las páginas el punto de vista de quien escribe se fue corriendo grados y graditos más a la derecha o a la izquierda dependiendo de la emocionalidad predominante. Pasado en claro: es jodido. Toca temas jodidos. Y si no estás dispuesto a leer cosas jodidas, andá a la librería, cambialo y que seas feliz con Charles Perrault. Yo no soy la Cenicienta, ni Hansel y Gretel. Soy más bien el lobo. Un lobo confundido, ultrajado y autodestructivo.

Empecemos por el principio (que maldita obviedad)

Uff… que difícil empezar a escribir un libro. Bueno, tendría que presentarme. Antes de decirles mi nombre les voy a decir quién soy. O quién no soy mejor: no soy normal. No soy una mujer a quien las cosas le fueron difíciles en la vida, nunca me tocó sufrir problemas de dinero, ni problemas de divorcios de padres, ni problemas escolares, digamos que siempre tuve una vida lo suficientemente calma como para aburrirme hasta límites insospechados. Lo cual no quiere decir que haya tenido una vida perfecta: muy por el contrario: creo que tanto aburrimiento y tanto “no pasa naranja” me llevaron a angustiarme por la nada misma. Bueno, tendría que tener un par de charlas más con Néstor que es quien verdaderamente sabe de qué color es el repollo.
El tema es que en vez de jugar a las Barbies yo leía cuentos. Infantiles y no tanto. Recuerdo tomar los libros que mis padres dejaban olvidados encima de mesas o pianos. Pero por sobre todas las cosas: no tenía amigas. Literalmente y no estoy exagerando, no tenía una puta amiga. Siempre fui demasiado buena, creo que ese fue mi problema. Lo que decían de mí me afectaba absolutamente demasiado y, seamos sinceros, los comentarios de los infantes pueden ser muy destructivos. Sobretodo si tenés doce años y pesas 64 kilos.

Sí. 64 kilos. Medía poco más que un ficus enano y ya pesaba más que mi viejo. Era escandalosamente gorda. Abominable. Bueno, no tanto, pero esa imagen pensaba YO que los DEMÁS tenían de mí. Hasta hace poco creí que mi imagen personal era buena, que mi autoestima era elevada y reposaba en límites correctos o esperados. Pero después me di cuenta de que no era que no tenía amigas porque era gorda: sino que era gorda porque no tenía amigas. Espero que se entienda. Es decir, no me gusta explicar mucho todo. Soy más de tirar y esperar a que se entienda, pero como recién estamos empezando, prefiero explicar, solo por las dudas. En realidad yo no me veía mal, pero sí me sentía mal entonces todo lo que hacía era COMER. Mis compañeras del colegio jugaban a la soga y yo comía, mis compañeros jugaban fútbol y yo comía, ellos eran perfectos alumnos y yo comía. Mientras ellos juntaban flores yo me enamoraba estúpidamente de Federico Rodríguez, un compañerito con anteojos que nunca me iba a dar bola. Simplemente porque pesaba 64kgs y seriamente: porque era rara. Y sí. Era la preferida de los profesores, nunca faltaba a clases, me pasaba los recreos caminando sola por el colegio sin emitir palabra y tocaba piano como los dioses.
Una nena que creció leyendo Bécquer mientras sus compañeras jugaban a ver quién se pintaba los labios del color más lindo, no es normal. Y nunca invité a una amiga a mi casa, nunca, nunca, nunca. Nunca me llamaron por teléfono (quizás de ahí mi quasi- fobia telefónica). Pero no exagero. Creo que ni yo me sabía mi teléfono de memoria. Bueno, era rara, simplemente, atrozmente rara. No solamente porque no tenía los mismos hábitos que todas las demás sino que era bastante acomplejada gracias a mis viejos y compañeritos del colegio.

Dos ejemplos rapidísimos:

Verónica. ¡Cómo olvidarte! En algún momento pensé que era mi amiga. Resultó ser una imbécil, como todas las demás. Y además, protagonista de uno de los peores recuerdos del maldito primero colegio al que fui. Ella delgada y morena. Yo cuasi obesa y blanca como los dientes de mi gato. Una profesora pidió a alguno de los alumnos que le alcanzase por favor la guitarra que estaba detrás de un mostrador de madera. Para acceder a la guitarra había que pasar por un estrecho (bueno, no tan estrecho) espacio entre pared y mostrador. Yo, voluntariosa y alumna predilecta, me levanté para alcanzar la guitarra y sucedió lo obvio. No pasé. Era un tanque, admitámoslo. Verónica, morocha, graciosa, con una sonrisa resplandeciente y delgada como una arruga se acercó dando saltitos al cántico de: “yo voy a Slim, voy a Slim, yo voy a Slim, voy a Slim”.
¿Qué más puedo agregar? Slim es una empresa de farsantes que dicen que te hacen adelgazar con geles y masajes extraterrestres y Verónica es una pelotuda por cantar esa canción con una chica obesa al lado. Y alcanzó la guitarra. Y yo me puse colorada. Y a llorar, supongo. Invento, porque no me acuerdo. Es imposible, si me acordara de todas las humillaciones por las que pasé no tendría que estar viva en este momento. Bueno, como si no hubiera intentado auto-eliminarme.

Enrique. Esta es la peor. Todavía no les conté pero me cambié de colegio cuatro veces. Verónica y Enrique pertenecen a mi primer colegio. Yo ya me había cambiado al segundo colegio pero como mis primas seguían yendo al primero, decidí pasar a visitar. Sobretodo porque después de intentar convencerme para que no me cambien las maestras no tuvieron mejor idea que pedirme que las fuera a visitar. Entonces fui al maldito Pedagógico y sentí el olor de la humillación. Estaba más gorda que nunca. Me habían crecido unos pechitos de grasa que eran bastante desagradables. Era verano pero tenía vergüenza de mostrar mi cuerpo entonces tenía una remera de mangas largas. Todavía no usaba corpiño así que mis tetitas eran absolutamente antiestéticas. Me sofocaba el calor. No miento, me sofocaba. Entré sigilosamente al aula y no había nadie. Fui al patio y los vi a los chicos jugando al fútbol: sorpresivamente estaban acompañados de las chicas. En mi cabeza y hasta ese momento siempre había sido muy femenina, o al menos creía que lo era. No se me cruzaba por la cabeza la idea de jugar al fútbol, eso es cosa de hombres. Me invitaron a jugar y me negué (otra vez excluida). Me quedé sentada cortando pastito del patio del colegio; y digo patio para no tener que explicar que eran varias hectáreas de hermoso parquizado, lleno de árboles, pinos y demás. Después todos se fueron a trepar árboles: peligro. No sé trepar árboles. Es decir, sí sé, pero nunca me animaba. Tenía la estúpida idea de que el árbol no iba a poder soportar mi peso. Y de hecho... sentía que las ramas se derretían debajo de mí. Es por eso que otra vez, mientras todos los demás subían a los árboles y jugaban a ver quién llegaba más alto, yo quedaba excluida. Abajo. Con las hormigas. Y los seres humanos arriba. Y yo abajo.

El tema es que después se cansaron de los árboles y caminamos todos juntos por entre los árboles arrancando hojitas y pastos y buscando flores de sapo (así les llamábamos a las amarillas chiquitas q apestan). Me sentía bien. Todos estábamos abajo. Cuando de repente Enrique no tuvo mejor idea que hacer un comentario filoso. ¿Ya les dije que me gustaba Enrique? Por eso cuando me miró y abrió la boca mi corazón se empezó a mover con más ganas (además de que estaba caminando a una velocidad considerable para mis 64 kgs. de grasa). Enrique me miró y me dijo: “Y pensar que cuando éramos chicos eras la más linda. Eras hermosa”. Yo me sonrojé y dije bajito “gracias”. Entonces Enrique prosiguió: “¿Cómo cambia la gente, no?”.
Mi mundo se disolvió. Esperé unos cuantos minutos antes de ponerme a llorar. Esperé estar sola, claro. Quizás si alguna vez después de este libro me cruzo de nuevo con Enrique o Verónica o alguno de los otros, me digan que no recuerdan para nada estas anécdotas. Así es el ser humano: subjetivo y con memoria selectiva. No recuerdo mucho acerca de ese colegio ni de sus integrantes; pero cuando mucho después me preguntaban por qué era anoréxica y no me creían que había sido gorda, yo pensaba para mis adentros: “ja... pregúntenle a Verónica o a Enrique”.

Y siguiendo con mis traumas, recuerdo a mis viejos. No es que nunca me hayan apoyado, nada que ver. Siempre dispuestos a ayudarme y cumplirme los caprichos. Soy la perfecta caracterización de la hija única de padres de clase media-alta argentina con descendencia italiana y española. Bueno, hija única fui hasta los 5 años cuando se le ocurrió nacer a mi hermano. En fin, la cosa es que nunca dejé de ser hija única, no porque mis hermanos no existieran sino porque yo tengo siempre diferentes necesidades. Me llevo 5 años con mi hermano y 6 con mi hermana, es decir: nuestras necesidades son diferentes.

Escena 3. noche. Comedor diario.

Sentados a la mesa mis viejos, mis hermanitos y yo. 13 años tenía en ese entonces. Seguía pesando 64, claro.
“dejá la mayonesa”- dijo papá
“¿por qué?”- pregunté inocentemente.
“porque engorda mucho”- me dijo.

En aquel momento mi mente infantil no me dejó leer entre líneas pero el episodio fue lo suficientemente perturbador para que 9 años después lo siga recordando. Mi papá me estaba diciendo que estaba gorda, pero como siempre en mi casa: las cosas no se dicen directamente. No sabemos decir las cosas directamente, es decir: adentro de mi casa. Porque afuera cada uno tiene una personalidad completamente diferente. De todas maneras, no quiero irme por las ramas porque es lo que siempre hago y voy a terminar el capítulo hablando de lo mucho que me gusta hablar en inglés o andar a caballo, en caso de que me gustase. De hecho, me gusta. Pero es otro tema.
Vuelvo con mis viejos. No, mejor hago un capítulo aparte de aquello. Aquella noche no dejé la mayonesa pero tampoco dejé de pensar en la cara de mi mamá mirando comer mayonesa casi son asco y arcadas y en por qué ella siempre, siempre, siempre comía ensalada. Lo que nunca me cuestioné era por qué ella era esquelética y yo obesa. No lo tenía en cuenta, yo estaba bien. El tema es que mis viejos me tiraban abajo. Me decían qué tenía que comer y qué no. Se empezaron a preocupar por mi aspecto físico pero jamás se preocuparon porque yo no tenía amigas o porque leía demasiado o porque no recibía llamadas telefónicas ni quería festejar mis cumpleaños. Esas cosas parecían no interesarles y se escudaban bajo la oración: “es que es una nena especial”.
Especial. Eso fui siempre, o al menos eso escuchaba que se hablaba de mí. Eso me hicieron creer, o eso querían que yo escuchara, o eso querían que los DEMÁS escucharan.
Especial. Entonces me hacían tomar clases de piano. A los 5 años mi abuela (mamá de mi mamá y concertista) me empezó a llevar a sus clases de piano y poco después empecé a tomar clases. No es por ser vanidosa pero era muy buena. Aprendía las notas de memoria, tanto que nunca tuve que aprender a leerlas en un pentagrama (algo que más tarde me costó caro cuando quise retomar el tema del piano). Así me podía aprender sonatas, sonatinas, o conciertos enteros de memoria. Me cansé de escuchar que tenía un oído increíble y que si me dedicaba a eso iba a llegar muy lejos. De hecho, sí. A los doce o trece años di un concierto donde toqué algo de Chopin, Bach o el boludo de turno. Tengo esa parte de mi vida tan borrada que dar detalles sería mentir burdamente. Lo cierto es que tengo el folleto de mi concierto en algún lugar de mi placard y también es cierto que estoy demasiado cómoda en este momento como para ir a buscarlo. Si estuviera la empleada doméstica le pediría que lo busque por mí. Aunque no estoy segura de que sepa lo que es un folleto de esta índole. Además es una metiche y me va a preguntar para qué lo necesito y me va a preguntar por qué ya no toco piano y no suelo darle explicaciones a la gente. Así que mejor no le pido nada. Aunque ni siquiera está, pero si estuviera acá tampoco le pediría algo. De todas maneras es un dato estúpido. ¿Qué importa?
No solamente era una excelente alumna de piano, sino que era el orgullo de mi familia. Mis hermanos eran todavía demasiado chicos como para tocar un instrumento (y a decir verdad, nunca les exigieron demasiado) así que yo era el tentempié de la casa. Siempre que venía algún invitado me pedían que toque una invención de Bach o alguna sonata, lo cual no me gustaba ni un poco, pero lo hacía. Me querían porque tocaba piano, estaba bien, tenía que hacerlo. Y ahora bien, si mi memoria no me traiciona lo que tocaba hasta el cansancio era Bertini, Heller, Cimovosa, Czerny y más tarde Chopin y Piazolla.
Además de piano me mandaron a tomar clases de tenis. Ahora deduzco que querían hacerme bajar toda la grasa. Así que tomé clases durante mucho tiempo y era buena. ¿Ven? Eso es lo que siempre me molestó: ser buena en todo lo que quería hacer, o mejor: en lo que me mandaban hacer. Porque si apestaba quizás me dejaban dejar de hacerlo pero era muy buena en todo.
Mis habilidades eran muchísimas: danzas, bailes de todos tipos, tenis, piano, natación, inglés. A los nueve años empecé a estudiar inglés y poco más tarde a nadar en un club. Era excelente en inglés y mucho más buena en natación. Pronto empecé a competir en torneos y gané todas las competencias. Excepto una. Y me acuerdo que mi “rival” era una chica mucho más grande que yo. No estaban bien definidas las categorías, no había forma de que le ganase a ese delfín de dos metros de altura. Perdí y no volví a nadar en ningún torneo.
Sí, tengo miedo al fracaso. Por eso odio los exámenes y odio que mucha gente lea este libro y pueda criticarme. Pero con el tiempo y con los retos de mi vida me di cuenta de que lo que piensa la gente no me interesa, o que al menos puedo fingir que no me interesa y puedo hacer que la gente crea que soy autosuficiente. Lo cierto es que me interesa por demás de la línea de lo normal o esperado. Sí, claro. Siempre excediendo esa línea. Esa soy yo: Cielo, la que excede los límites de lo normal. Pocas veces para bien.

Everybody changes


Sí, ese es mi nombre. Cielo. Poco común, pero claro: no podía llamarme de otra manera. Era previsible que mi nombre no podía ser común, tenía que ser especial. A veces me pregunto si me castigaron por toda mi vida mis viejos al darme ese nombre. Quizás si me hubiera llamado Florencia o Marta no me hubieran sucedido mitad de las cosas que me tocó vivir, sufrir, negar, experimentar, etc. Así que mi nombre es especial, como yo (según mis padres). Sí, ahora tengo amigas (y de las mejores) pero ellas no creen que sea especial, simplemente que estoy loca. “Una loca linda” como está de moda catalogar a los retorcidos mentales para que no se violenten. Y no es que yo crea que soy una retorcida. Sí, a decir verdad creo que soy una retorcida, pero concuerdo con mis amigas: no puedo hacerle daño a nadie. Solamente a mi misma o a otros por medio de mí. Llegó una época en mi vida cuando en vez de enojarme con alguien me castigaba a mi misma para afectar a ese otro alguien. Pero eso viene más tarde. Sostengo que todavía es temprano.

Después de las experiencias de mi primer colegio mis viejos decidieron mandarme a otro. El segundo colegio al que fui lucía mucho más como un colegio normal que el anterior. Los alumnos llevaban guardapolvos blancos y se sentaban en los famosos “bancos” o “pupitres” de los que tanto había oído hablar pero nunca había visto. Vale aclarar que en el Pedagógico (mi primer colegio) nos sentábamos en alfombras y en posición “chinito” haciendo una ronda. Escribíamos en el piso y no teníamos pertenencias. Era el comunismo hecho colegio. Nunca te enterabas si tu compañerito tenía plata o no porque no lo veías vestido de ninguna manera. Usábamos “pintores”: una suerte de guardapolvo pero que te mandaban a hacer (a tu mamá, claro) del cual podías elegir el estampado o el escocés que querías llevar todo el año. Una porquería. Como decía, ni siquiera nos dejaban llevar pulseras o relojes. “No todos los chicos pueden comprar relojes o pulseras así que ninguno de ustedes debe traerlos al colegio”. Esa fue la manera que encontraron las maestras de adueñarse de pulserita o reloj que veían brillando en el recreo. Se quedaban con todo (supongo que como “castigo por haber roto las reglas”). Una gansada, como todo lo de ese colegio. No usábamos porta-útiles o cartucheras, simplemente había una caja de madera con lápices con el nombre de cada alumno. Y cuatro gomas de borrar. Tampoco había lapiceras, ni exámenes, ni boletines, ni nada. Era absolutamente cualquier cosa. Y a mí me molestaba mi prima que se quedaba siempre con la goma de borrar en la mano. Sobretodo porque yo era básicamente mala en matemáticas y tenía que borrar todo el tiempo. Nunca me gustó eso del comunismo. ¿Todo para todos? Siempre hay algún vivo que se apropia de lo que es de todos. Mejor me compro mi propia goma de borrar y problema solucionado. Nunca lo hice, ahora que lo menciono. Porque nunca rompía las malditas reglas del colegio. Y nunca faltaba, porque mi mamá no me dejaba y más porque cuando faltaba al colegio me aburría. Claro: no tenía amigas, ¿qué iba a hacer en mi casa todo el día? Comer y mirar televisión, ¡qué pregunta!
Entonces me sacaron de ese colegio donde me hicieron leer “El clan del oso cavernario” a los diez años (y créanme, tiene partes lo suficientemente subidas de tono para considerarlas material inapropiado para alumnos de diez años) y me cambiaron al Estrada. Un colegio “normal”, con compañeros normales y hasta quizás más crueles que los del pedagógico. Porque peor que hablen mal de uno es que ni siquiera lo miren o noten su presencia. En eso me convertí yo: en la gorda que va al colegio privado y cheto de la ciudad. Eso suponía:
a) que no iba a tener amigas o
b) que mis amigas iban a ser tan fracasadas o más que yo

Ninguna de las opciones me parecía viable pero simplemente caí en ese colegio desprevenida. Ah, ahora que recuerdo: Rocío. ¿Nunca odiaron y admiraron a alguien a la vez? Sí, probablemente a sus padres, pero me refiero a un par: un compañero de colegio, de trabajo, de algo. A mí me pasó, más de una vez y es el momento de hablar de Rocío y más indirectamente de mi madre.
Mi mamá siempre quiso que yo sea un diez. Es decir, un palo y un cero al lado. Siempre fui un cero, bien redondo y gordo.. Y tiempo después me enteré de la existencia de “los diez”. Una pareja amiga de mis viejos que eran diez, en puntaje, claro. Eran cinco pero los escuchabas hablar de sus habilidades y te sentías miserable en menos de dos palabras. Jugaban tenis, golf, básquet, nadaban, eran perfectos alumnos, arquitectos, hablaban perfectísimo inglés, hacían viajes por todo el mundo, eran extremadamente independientes no solo económicamente sino en todo sentido de la palabra. Eran 10. Así de fácil.
Tuve la maldita suerte de que la amiga perfecta de mamá tenga una hija de mi exacta edad pero abismalmente diferente. Rocío. Ella no tocaba piano pero hacía todo lo demás, imaginen cualquier cosa posible: Rocío lo hacía. El panorama se me complicó un poco cuando empecé a escuchar a mamá diciendo periódicamente que algún hijo perfecto de su amiga había recibido algún estúpido premio. Básicamente me empezó a molestar la repetición en serie de comentarios edulcorados hacia Rocío, o cualquiera de sus familiares. Como ella estudiaba inglés, mi mamá me mandó a estudiar inglés. Como ella bailaba danzas contemporáneas yo empecé a hacerlo. Y así seguía como un detective frustrado las huellas de Rocío. O mejor: cumplía los caprichos de mi madre. Quizás mamá pensó que se iba a parecer a su amiga si yo me parecía a su hija. No sé.
Gracias a Rocío mis habilidades eran innumerables: natación, danzas de todo tipo ¡¡¡patinaje artístico!!! Destreza, patinaje sobre hielo, estudiante de inglés… argh… era una vulgar fotocopia de mi amiga y compañera del colegio: porque mamá me cambió al Estrada porque Rocío iba al Estrada.
Y ahí quería llegar. Ah, olvidé mencionar que mientras yo pesaba 64 kilogramos, Rocío no pasaba los 39. Pero claro “tienen contexturas diferentes”. Si la vieran (la sigo viendo) sabrían de lo que estoy hablando. Tiene el cuerpo que toda mujer quisiera, creo. Dura y blanca y con una cara preciosa y flaca y asquerosamente perfecta. Y es buena mina. Para odiarla, ¿no? En fin.
Así que empecé en el Estrada. El primer día de clases de guardapolvo blanco y cartuchera propia había llegado. Y fue un fiasco. Se compartían los bancos y no tenía con quién sentarme. Rocío me había dejado absolutamente sola y claro, yo también me hubiera dejado sola. Pero no volví llorando a casa, estaba más que acostumbrada a la soledad… y de hecho la disfrutaba. Nunca había tenido amigas, no porque me costara relacionarme, sino porque no sabía lo que significaba eso ni cómo hacerlo. No se puede extrañar algo que nunca se tuvo y yo jamás había tenido amigas ni relaciones de ningún tipo con chicos/as de mi edad. Así que simplemente me sentía en una obra de teatro donde los actores eran los mismos y las situaciones similares; donde lo único que cambiaba era el decorado. En vez de sentarme en alfombras ahora me dolía la cola contra una silla dura y apoyaba mi carpeta en un banco atestado de frases escritas con liquid-paper. Y ahora en lugar de cortar pasto en el enorme bosque del pedagógico tendría que contar baldosas en un típico patio de dos por tres metros cuadrados. Una delicia.
Pero a medida que pasó el tiempo me fui acostumbrando a lo “normal” y empecé a despreciar lo “especial” que antes apreciaba tanto. Empecé a tener tarea, deberes, profesoras como en la televisión, compañeros de guardapolvos blancos, recreo con timbre en lugar de campana y hasta un kiosko. Cosas que hasta ese momento eran impensables para mí dentro de un colegio.
Y aunque muchas cosas habían cambiado a mi alrededor, yo seguía siendo la misma. La gorda, aunque esta vez no era la única. Y no era la única nueva. Así que me empecé a juntar con una bandita de fracasadas, esas que no tenían amigas (justo como yo).
Corría 1997 y mi teléfono empezaba a sonar. En vez de leer libros por placer comenzaba a hacerlo por deber. Las cosas seguían cambiando y yo estaba cambiando. De repente la solitaria persona que yo era fue desapareciendo y apareció el vestigio de lo que soy hoy, pero una versión extra-large. La personalidad se estaba forjando pero todavía quedaba un larguísimo tramo hasta la constitución de la serpiente en que me convertí.

Ana entra en escena, casi sin querer.

De a poco me empecé a interesar un poco más por mi aspecto físico. Mis compañeras, aunque no eran lindas, tenían cuerpos espectaculares para nenas de trece años. Me sentía bastante mal: primero Verónica y Enrique y ahora mis viejos que me llevaban al nutricionista sin razón aparente. En realidad existían razones pero nadie me las había explicado. Creo que yo no entendía que estaba excedida de peso. ¿Nunca les pasó estar con alguien muy hermoso? Ver a esa persona, escucharla hablar, seguir cada uno de sus fascinantes gestos, admirar su belleza… y más tarde mirarse en el espejo y darse cuenta de que uno es horrible y que estuvo creyéndose bello simplemente porque estaba mirando a alguien lindo que resultó no ser uno. Bueno, si nunca les pasó significa que estoy muy mal de la cabeza. Pero a mí me pasa eso. Y como a mi alrededor todos eran flacos yo simplemente daba por supuesto que yo también lo era y me olvidaba de verme al espejo, o no quería verme al espejo, o veía otra cosa en el espejo (como me pasó mucho tiempo después pero desde un ángulo completamente diferente). De cualquiera manera, mis papás me estaban llevando compulsivamente al nutricionista. Yo no entendía muy bien qué pasaba, por qué el médico me pesaba y me preguntaba qué me gustaba comer. Entraba llorando y salía aún peor.
Quizás por eso detesto a los médicos. Uno los frecuenta cuando está mal, o cuando tiene un pariente enfermo. Son como aves de mal augurio. Nunca los pude ver como se ven ellos, con su ego infinito: salvavidas. Como los de la playa pero MUCHO mejores porque ellos ESTUDIARON mucho para conseguir el TÍTULO. Bah… farsantes. Cretinos. Inmiscuyéndose en la vida de la gente: sobretodo los nutricionistas y los psicólogos. Y, hablando en serio, el 98 por ciento de las chicas anoréxicas y bulímicas que conocí en mi vida (y créanme que fueron muchas) quieren estudiar o estudian nutrición. Por favor, give me a rest. Son TAN obvias. Ser anoréxica y estudiar nutrición es un cliché tan trillado que es hasta espasmódico. Cambiemos de tema.
Que me llevaran al nutricionista era una puñalada en el dedo chiquito del pie pero quizás me ayudó a ver la realidad que mi materia gris negaba a muerte: sí eran feos los peinados que me hacía mi mamá y sí era gorda. Pero de eso me di cuenta un verano no muy placentero.
Supongo yo que mis problemas alimenticios siempre tuvieron mucho que ver con lo que estaba pasando en mi cabeza. Es decir: yo no tenía problemas de depresión porque era anoréxica sino que era anoréxica a raíz de que tenía problemas de depresión. Porque, seamos sinceros, una persona feliz no deja de comer durante x cantidad de días. Una persona feliz y despreocupada, una persona “normal” (si es que existe aquello) no cuenta cada caloría: simplemente come. Y en última instancia, si engorda hace dieta NORMAL y tema acabado. Como ya se habrán enterado, normal no es una palabra que pegue mucho conmigo. Interferencia. Como cuando querés ver una película en tv satelital y está lloviendo. “Detectando antena, por favor espere”. Eso me decía mi cerebro cuando yo intentaba ser normal. No puedo, imposible. Y esperé demasiado tiempo. Fingí demasiado tiempo, hasta que exploté. Pero como digo yo: es temprano aún para eso.
Hablaba del viaje que inició todo. O que fue el primer indicio de que algo me estaba pasando y que no se iba a solucionar tan fácilmente. Cambiándome de colegio quizás podría encontrar amigas pero no podía cambiarme de vida. Eso era más complicado y hasta imposible. Ya les contaré acerca de eso.
Corría el verano de 1998 y mis padres decidieron que nuestras vacaciones serían en Punta del este, Uruguay. Supongo que es por causa de esas vacaciones que detesto Uruguay. Siempre odié la playa. Presumo que porque para las gordas es muy incómodo estar cerca del mar, rodeadas de personas flacas, bronceadas y demás adjetivos que nunca se usan aplicados a nosotros los gordos. Pero a eso se había sumado mi problema de celos. Mis padres decidieron que además de nuestra familia (papá, mamá, hermana, hermano y yo) fuese también una de mis primas: Déborah. Tiene mi misma edad y nos llevábamos bastante bien, el tema era que yo nunca entendí qué tenía que hacer mi prima ahí de vacaciones con nosotros. Es decir, si ella tenía su propia familia ¿Por qué veraneaba con la mía? Cosas de chicos, supongo.
Si hablamos en serio tengo que decir que todavía me asustan dos cosas más que nada en el mundo (es decir, de las cosas que se me ocurren ahora). Y esas dos cosas son el abandono y el reemplazo. Los dos por igual. En realidad son casi lo mismo. Toda la vida me sentí reemplazada y lo cierto es que no sé luchar cuando me están desplazando. Cuando llega a mi familia, a mi grupo de amigas o a mi vida un par, simplemente opto por retirarme, siento que no puedo ser competencia de nadie. El tema acá sería preguntarse por qué me siento amenazada cuando estoy entre pares, entender por qué tengo esa necesidad de competencia que para mí antes de comenzar ya es desleal.
Así que llegamos a Uruguay con mi prima y demás integrantes de MI familia. Mi cara de disgusto es poco disimulable y mis ganas de cambiarla eran pocas así que simplemente me quede como estaba, pero no por mucho tiempo. Llegó la hora de ir a la playa. Mientras todos preparaban sus bolsos con los trajes de baño, toallas, bronceadores y otras yerbas yo me quedé pintando en el living como si no me hubiera percatado del movimiento familiar. Cuando llegó la hora de subirse al auto e irse a la playa yo sencillamente dije que me iba a quedar. En realidad lo importante y anecdótico es que uno a los trece años piensa que es adulto y puede manejar situaciones y personas a gusto. Y es así, en muchos de los casos. Yo sabía cómo llamar la atención en mi casa y cómo demostrar mi disgusto sin ser ruda. Así que esa noche, después de la playa y después de que compraran comida y la sirvieran en la mesa, me decidí a no probar bocado. Dije que me dolía mucho la panza o algo por el estilo y me quedé mirando complacidamente cómo todos engullían comida mientras a mí se me escapaba una sonrisita por el costado izquierdo de mis labios.
Al mediodía siguiente nos sentamos a la mesa nuevamente para comer antes de ir a la playa. Pero antes mi mamá trajo cuatro bolsas y nos dijo alegremente: ¡vinieron los reyes magos! Era 6 de enero y mi mamá nos compró el mismo regalo a mi prima y a mí. Eran unos pijamas, el de Déborah era rosa y el mío celeste. Me molestó un poco que no haya diferencias. Es decir, el día que me case no le voy a regalar lo mismo a mi hija que a la sobrina de mi marido. No dije nada, pero odié ese pijama y no estoy segura de haberlo usado alguna vez. Nos sentamos a la mesa y aunque estaba sufriendo el hambre de no haber cenado no podía darme el lujo de complacer a mi familia, así que dije que tampoco iba a comer. Mis viejos se enojaron lo suficiente como para que yo me sirviera, con cara de asco, cuatro arvejas y una hoja de lechuga. ¿Está de más decir que seguí con ese comportamiento durante los quince días de mi estadía en ese país? Hice que mis viejos sufrieran esas vacaciones, porque en realidad mi prima ni se había enterado. Y lo cierto es que yo no estaba enojada con mi prima, para nada. Odiaba a mis viejos por haberme hecho eso. ¿Haberme hecho qué? No sé. Pero de Uruguay volví lo suficientemente más delgada como para pensar que quizás detrás de toda esa capa de grasa y palidez existía una chica hermosa. Y de hecho, fue el momento de descubrirme.
Sospecho que a los trece años todas las chicas empiezan a modificarse en carácter y físicamente pero lo mío fue como una transformación digna de un reality show. En Punta del Este mi cerebro se dio cuenta de que era mucho más fácil castigar al cuerpo. Así, después de días sin comer, días de caras oscuras, de padres enojadísimos, de primas y hermanos desentendidos, contraje alguna enfermedad de la cual nunca supe ni el porqué, ni el cuándo ni nada que se le asemeje. ¿Qué tuve? No sé. Sencillamente una mañana me desperté sintiéndome muy mal y con picazón en las piernas. Con el correr de las horas cambiaron de color: mis piernas se estaban poniendo rosas, más tarde coloradas y al final del día parecían bañadas en sangre. Era un ardor incomodísimo y no paré de rascarme intentando aliviar el dolor. Empecé a sentirme mal, con dolor de cabeza, con calor y frío a la vez… un cuadro desagradable. Mi papá tenía un amigo médico en esa ciudad así que fui a verlo. Carlitos, quien se convirtió en mi médico. Carlitos es pediatra y sin embargo aún hoy sigo acudiendo a él. ¿Será porque mis viejos quieren que sea una nena eternamente? ¿O porque es amigo de papá? Cosas que nunca pregunté. Interrogantes que aparecen de vez en cuando.
Carlitos me dijo que tenía alergia. Pero no pudo determinar a qué. No encontró ninguna picadura ni nada extraño. Más tarde entenderíamos que había sido nada. Absolutamente nada (físico). Era algo exclusivamente mental. Escucharon hablar de las enfermedades o reacciones psicosomáticas? He aquí el más claro caso de la historia de mi vida.
Claramente no soportaba la estadía de mi prima, no resistía las caras de mis padres, no toleraba la playa, detestaba punta del este, condenaba a Carlitos y por sobre todas las cosas detestaba el hecho de haber podido ser flaca durante mucho tiempo y haberme quedado sentadísima en el trono oficial de la Gorda Rechazada sólo por elección. Ese verano del 98 volví a casa con la determinación de cambiar mi vida. Me puse a hacer natación ferozmente y a comer muchísimo menos.
Había tenido principios de anorexia pero en aquel momento todos entendimos o quisimos entender que simplemente era un berrinche adolescente. De hecho, esa versión de la realidad hubiera sido mucho más placentera. Cuando volví a mi ciudad mis padres estaban lo suficientemente enojados conmigo como para ponerme en penitencia o algo por el estilo. Pero como amigas no tenía y el teléfono de mi casa no sonaba, no había nada que me pudieran quitar.
El verano continuó y las aguas se calmaban. Pero no para mí, que tenía que volver al colegio. Aquel segundo colegio, el de guardapolvos y cartucheras. Me había dejado el pelo largo, morocho, lacio y gracias a la natación y al pequeño episodio del verano pesaba casi 9 kilos menos. Empecé a usar los jeans de mi mamá, cosa que jamás hubiera pensado antes. Su ropa me quedaba bien. Casi sin querer estaba compartiendo los mismos talles con mi ella.
Cuando volví al colegio, puede decirse que era otra persona. Las personas que antes no sabían que yo existía ahora me miraban, se daban cuenta de mi existencia. Ya dar por enterada a la gente de que respiras es un logro. No solamente me sentía viva, también me empecé a ver linda. Así, empecé a disfrutar de los beneficios de ser agraciada. Me pedían mi teléfono las mujeres y me miraban los hombres. Así, empecé a recibir llamadas de compañeras del colegio y a juntarme con el grupo más popular. Yo estaba con el grupo; es decir, no dentro del grupo, pero al menos asistía a sus reuniones.
Dejé de lado a mis “amigas” las fracasadas del colegio y me sumergí en la superficialidad de la adolescente de colegio privado. Compraba jeans carísimos y empecé a vestirme para que me miren, no más para esconderme. Para mis adentros pensaba: si me vieran mis compañeros del primer colegio se asombrarían. ¡Cómo cambia la gente! ¿No Enrique?
Mi papá me compró una computadora pero no teníamos Internet. Empecé a utilizar el Word para escribir mis cosas al mejor estilo “diario íntimo”. Mi primera PC fue una IBM con menos capacidad que el Ipod que tengo en este momento en las orejas. Pero servía, aunque fuera solo para aprender lo que era un teclado (sobretodo porque Rocío ya había terminado su curso de mecanografía).
Dos años después ya era una superficial más. Me juntaba todas las tardes en la misma esquina con mis compañeras del colegio para que nos miren, para ser admiradas. Por fin estaba saboreando un poco de victoria. Y era dulce, casi sin calorías. Perfecta.
Es sabido que cuando uno siente que las cosas no pueden ser mejor o que por lo menos está viviendo un estúpido y frágil equilibrio vital, las mismas tienden a desmoronarse casi instantáneamente. Es así, una regla vital, una estúpida consecuencia de la conciencia. Porque quizás uno al pensarlo se está llenando de miedo la vida y se está abriendo al mismo tiempo a las malas vibras. Tengo la alucinación de que cuando uno es ignorante de su propia felicidad puede conservarla mucho más tiempo y en mejor estado.
Yo era más que consciente de mi estado de belleza, o al menos creía que estaba fortísima como un rinoceronte asiático. Me tropezaba con las personas y hacía que me pidieran perdón. Era toda una ficción de bajo presupuesto, porque en realidad mi meta era no ser la gorda perdedora que se transformó en una belleza pura y encantadora. No. Nunca jamás. Además, nunca creí que mi estado era éxito de mi propio esfuerzo. No. Fue un capricho y dio resultados positivos, lo cual me deja ganancia superflua y escurridiza. No lo gané con esfuerzo. No servía de mucho, necesitaba exprimirme y beberme el lucro instantáneamente. Embriagarme de belleza.
Pero como dije, regodearme en mi estúpida y fácilmente conseguida felicidad no me trajo más que malas noticias. Apareció mamá un día y me dijo que habían abierto un colegio nuevo cerca de casa. Enough already! ¿No saben los padres que los cambios bruscos o reiterados en cualquier orden de la vida a esa edad pueden provocar daño cerebral permanente? O algo parecido. Pero, de todas maneras, era una locura cambiarme de nuevo de colegio. Nunca hubo un peor momento para pensar en eso: es decir, tenía “amigas”, tenía súbditos, tenía buenas notas en el colegio, hacía todos los deportes y Rocío no era más que un palito sin femeneidad. Es decir, ¡había ganado! No podían hacerme eso.
No solamente podían si no que lo hicieron. Se inauguró un colegio bilingüe y muy exclusivo cerca de donde vivía yo en ese momento, así que no podía dejar de ir. Yo por un lado quería pertenecer a la creme pero odiaba tener que rearmar un grupo del cual ser líder. Porque eso era lo único que sabía hacer: dar órdenes y amontonar súbditos. Más tarde varias personas me llamarían “manipuladora”, pero todavía es temprano para eso.

Del amor al odio hay 5 personalidades


El tema conmigo siempre fue que puedo tener ideas diametralmente opuestas y aún así estar en equilibrio conmigo misma. Puedo pensar que tal cosa es una degeneración y al mismo tiempo darle una vuelta de tuerca y madurar que quizás no es tan malo. Así, puedo tener sentimientos opuestos respecto de personas, actividades y opiniones. Me cuesta mucho definirme. Supongo que a todos nos cuesta. Tengo razonable envidia a aquellas personas que tienen las cosas tan transparentemente claras… me provocan envidia y un poco de rechazo. Y me suena “aburrido” tener todo tan claro.
¡Ahí lo tienen! Casi sin querer, un despejadísimo ejemplo de lo que decía precedentemente: empecé diciendo que tenía envidia de quienes pensaban claramente y terminé escribiendo que me resultaban aburridos y prefería quedarme en mi estado de confusión permanente. Nunca me decido.
Conmigo siempre todo es una sorpresa. Yo me atrapo diciendo que me gustan cosas que jamás probé, o que nunca se me hubiera ocurrido probar. Me encuentro haciendo cosas que nunca se me hubieran cruzado por la cabeza. Me miento, me engaño y creo mis personajes. Nunca fui diagnosticada con desorden de personalidad… pero creo que eso fue un regalo de navidad de los médicos que me atendieron. Si no tengo desordenes de personalidad entonces abran las puertas del Borda y dejen a todos mis pares ser felices. Seriamente y aunque suene gracioso: tener varias personalidades te saca airosa de muchas situaciones dramáticas. Soy varias personas a la vez y varias personas que piensan muy diferente. Aún así, eso no me genera conflicto. No me contradigo: pienso diferente dependiendo de muchos factores. Todas mis personalidades conviven silenciosamente adentro mío y esperan su turno para salir. ¿De qué depende? ¿Cómo saben cuál de ellas tiene que salir? Bueno, ellas sí tienen las ideas claras y saben que cada situación merece una personalidad diferente, que se adecue, se amolde a las circunstancias vigentes.
Las circunstancias reinantes eran un tanto lóbregas: nuevo colegio, nuevos compañeros, nuevos profesores. Requería una nueva personalidad para enfrentar todos esos cambios. Uno tiene que amoldarse a un nuevo trabajo, a una nueva pareja, a un nuevo grupo de amigos, etc. Quienes no sabemos amoldarnos necesariamente hacemos un cambio total de personalidad, creando una que reúna justo lo que los demás esperan de nosotros. Así es más fácil “encajar”, eso que me costó toda la pre-adolescencia.
Patris, así se llamaba el supuesto colegio bilingüe y acartonadísimo al que mis padres querían que concurriera. Lo cierto es que no era mejor que ningún otro colegio (bueno, quizás sí mejor que el primero al que fui). Por primera vez iba a usar uniforme. Me imaginé vestida con pollera a cuadros, camisa, corbata y mocasines. Me imaginé mal: el tercer colegio al que fui era macabro en todo sentido. No solo quedaba lejos como la misma muerte, sino que era un campo, casi sin signos de vida humana. Sí, alguna que otra vaca, un par de ovejas y quizás hasta un caballo. ¿Los uniformes? Un jogging verde oscuro y una CHOMBA blanca con el logo del colegio (al mejor estilo “escudo español”) haciendo juego con la verde pradera circundante. Ahora, explíquenme algo, porque yo no sé mucho de modas: ¿Dónde se ha visto una persona usando jogging y chomba al mismo tiempo? Tan cualquier cosa eran, que ni siquiera se habían preocupado por diseñar un uniforme de persona normal. No por nada nos gritaban de todo por la calle. Los chicos son crueles, pero los directivos del Patris eran peor.
Ese colegio era una desorganización que no estaba ayudando a mi estado mental. Lo último que necesitaba era un colegio desorganizado. Se supone que iba a aprender: y más que nunca necesitaba reglas y mano firme (no quiero que suene sexual diciendo “mano dura”). Y digo más que nunca porque me estaba desbandando: comía paupérrimamente y jugaba competencias silenciosas con mis compañeras de colegio. Silenciosas, digo, porque solamente yo sabía que estaba compitiendo. Dicha competencia era en realidad algo muy sencillo: saber cuánto medían nuestras muñecas (cuantos más dedos podías tocarte dándole la vuelta a tu muñeca, más flaca eras) o cuanto sobresalían los huesos de nuestras caderas. Mi satisfacción máxima era acostarme y ver que el jean se me apoyaba en los huesos de la cadera y que todo lo demás se hundía cómodamente en la nada. Que casi no tenía panza. Que se me empezaban a notar las costillas. Que entre el jean y mi piel quedaban muchos centímetros de distancia.

Siempre me entretuve con actividades que no les gustaban a otros. Supongo que por eso fui y soy solitaria (ahora menos que antes y antes más que ahora). Todo lo que siempre hice dependía exclusivamente de mí: nadaba sola, jugaba sola, bailaba frente al espejo, leía, escuchaba música en mi walkman, etc. Nunca pude compartir una actividad. Nunca necesité compartir una actividad. Supongo que prefiero hacer las cosas sin ayuda, sola. No me gusta que me molesten, que alboroten mi concentración, que me disturben.
Aprecio más que nada mi vida interior, mi exquisito mundo privado, aquel que aunque quisiera no podría explicar. Es tan fructífero, es de tantos colores y tiene tantísimos matices que no se podría entender la dimensión ni la importancia que yace en ellos. Quisiera explicarlo. Quisiera que mi ocio tuviera sentido para la sociedad: y sin embargo soy condenada. Sé que ahora no entienden, pero ya van a entender. En algún momento mis compañeras del colegio tampoco entendían por qué cuando me decían “estás ojerosa” yo contestaba con una sonrisa cansada pero brillante. Y quizás siguen sin entenderlo; a decir verdad, me cansa tener que explicarle todo a la gente. Y no soy soberbia, no. Pero estoy cansada. Ni mi cuerpo, ni mi alma, ni mi mente están preparados para explicar mucho más, para vivir muchos años más. Con o sin competiciones de muñecas, con o sin cinturones cortándome la respiración, con o sin padres reprimiéndome alimenticiamente, con o sin valor para seguir. No mucho más. No queda mucho más. Volvamos.

Entonces concurría a ese colegio, que en circunstancias normales no hubiera sido tan terrible pero que en aquellas condiciones parecía tormentoso. No solo quedaba lejos, tenía pésimos profesores y gozaba de espantosos uniformes, sino que además era de doble escolaridad. ¿Qué significaba eso? Que mientras mis ex compañeras entraban a las 7.30am y salían a las 12.30 del mediodía, yo entraba a las 8.30am y salía a las 16.30. Ciertamente ¡no era justo! “¡Escúchenme! ¡Soy una adolescente comenzando a perturbarse, no necesito estar pupila en este colegio!”. Nadie oía. Nadie quería oír. En aquel momento comencé a idear mi plan me-van-a-echar-de-este-colegio.
Mientras meditaba la estrategia para que me echaran súbitamente del Patris, también seguía teniendo relación con mis compañeras del Estrada, una relación cada vez más desgastada, más espaciada y más estúpida. Porque eran unas estúpidas. Lo cierto es que nunca fueron realmente mis amigas, hasta ese momento no había tenido ni una miserable amistad en 14 años de existencia. Y créanlo o no, en catorce años puede pasar de todo. Y cuando digo “de todo” es literalmente eso. Y a mí no me había pasado ni una amiga; ni una verdadera. Más tarde llegué a pensar que tal cosa llamada amistad realmente no existía. Que era solo un rótulo para cagar a la gente por la espalda y esconder la piedra bajo el grito de “¡¡cómo te voy a hacer eso si somos amigos!!”. Me costó mucho deshacerme de esa idea tan convincente y cierta. Me supuso un esfuerzo enorme hacerme creer que estaba errada, descartar esa idea de mi cabeza. Finalmente casi lo logro.

Las clases en el Patris comenzaron el 9 de marzo de 1998. El 11 del mismo mes ya estaba preparada para que me echen. Eran efectivamente tortuosos ese colegio y sus reglas. Para empezar, los diferentes grados tenían horarios para comer; porque claro, estabas irónicamente encerrado en ese vastísimo campo desde las 8 y media de la mañana y hasta las cuatro y media de la tarde y tenías que comer ahí o morir de desnutrición. Quizás morir de desnutrición no era tan malo comparado con las otras opciones, a saber:

• pagar una cuantiosa suma de dinero por mes para que el “catering” encargado te alimente como a un universitario estadounidense de escuela pública (esto incluye: comida vomitiva, fría, pasada seis veces por el microondas, freezada y manoseada) o
• llevar desde tu casa una “vianda” (especie de cesta de plástico que intenta fracasadamente conservar los alimentos frescos) que contenga milanesas hechas la noche anterior, papas fritas frías, una gaseosa sin gas y manos sucias… porque en las viandas infaliblemente se olvidan de las servilletas.

Por eso digo que quizás morir de hambre no era finalmente del todo malo. Después de todo, con las viandas y el catering corrías permanente riesgo de indisposición mortal. La única razón por la cual asistir al colegio era menos escabroso era porque mis primos iban también. Y con mis primos siempre tuve la amistad que deseé tener.
Uno supone que porque son primos tienen que quererlo a uno y en realidad no es así, ni un poco. Tengo primos con quienes me llevo bien, primos a quienes amo y algunos a quienes no soporto. De hecho, no me explayé mucho en el tema pero formamos una cuantiosa cantidad de familiares. Y siete de mis primos y mis dos hermanos iban al Patris. Se puede decir que eso lo hizo más llevadero y que por eso hice más pausado mi proceso de abandono escolar.
Pausado, quiero decir: no me echaron a la semana. Fue un gran avance. A decir verdad, estaba lo suficientemente enojada con mis padres como para irme todas las tardes, una vez finalizado el colegio, a dormir a la casa de mis primos. Poniendo las cosas en claro, todo adolescente sabe que hay casas divertidas y casas aburridas. Bien, la mía era aburría hasta el insomnio y la “casa de Zú” era un parque de diversiones.

El muñequito suicida y el perro asesino


Zú. Así se llama mi tía. No, no es un diminutivo de Susana; se llama Zulene y es brasilera. La historia es apasionante, o al menos es de esas que improbablemente me sucedan a mí jamás, porque pasa en las películas y a la gente con suerte. Y aunque muchas veces mi vida sea dramática y peliculera, yo no soy una chica con suerte de la buena.
Zú era una bahiana más en las playas de Ipanema hasta que al hermano de mi mamá y a mi papá (quienes eran amigos desde antes del casamiento con mi madre) se les ocurrió visitar el lugar. Asombrosamente mi tío y Zú se enamoraron en esa semana de vacaciones. Cuando volvieron a la ciudad donde vivían, mi tío y Zú se siguieron enviando correspondencia hasta que en otro encuentro él le pidió casamiento. Después de casarse (en Brasil) vinieron a vivir a esta ciudad y aquí se quedaron. Tuvieron cinco hijos, tan brasileros como argentinos. Y la casa de Zú siempre fue divertida. Los brasileros tienen ese “no sé qué”, esa chispa bahiana, ese axé incorporado, el tonito al hablar, ¡qué será que tienen! Pero me encantaba ir a lo de Zú.
Tuvieron cinco hijos que se convirtieron en mis únicos amigos durante mi estadía en el Pedagógico, el Estrada y el Patris. Marina (dos años mayor que yo), Robertito (un año menor que yo), Fernanda (dos años menor), Juliana de la misma edad que mi hermano Federico (5 años menores) y Santiago de la misma edad que mi hermana Agostina (6 años menores que yo). No había ningún plan fuese más divertido que ir a lo de Zú: siempre había algo para hacer. Marina no me prestaba mucha atención porque mientras yo tenía catorce y jugaba con Robertito al mortal-kombat, ella tenía dieciséis y ya tenía novio. Pero a Fernanda y a Juliana les leía cuentos de terror. Me encantaba que me pidieran cuentos. A veces inventaba finales, porque después de tantas noches se me acaban los relatos. Santiago se iba a dormir temprano porque era más chico que todos.
Tenían un parque enorme, una pileta que estaba siempre limpia, un tobogán, árboles donde trepar, un perro, una casa enorme, muchos juegos y computadora con Internet. Desgraciadamente, dirán unos. Afortunadamente, pensaran otros. Yo todavía no puedo decidirme. Como siempre, me cuesta. El ingreso de la tecnología me trajo madurez y sabiduría. Problemas existenciales y una puerta abierta a la realidad que maquillaba todos los días antes de irme a dormir.
A la mañana, Zú nos preparaba desayunos interminables. Daba gusto ir al colegio en ese entonces. Digo: ir al colegio (en el auto), no “estar en el colegio” per sei. Pero era menos evidente mi desprecio cuando llegaba al aula. No tenía cara de amargada, por lo menos los días que llegaba desde lo de Zú. Una vez que ingresaba en esa institución del caos el mundo se me venía abajo. Detestaba a mis compañeras: una que tocaba la guitarra e intentaba cantar, otra que jugaba de santurrona, otra que tenía los cachetes rosas y eso me molestaba sobremanera, otra que era mi prima y aunque la quería no podía dejar de sentirme en competencia y desde ahí para abajo todas las atrocidades que puedan imaginarse.
La gente no tenía problemas. Los problemas los tenía yo: era antisocial y me creía una belleza superior. En conclusión: me creía una mierda entonces tenía que actuar superficialmente, como si nada me afectara. Lo cierto es que tenía hambre, odiaba ese colegio y con los días empeoraba. Era una maldición. Me empezó a ir mal en las materias, ya no tenía ganas de estudiar y por primera vez el nombre de un chico me zumbaba repetitivamente en la cabeza: Cocol.
Él tenía 4 años más que yo. Y convengamos, de 18 a 14 años hay bastante diferencia. En ese momento no me interesaba aquello en lo más mínimo. Me creía madura y con ganas de conocer a un hombre a quien amar. Me dediqué entonces a escribir poemas y clichés sobre lo dorado de sus “cabellos”, el profundo azul de sus ojos y demás lugares comunes que aparecen en toda tarjeta de salutación. Me creía toda una poetiza. Él era el típico jugador de rugby carilindo. No más que eso. Años más tarde lo comprobaría. Pero en ese momento Cocol era lo mejor que me pasaba y convengamos: no me pasaban muchas cosas. El colegio apestaba, con mis hermanos me peleaba bastante, tenía problemas de identificación social, me costaba muchísimo ir a clases, no tenía amigas: era la presa perfecta de un cazador que me ignoraba. Que sabía que existía, pero que decidía ignorarme completamente. Porque si no me hubiera visto, si hubiera desconocido mi existencia quizás habría sido menos doloroso. Pero él decidió ignorarme por completo.
Así empecé a pasar las horas de clase escribiendo hojas enteras con su nombre y el mío entrelazados, de diferentes colores, rodeados de corazones o la decoración de turno. Cocol ocupaba el 95 por ciento de mi mente y el resto lo ocupaban la no-comida y mis ganas de ser echada de aquella institución. Mis carpetas y apuntes estaban llenos de poemas y cartas que jamás llegarían a destinatario. Hasta que una tarde me decidí.
Había escrito la carta más dulce en catorce años de existencia. Allí le confesaba mi amor adolescente, que aparentaba ser puro y comprensivo. Un amor verdaderamente inexistente que provocó el dolor más fuerte que había sentido jamás. Recuerdo haber tomado un taxi hasta el club de rugby donde pensé que estaría entrenando. Estaba todo planeado: iba a llegar, con la intención de anotarme en la pileta del club para la temporada de verano, me tropezaría con él de improviso y dejaría caer la carta. Él la tomaría entre sus manos, yo sonreiría y me alejaría caminando graciosamente.

Nada de eso ocurrió. ¿Por qué uno se imagina tremendas estupideces? ¿Por qué pensé que iba a chocarme con él? Porque mi intención no era cruzarlo, sino chocármelo... supongo que era más romántico un tropezón amoroso.
Entré en el club, nerviosa, muy nerviosa. Con la carta sujeta por mis sudorosas manos. Un vistazo a la izquierda. Un vistazo a la derecha. Nadie. ¿Por qué pensé que iba a estar? No sé. Supongo que a esa edad las cosas tienen que salir como uno quiere, como uno sueña, como uno anhela. Más tarde aprendería a dejar de soñar. Ahora necesitaba verlo a Cocol. Y no estaba. Nunca estuvo.
Volví llorando. Atravesé las canchas de rugby desconsoladamente. Llorando amargada, con bronca porque Cocol no estaba. Con bronca porque me había imaginado que estaría. Con bronca porque era una estúpida. Con bronca porque hubiera sido más fácil llamarlo por teléfono. Con bronca, mucha. Y tristeza.
La semana siguiente terminó de desabastecerme de amor propio cuando escuché de un compañero de clase el rumor: “Cocol está de novio con la hermana de Mengano”. Invento. Porque después de “está de novio…” dejé de escuchar. O se me cancelaron los oídos, o se me cumplió el deseo de ser sorda y permanecer así por toda la eternidad. Nunca iba a poder superar este amor con Cocol. ¿Por qué me hacía esto? (¿Qué me estaba haciendo?).
Los amores juveniles son así. Obsesivos, absolutos: a todo o nada. Lo terrible es que seis años después uno siga comportándose de esa manera. Lo doloroso es que definitivamente así se quede uno: siendo una maldita obsesiva. Supuse que tenía que superarlo… pero nada parecía cambiar. Cocol seguía en mi cabeza. Lo perseguía, lo buscaba, me escondía, llamaba por teléfono y cortaba. Me sentía necesitada: de su voz, de sus palabras silenciosas, de sus miradas. De mis inventos. De eso vivía: del timbre que le había atribuido a la voz de Cocol, de la personalidad que le compré, de un futuro ideal juntos, donde no existiera la diferencia de edad. En mi cabeza podíamos ser felices y no entendía por qué no se concretaba mi sueño. Me enojé con dios y con el mundo. Dejé de creer en el Ser Divino y empecé a maldecirlo. “Si Dios existe, no puede estar haciéndome esto”. No pensaba que Dios estaba ocupado en cosas más importantes, porque definitivamente, para mí a los catorce años, no había algo más importante que Cocol. Y Cocol y mi salud mental iban de la mano, irremediablemente. Así como también: la falta de Cocol y mi depresión eran mejores amigos.

En el colegio teníamos plástica. Un invento de los profesores en un intento de hacer que los alumnos se expresen. La mayoría simplemente utilizaba ese tiempo para hacer machetes para algún examen o para pintarse las uñas. Aquella mañana teníamos que llevar hilos de metal al colegio. Es decir, hilos lo suficientemente gruesos como para moldearlos, cruzarlos y crear formas. “¡Exprésense!” Nos exigió el profesor de plástica. Ya lo creo que me voy a expresar. Para el término de la hora de plástica mis hilos de metal se habían convertido en un muñequito suicida. “Soy yo” rezaba el título.
Mi obra de arte constaba de una horca metalizada, de ella colgaba una supuesta soga. Y enganchado cómodamente en su fría parálisis, un muñequito ahorcado. Era imperturbable, era de metal y estaba muerto. Suicidado. Se había autodeterminado la muerte. Era tan solo un muñequito. Pero su cabeza tenía hilos de metal enrollados como ideas y deseos no llevados a cabo: tantas ideas y tantos deseos que lo habían llevado a la muerte. La irrealización de los sueños o de las metas o de los propósitos te pueden llevar a la irremediable defunción. Es fantásticamente comprobable. Tomen cualquier diario: ¿O piensan que la gente se suicida porque está aburrida? ¡Lo mío era una obra de arte! Y una ineludible predicción.
Obra de arte que terminó en la basura. Intenté conservarlo, pero mamá lo tiró. Yo lo hubiera guardado y entregado a Urgencias Mentales, pero quizás sí era más fácil que se los lleven los muchachos de la basura. Siempre lo más fácil, lo que acarree menos problemas. Mi muñequito suicida terminó en la basura, pero tantos metales y tantos sueños no iban a terminar ahí. Me tenía que ir de ese colegio.
Unas semanas después lo decidí. Era junio de 1998 y ya había pasado suficiente tiempo en ese colegio: tres meses de prueba no estuvieron nada mal. Tocó el timbre aquella tarde fría de sol y nos llamaron a comer. Yo estaba más interesada en idear mi plan. Corrí, escapista, hasta el aula de Fernanda, mi prima, y le dije: “Fer, me voy a escapar”. Mi prima no mostró interés en escaparse conmigo, pero se rió y apoyó mi moción. Estarán pensando: ¿qué ganaba escapándome una tarde? ¡Liberación! Aunque al día siguiente tuviera que volver: la jaula abierta siempre me sedujo y el aire me faltaba en aquel lugar.
Esperé a que todos volvieran al aula. Me sentía prófuga, mi panza hacía ruidos de lo más extraños y me latía el corazón exageradamente. ¡Iba a romper una regla! Ya les dije que el colegio era un maldito campo: cuando me di cuenta que escaparse no suponía esfuerzo o riesgo alguno, me decepcioné. Pero también me animó a hacerlo de una vez por todas. Me acerqué hasta la entrada: era una estúpida reja de madera que dividía a los esclavos de los libres y yo estaba a punto de ser uno de ellos. Me agaché, me hice pequeñísima al lado de la reja y conté hasta tres (no es broma, conté hasta tres). A la cuenta de tres, saltaría la reja y correría hasta mi casa. Eran dos kilómetros, si no había calculado mal: un kilómetro de calle de tierra y campo y otro de asfalto, casas y urbanidad.
1
2
3!

Salté la reja. Y mientras corría me di cuenta: estoy usando el uniforme, cualquiera que me vea en la calle corriendo se va a dar cuenta de que me escapé. Entonces corrí más rápido, más y más. Me pareció escuchar el motor de un auto. Estaba bastante lejos del colegio. No quería darme vuelta, tenía miedo de desconcentrarme, de perder el ritmo, de perderme en el campo, de chocarme con una oveja. El ruido del auto empezó a escucharse más y más cercano: entonces me di vuelta. Vi un auto que venía en la dirección donde yo me encontraba. Con seguridad me habían visto escaparme, o se habían dado cuenta de que no estaba en el aula. ¡¡Me estaban buscando!! Estaba ya lejos del colegio y empezaba la urbanidad. Me metí de contrabando en el jardín de una casa. Gateé como un perro en cuatro patas por el jardín de un desconocido, con el corazón latiéndome aceleradísimamente. Escaparse era un bochorno: pero escaparse y ser encontrada era peor. No me iban a encontrar. ¡Fantástico! El desconocido, dueño del jardín donde estaba gateando tenía una pileta de chapa. Me escondí detrás de la pileta. Pasaron veinte segundos y espiando logré ver al auto que me estaba persiguiendo: me pareció que miraba de izquierda a derecha en busca de una alumna fugada. Alucinaciones, seguramente; pero no podía correr el riesgo. Una vez que me aseguré de que el auto estaba lejos, quise salir de aquel jardín. Cuando iba a dar mi primer movimiento escapatorio, escuché que se abría la puerta de la casa donde yo estaba escondida como una ladrona. La puerta estaba a menos de dos metros de donde me ocultaba. De la casa salió un viejito que hablaba con su gato (que maullaba y me miraba como avisándole a su sordísimo dueño que había una intrusa). Le dio de comer, unas palmaditas y entró nuevamente a su choza. Era mi oportunidad para escapar. Los gatos no ladran y el viejo estaba sordo y cansado como para escucharme o perseguirme. Nuevamente iba a contar hasta tres. ¡Tenía que llegar a casa! Tomé valor.
1
2
3!
Corrí en dirección al portón y el viejo me escuchó, salió de su casa y gritó algo que nunca oí. Estaba demasiado exaltada como para tomarme el trabajo de decodificar sus palabras. Corría furtivamente cuando me pareció ver entre una ligustrina algo negro corriendo en sentido contrario. No podía voltearme para ver qué era, no tenía tiempo que perder. Seguí corriendo hasta que escuché un ladrido vi ese algo negro y grande abalanzarse con hambre sobre mí. Un gran danés. Sí, un gran danés. Primero saltó encima de mí y me tiró a la calle de tierra quemándome las rodillas. Después, no conforme, me mordió el pantalón y con ganas me sacudió de derecha a izquierda. Grité de desesperación: iba a ser el almuerzo de un maldito perro. Grité, sí… pero ¿quién iba a escuchar mis reclamos desesperados en el medio del campo?
“¡Chuchooo! ¡Chuchoooo! vení para acá” cantó alegremente una voz que de seguro pertenecía a una vieja. Y Chucho contentísimo y moviendo el rabo se alejó de mi mutilado cuerpo. Yo estaba en shock. Me había mordido Chucho. Me dolía mucho. Me pasé la mano para medir el daño y volvió goteada de sangre. En la calle Chucho había escupido el pedazo de pantalón que me faltaba. Despeinada, llorando, ojerosa y con el culo mordido, seguí caminando, ya no corriendo, camino a casa. Estaba desesperada. Tenía sed, tenía miedo. Odiaba a Chucho y al viejo de la pileta y al maldito auto que me perseguía. De todas maneras ¿Qué iba a hacer? Decidí seguir mi jornada escapista. Y aquí viene lo más trágico.
Caminaba ya en un estado de ebriedad no provocado por alcohol sino por cansancio muscular, cuando frenó un auto conducido por una mujer: “¿estás bien?”- me preguntó. ¿Querés que te lleve al colegio?”. ¡Al colegio! Claro. Estaba con el uniforme, en el medio del campo. No podía ir a otro lado. Llorando le dije que NO. Un “no” mayúsculo. Seguí mi odisea hasta que a lo lejos distinguí una bicicleta pedaleando en sentido contrario al mío. Cuando vi al ciclista quise esconderme, pero ya no había caso: era mi abuelo. En un italiano un poco consternado me preguntó que cazzo estaba haciendo lejos del colegio e indagó acerca de mi aspecto moribundo. Le dije que estaba todo bien y que estaba yendo a casa. Insultó en italiano y lo único que entendí, traducido al castellano, sería: “te subís en la bicicleta y te llevo”.
Volví al colegio. Rota, sangrando, despeinada y sedienta. Entré en el aula, odiando a mi abuelo pero agradeciendo no haber corrido el kilómetro restante. Clases de portugués: “ela nao e loira”- dijo la profesora señalándome. Me largué a llorar. Nadie se había percatado de mi ausencia. Llamaron a mis padres para que me vayan a buscar. Ese fue mi último día en el Patris.


Vientos católicos en el bolsillo

Cuando esa tarde llegué a casa, mamá me dijo: “no hacía falta que te escaparas, ya te habíamos comprado el uniforme para ir al Eucarístico”. Sentí por un momento que todo lo que había hecho no tenía sentido y a la vez, que seguía consiguiendo las cosas sin esfuerzo alguno. Es decir, simplemente tuve que homenajearme con un muñequito de alambre suicida y escaparme y ser mordida por un gran danés. Quizás sí me esforcé. Lo importante era que no iba a volver a ese colegio.
Marina, mi prima, iba al Eucarístico. Y mientras yo, en constante decadencia, usaba el jogging verde, la veía a ella deslizarse graciosamente con un uniforme de colegio de verdad. El mismo que ahora estaba encima de mi mesa: pollera cuadrillé tableada, camisa blanca, corbata cuadrillé, mocasines, medias y pulóver azules. ¡Por fin iba a ir a un colegio de verdad!
Un veinticuatro de junio de 1998 entré en el Eucarístico tímidamente. La directora del colegio me llamó y me dijo: “lamentablemente no había más cupos en noveno “a”, así que vas a tener que estar en noveno “b”. Siempre me pareció gracioso decir a qué curso iba: 9b (no ve, no ve). Estaban en la sala de video. La directora abrió la puerta y dijo: “Chicas, tienen una compañera nueva. Cielo se integra hoy al curso”. Cuando entré en la sala, treinta y un chicas me miraron fijamente. Pocos segundos después, empezaron los comentarios y una de ellas me dijo que me uniera, que podía sentarme con su grupo. Un colegio normal. Algo normal en mi vida. Increíblemente inesperado.
Para ese momento de mi vida yo ya sabía que no era como los demás. No era simplemente que había tenido una infancia un poco diferente: era muy evidente que no tenía nada que ver con mis compañeras del colegio, ni con los adolescentes de mi edad. A decir verdad, siempre me sentí un poco más madura que mis pares. Me costaba seguirles el ritmo a mis compañeras. Mientras ellas hablaban de ropa o de exámenes, yo estaba sufriendo por el primer amor no correspondido de mi vida (como si existieran los amores correspondidos). El amor es perro. Pero aún si pudiera elegir vivir sin amor, no lo haría. Hace tiempo que pienso que es mejor estar doliente por un amor irreal, o maligno o escabroso, en lugar de estar obnubilado por la nada y ser comido progresivamente por el aburrimiento del bienestar. No quiero decir que me sentía más inteligente que mis compañeras: simplemente teníamos diferentes intereses. Eso puede ser positivo o bastante malo: yo me creía muy inteligente y perspicaz, así que jamás lo tomé como un aspecto negativo. Simplemente me consideraba más madura y con la atención puesta en problemas de adultos, tales como el amor. Lo cierto es que el amor te vuelve un bebé, aunque tengas cincuenta o sesenta años. Te deforma, te consume. Y si no es sacrificado no es amor. Mejor vuelvo al Eucarístico.
En pocas horas logré entrar en un grupo del colegio, que más tarde pasarían a ser “el grupete”. Todas en el grupo eran excelentes alumnas, que incluso competían entre ellas a ver quién era la mejor. Justo lo que yo necesitaba: un poco más de competencia. Lo cierto es que no me venía nada mal, me refiero a la competencia. Me hizo dar cuenta de que quizás yo no era tan buena alumna como creía. Estas chicas eran increíbles: la que no se sacaba diez, se sacaba nueve cincuenta. Y lo mejor: eran graciosas y no eran para nada ratas de biblioteca. Se divertían a lo grande, molestaban a las profesoras y obtenían excelentes notas: el modelo de devoción de todo adolescente. Y todo lo que yo quería ser: divertida, hermosa e inteligente. Ellas lo eran. Decidí que ese iba a ser el grupo donde me iba a quedar.
Como en todo colegio, los subgrupos estaban muy bien divididos: las “perdedoras”, el “grupo de rejunte” donde estaban todas las que habían sido desterradas de los demás conjuntos, las “chetas”, las estudiosas, las vagas mal y las vagas bien. A saber: las vagas mal además eran feas y gordas. Las vagas bien eran el “grupete”, vagas pero lo suficientemente inteligentes como para estudiar cinco minutos y quedar eximias.
No podía caer en otro grupo: venía de un colegio bilingüe, era bonita, alta, flaca, hablaba perfecto inglés y era buena alumna. Al grupete, sin pensarlo. “Vamos a decirte con quiénes te podés juntar y con quienes ni te conviene acercarte”- me dijo una de ellas. Así, me empezaron a contar el historial de cada una de las chicas que no pertenecían al grupete. Y más tarde, en secreto ya dejaban deslizar confidencias (a escondidas) de ellas mismas. “Aquella es lesbiana, que ni te toque. Esta otra es una estúpida. Uff… ¡aquella es una amarga!”. En una oportunidad, una de las chicas atinó a decir que me dejaran decidir a mí con quién me juntaría y con quién no. “Dejen que ella se de cuenta sola de cómo es cada una”. Fue censurada odiosamente. “Es mejor así, le facilitamos el trabajo de darse cuenta”. Como si conocer a las personas fuese una pérdida de tiempo. Lo cierto es que tenía catorce años, me sentía hermosa y había llegado a un colegio que más bien parecía el cielo.
Las paredes eran de un blanco eclesiástico y los mármoles brillaban todos los días con la misma intensidad a cualquier hora. No había rastro alguno de suciedad, casi ni parecía un colegio. Y claro: todos los colegios de monjas son así. O de eso me enteré después. Tendría que haberlo supuesto. Nunca en mi vida había asistido a un colegio donde fueran todas alumnas mujeres. Tuve a veces espasmos post-clase porque necesitaba esa complicidad con los hombres y porque sabía claramente que el ambiente femenino es mucho más competitivo que cualquier otro. Y tenía entendido hasta ese momento que la amistad entre las mujeres nunca sobrepasaba el límite de prestarse alguna prenda o decidir de qué color iban a pintarse los ojos. De todas maneras, me decidí a jugar el juego y a tener el corazón más eucarístico que nunca.
Tocó el timbre y las chicas me invitaron a salir al patio con ellas. No era el bosque del Pedagógico ni del Patris, pero tampoco era el patiecito de dos por dos del Estrada: era más bien un patio de casa normal. Baldosas cuidadosamente aseadas, chicas luciendo uniformes como en un desfile y una iglesia que me daba escalofríos de tan solo mirarla. Nunca fui muy católica. Pero desde que el señor llamado Dios me estaba haciendo sufrir con Cocol, me había decidido a no volver a pisar jamás una iglesia.
Estaba en problemas. El Corazón Eucarístico de Jesús era no mucho menos que eso: un colegio católico. Con monjas dando vueltas por los pasillos, con sus estúpidos trajes de puritanas. ¡Zorras! Después se sorprenden cuando ven cómo una adolescente se masturba con un crucifijo. Denme un descanso, por favor. ¿Qué quieren hacernos creer? ¿Qué no necesitan sexo? ¿Que viven del amor de Dios? Me cansan. Me ponen de mal humor. Las monjas y los curas y todos esos depravados que andan por la calle pastoreando como si fuésemos ganado insensible y sin sesos. No quiero pecar de insensible pero ¿quién le dijo a determinado cura que puede eximirme de mis pecados? ¡Por Dios! Es ilógico. Que un tipo normal, porque seamos claros: no tienen más poderes que nosotros, diga que habla con Dios o que siente que el espíritu santo vive dentro de su bolsillo no es prueba de fe para mí. Necesitas decirme mucho más que eso para que yo te cuente cuántas veces hice el amor en una parroquia o que le robé el reloj a un paralítico en santa fe y corrientes. Los pecados se los guarda uno, o los escribe en un libro, o los graba desnuda en mini-dv y después vende la cinta. No sé. Pero ¿por qué habría de contarle mis pecados a un hombre que viste de negro y eventualmente viola a menores de edad? Mmhh… buena pregunta, sin respuesta alguna. Es decir, si en algún momento a alguien se le ocurre una buena respuesta que no incluya la palabra “fe” puede enviarle un email a mi casilla y con gusto mi secretaria lo leerá. Es broma. No tengo secretaria y en ningún momento creo que se va a encontrar esa respuesta.
Mientras estaba en el patio con mi nuevo grupo de amigas, se me ocurrió visitar el baño y matar el mito urbano del papel higiénico. Resultado: en los colegios de monjas tampoco hay papel higiénico. Maldición. Entonces volví al aula para buscar algunos papelitos tisúes que tenía en mi cartera, para encontrarme con la agradable sorpresa: dos chicas que durante la última clase me habían estado hablando mal del resto, en este momento estaban espiando mi cuaderno. Había escrito en inglés, siempre yo tan precavida. Algo así como que me estaba gustando el colegio, pero que me costaba acostumbrarme a que éramos todas mujeres. Que había encontrado un grupo fantástico de chicas y que pensaba que iba a ser muy feliz. Boludeces. Y gracias a DIOS, je, en inglés. Siempre supuse que las dos espías del FBI no habían entendido ni cazzo de lo que escribí. De todas maneras, no decía nada demasiado incriminador. Cuando en el siguiente recreo mi cuaderno había desaparecido por completo, empecé a preocuparme. Lo encontré al final de la jornada escolar, durmiendo plácidamente debajo de un pupitre que previsiblemente no era el mío. Mi cuaderno había sido secuestrado y torturado, seguramente, para exprimir mis secretos.
Siempre tuve ese rollo, esa obsesión: escribir. Escribir cualquier cosa que me venía en mente, las cosas que me estaban pasando. O simplemente frases exterminadoras: “me cansé de este colegio”, “tal cosa me tiene harta”, “amo tal otra”, bla, bla. El papel es prudente. El papel no te es infiel, no te caga, te deja ser. No te pone cara de circunstancia aunque le estés contando que tenés morbo con las ratas egipcias o que te excita ver cómo los murciélagos duermen en el tapa-rollo de tu ventana. Quizás por eso no tenía amigas, porque todo lo que las chicas les contaban a sus amigas, yo lo reproducía con exactitud en mi cuaderno; y mientras la memoria de un ser humano puede fallar, las letras de los cuadernos son imborrables. Supongo que por eso siempre me aislé de esa manera: nunca tuve la necesidad de comunicarme, porque ya lo estaba haciendo. Escribir es comunicar, aunque mis escritos siempre terminaban escondidos y sin participar al mundo de mi dolor, mi felicidad o mi disconformidad porque me habían secuestrado el cuaderno lleno de iniquidades en el primer día de clases en el Eucarístico.
Las semanas siguientes fueron bastante más placenteras y empezó a surgir mi lado cómico. Una faceta mía que estaba profundamente enterrada en lo más oscuro de mi ignorancia. Hasta ese momento jamás supe que tenía sentido del humor. Lo cierto es que develé una especie de don de la risa, o mejor: un don de la oratoria. Me invitaban a los cumpleaños y me hacían contar una y otra vez la historia del perro que me mordía. Por supuesto, no sólo yo la contaba sino que me paraba y hacía toda la mímica. Es muy gracioso contado, en serio… de hecho, y lo digo casi sin vergüenza, lo sigo contando de vez en cuando. Uno con esa historia gana. Es así, es fácil. Es cómica, es inocente, es la historia de cómo entrar en un grupo simpáticamente, sin querer dominar terrenos con previa ocupación. Las líderes de aquel grupo estaban muy bien elegidas y no tenían ninguna gana de ceder el trono y ningún problema en luchar a diente filoso contra cualquier adversaria. Yo no podía ser tan maleducada de aceptar la invitación al grupo y querer ser líder… y sin embargo a veces no puedo conmigo misma.
A la semana ya me sentía una más y recibía llamadas telefónicas como si las hubiera conocido desde jardín de infantes. Las chicas que no pertenecían al grupo y que se animaban a cruzar palabra con la desconocida, a.k.a yo, me decían: “cuidado con las del grupete. Son falsas. Hoy te quieren, mañana te desechan”. Sí, claro. Mmm… ¡¡qué olor a envidia!! Típico. Estuviste toda tu infancia queriendo entrar en el grupo sin éxito y tu futuro más prometedor es el de ser monja del colegio al que asistís. Esa es tu máxima aspiración. Y de buenas a primeras caigo yo y entro casi sin golpear. Uff… no debe ser excesivamente agradable. Pero es así, la vida es injusta. Y algunas adolescentes, también lo somos.
Laura me invitó a su casa para ver un partido de fútbol de la selección nacional. Tenía la mejor casa en la que hubiera estado jamás. Decorada en un setenta por ciento con mármol reluciente, hermosos jarrones oscuros, una televisión de pantalla plana, televisión satelital y hasta reproductor de dvd. Yo no podía creerlo. Era 1998 y lo único que tenía en mi casa era una computadora IBM del 97 que usaba windows 3.11. Sepan comprender: aquello era un palacio.
Cuando entré, con los ojos algo desorbitados, las encontré a mis compañeras (sólo a los miembros del grupete, claro) acostadas confortablemente en un sillón blanco que rodeaba gran parte de la sala de estar, cantando a la voz de “Batistuta we love you!”. Era como estar en un sueño: tenía amigas y creía que eran las mejores que pudiera haber encontrado. Estaba convencida de que por fin me estaba codeando con gente como yo, o que quizás finalmente había encontrado un modelo a seguir: inteligente, graciosa y buena alumna. ¿Qué más quería?
Laura me mostró su casa y en cuanto llegamos a su habitación no logré evitar mirar su computadora. Tenía todos los accesorios, que en aquel momento eran un lujo: grabadora de cds, muchos cds vírgenes, un monitor de pantalla plana (o sea, es el día de hoy que yo todavía sigo escribiendo en un monitor “Kely, the brightest choice” (?)), etc. ¿Querés conectarte a Internet?- me preguntó. Yo temblé. Había estado en Internet en la casa de Zú y me había creado una cuenta de email pero ciertamente no la recordaba y no podía esperar para bajar y ver el partido con mis nuevas amigas. No por el partido, nunca me entretuvo el fútbol (y de hecho, no lo entiendo), sino porque quería compartir eso con ellas. Le dije a Laura que entraría en Internet un poco más tarde y finalmente nunca lo hice.
Vimos el partido entre helados y cigarrillos: detalle, en ese colegio todas fumaban. Excepto yo. Ni siquiera se me había ocurrido probar el cigarrillo y hasta me parecía una falta de respeto a los padres de mi compañera y dueños de esa casa. Uff… me odiaba yo, tan rigurosa, tan educada, tan bien aprendida.
“Ah… ni te preocupes por el papá de Laura- me dijo una de las chicas y bajó la voz casi convirtiéndose en un siseo de víbora- es un chorro cualquiera. Un estafador. ¿Por qué pensás que tienen esta casa y esos autos? El tipo es ladrón, es político… vos sabés cómo son estas cosas. Es más, la semana pasada salió esta casa en el diario y lo re escarcharon… ¡pobre Lau!”.
Menudas amigas tienen. Veo cómo se quieren entre ustedes. Pero si ese era el juego, a jugar se ha dicho. No pensaba perder una partida más hasta el día de mi muerte. Y es una promesa aún difícil de olvidar. Si esas iban a ser mis amigas, entonces tendría que aprender a tejer telarañas y a sobrevivir en un nido de arañas pollito.

Nunca confíes en una reina sin súbditos

¡Qué decepción! Digo, darme por enterada finalmente de que la amistad no existe. Al menos no aquella amistad de “bandita” que yo deseaba, aquel apego caballeresco de todas para una y una para todas. No existía. Ni siquiera este grupo tan consolidado podía dejarme entrever una amistad sólida. No existía tal cosa. No había amistad. Entonces decidí que a partir de aquel momento no iba a confiar en nadie (es decir, si se reían de una compañera antigua, ¿por qué no se iban a reír de mí?).
Empecé a pensar en las teorías utilitarias y que quizás no estaban tan erradas. Decidí que mis amistades mayoritariamente iban a ser por conveniencia. Que necesitaba rodearme de gente que me servía para tal o cuál empresa y que si alguien no me era útil directamente pasaba a ser un estorbo. Así, quien no me sirviera sería desechado. Suena bastante práctico, frío y calculador. Y es que así quería ser yo, después de tantos colegios y decepciones. Me jactaba de mis decisiones y a quién me preguntaba le contestaba que me juntaba con esta o con aquella solamente porque las necesitaba.
Pero era ficción, pura mentira. Soy la persona más apegada a los afectos que conozco. Necesito de amigas, de familia, de amores, de mascotas, necesito todo eso; a las personas que me recuerdan quién soy. Pero en aquella época esa era la imagen que quería mostrar de mí y siempre tuve la encantadora habilidad de hacerle creer a la gente que el cielo se está cayendo, aunque sea un día de sol reluciente.
En el año 1998 mis padres habían comprado un terreno en un barrio privado (o country) a veinte minutos de la ciudad. Yo no quería mudarme allá, porque quedaba cerca del Patris, es decir: campestre en todos los sentidos, pero llegó el momento cuando mi papá anunció que ya no viviríamos más donde siempre, porque había empezado a construir una casa en el barrio privado. Para eso, tuvimos que vender el hogar donde viví 14 años de mi vida y mudarnos a una casa a media hora de ahí, más urbana, sí, y más cerca del colegio donde iba ahora y más cerca del centro y de los cines y de todas las cosas que siempre me habían quedado lejos.
Dicen que las mudanzas no son buenas para las personas en desarrollo mental y están en lo cierto, seguramente. Pero yo, que siempre fui diferente, gocé de la mudanza. El colegio me quedaba a diez cuadras (aunque jamás fui caminando, no señor), el centro a tres, peluquerías, gimnasios, cines, librerías, ¡todo cerca! Por primera vez en toda mi vida empecé a invitar amigas a comer, o a estudiar, o simplemente a tomar mate a casa (la nueva, que no quedaba en el pueblo). Así, de a poco, me alejé del grupete y empecé a conocer a otro grupo. Pronto éramos cuatro inseparables compañeras: Agustina C., Agustina A., Hary y yo.
Era la época cuando mis compañeras del colegio empezaban a ir a bailar. No es sorpresivo que a mí no me interesasen esas cosas ¿verdad? Así que mientras mis compañeras iban a llenarse de olor a humo la ropa y el pelo, y a tomar cerveza hasta vomitar y hablar pavadas, yo prefería quedarme en casa leyendo o mirando TV o simplemente escribiendo poemas para Cocol. Patética. Pero así era, así soy y las estadísticas pronostican que así seré toda la vida.
Solíamos juntarnos siempre en una casa diferente. Lo que a mí más me gustaba era ir a lo de Agustina A., porque vivía justo en el centro, en una cuadra llena de negocios, de gente, de vida. A veces nos quedábamos a dormir ahí. Aunque mis nuevas “amigas” me mantenían lo suficientemente ocupada como para pensar, todavía me sentía triste. Un sentimiento desgarrador, que me congelaba los intestinos y se transformaba en iceberg justo en el medio de mi garganta. Sentía ganas de llorar todo el tiempo. Y cuando digo “todo el tiempo” debe entenderse literalmente. No podía ver una película, ni hablar de temas que supiera de antemano me iban a conmover, porque una vez que empezaba a llorar ya no había vuelta atrás.
Alguien me había hecho daño, o yo me había hecho daño. En aquel momento preferí dar por sobreentendido que era Cocol la causa de mis males y de mi profundísima necesidad de morir. Que simplemente me sentía triste por estar viviendo la historia de un adverso amor no correspondido, donde Julieta (yo) estaba a punto de caer envenenada por sus propias lágrimas.
“Mamá, quiero ir al psicólogo”- le dije.
“Ay, Cielo, dejate de pavadas. No necesitas ir al psicólogo”- me contestó.

Y sentí que me moría. Porque cuando tenés catorce años y sos caprichosa y consentida, si tu mamá no hace las cosas por vos entonces son imposibles de conseguir. Necesitaba, o creía que necesitaba, la autorización de mamá para ir al psicólogo: de todas maneras, ella era quien pagaría las sesiones en tal caso, porque yo no había trabajado, ni ahorrado, ni salvado un centésimo.
Les expliqué a las dos Agustinas y a Hary lo mal que me sentía y ellas prometieron intentar ayudarme. Agustina A., siempre me escribía cartitas de apoyo: “vas a ver que vas a terminar con Cocol”, “seguramente van a ser novios” y demás demostraciones de aprobación hacia esa relación. Empecé a pensar que quizás Agus A. no estaba tan equivocada; que tanto amor tenía que desembocar en algún puerto y que el nombre de ese puerto empezaba con “C” y terminaba con “ocol”. Así, me instó a empezar a llamarlo por teléfono. Después de clases, me instalaba en un locutorio en frente de la casa de Agus A. y marcaba el teléfono de Cocol. A veces solamente preguntaba por él y después colgaba… pero después se me ocurrió algo más ingenioso.
Le pedía Agus A. que llamara a lo de Cocol y le sonsaque información: a dónde iba a bailar, si tenía novia, si tenía celular, si salía mucho, qué días se lo podía encontrar en el club de rugby, etc. Así, Agustina empezó a llamarlo, siempre en mi presencia y al finalizar la llamada me pasaba el parte: “no está saliendo mucho”, “está jugando los domingos a las 15hs”, bla, bla, bla. De esa manera, empecé a saber muchísimo más de Cocol y sus costumbres; ahora sabía de quién estaba enamorada, o al menos ahora tenía otros datos además de su nombre.
Mientras tanto Agustina C. estaba enamorada de Martín. Enamorada o le gustaba o lo que sea. Empezamos a ir a un bar donde también se bailaba. Solíamos ir los viernes. Las chicas se ponían nerviosas cuando un chico les hablaba y es entendible: nunca en sus vidas habían tenido contacto con chicos. Yo estaba un poco más acostumbrada a lidiar con los varones, no porque hubiera tenido novio, sino porque había tenido toda la vida compañeros en los diferentes colegios.
Agustina C., Agustina A., Hary y yo estábamos una noche tomando algo en el bar y simulando bailar sin que nos importase nada, cuando de repente se acercó Martín. La cara de Agus C. se desfiguró de sorpresa a miedo y de miedo a desesperación, tanto que decidió correr al baño. Martín y Agustina A. se quedaron hablando. Y yo unos centímetros más lejos con Hary.
“No te gusta Agustina?”- preguntó su homónima
“No, me gusta Cielo”- contestó Martín.
“¿Cielo? Uh… no, no. Cielo es una puta, está en otra cosa, completamente”- replicó mi MEJOR AMIGA.

Cuando le pregunté a Agustina por qué había hecho eso, me dijo que por el bien del grupo: que no quería que nos peleásemos por un chico (¡imbécil, ni siquiera servía para inventar excusas!). Que si Martín no quería estar con Agustina entonces que no iba a estar con ninguna de las otras integrantes del grupo. Está muy bien, acepto la regla (ni que me gustara Martín ¡puaj!) pero ¿qué necesidad había de decir que yo era una puta y que estaba “en otra cosa”? (como si me estuviera drogando, o haciéndome piercings en el clítoris, o fumando hierba taiwanesa). Ninguna necesidad. Simplemente Agustina A. era una pésima amiga y pésima persona (bueno, no por nada está hoy por hoy absolutamente sola y abandonada). ¿Quieren más? Les doy más.
A Agustina le perdoné lo de Martín. Con tal de conservar el único grupo de amigas que quería sinceramente, estaba dispuesta a soportar que una de ellas me llamara “puta” para defender los intereses de otra. Lo entendía; no me gustaba el método, pero lo entendía.
Otra noche, habíamos quedado en encontrarnos en la casa de Agustina C. para maquillarnos, cambiarnos, peinarnos y salir juntas las cuatro. Cuando llegué se había formado una especie de reunión o subgrupo. Allí estaban sentadas las dos Agustinas y Hary, que me dijeron muy seriamente: Cielo, no queremos salir más con vos. Me llevé una ingrata sorpresa y aún no entendía: ¿Qué pasó?
“Que ya no queremos salir con vos. Sentimos que vos sos la estrella –no me voy a olvidar nunca más de eso, la estrella- y que nosotras vamos atrás como si fuéramos tus esclavas. Todo el mundo te mira a vos y nosotras parecemos tus súbditas”. Ahora sí: necesitaba urgentemente un psicólogo o una sierra eléctrica para azotarme hasta la muerte, o mejor: azotarlas a ellas.
Dejamos de salir juntas. Y poco tiempo después recibí una grata noticia que me alegró el corazón: Agustina A. estaba saliendo con Cocol. Por favor, depositen la sierra eléctrica en mi cuello. Muchas gracias.

Un clavo oxida otro clavo

¿Nunca sintieron que no tenían ganas de nada? Ni de levantarse, ni de comer, ni de hablar por teléfono, ni de saludar a tu familia, ni de hacer cosas que les den placer. Así me sentía yo. Después de la traición de Agustina y haber tomado consciencia de que mi tristeza no me iba a dejar transitar tranquila el camino de la adolescencia, me volqué exclusivamente a Internet. Decidi que era la unica cosa que iba a hacer. Así, empecé a conocer gente en el chat.
Aunque tenía Internet desde el 98 no le presté demasiada atención hasta mediados de 1999. Para ese entonces el MSN era básicamente cosa del futuro Spilbergriano, quiero decir, no se usaba demasiado. En cambio, teníamos el ICQ (un programita al estilo msn pero más arcaico y con sonidos que generaban graves dolores de cabeza en su uso prolongado) y el mIRC. Este último, utilizaba el sistema IRC para conectarse con personas en distintos servidores. DALnet, así se llamaba el servidor donde entraba yo todas las noches a hablar con desconocidos.
Es gracioso lo del mIRC y el fenómeno de Internet en general. Muchas veces uno llega a conocer mucho más, o quizás a creer que conoce mejor, a un cyber- amigo que a sus propios familiares o amigos. Es cierto. Empezas a conocer los horarios del otro: cuándo se conecta, qué páginas visita, con quiénes está hablando, con qué contactos se lleva mejor, cuánto tiempo está conectado, si lo hace desde el trabajo o desde una computadora en su casa. Se puede saber mucho de alguien navegando por la red. Tanto que es hasta peligroso. Pero no me voy a poner a hablar ahora de las bondades y peligros de la net porque no me corresponde, porque me aburre y porque es por demás un tema sabido. Pero permítanme contarles una historia, que no es sabida, ni aburrida, ni conocida. La historia de una transformación feroz: de la muñeca de porcelana que se estropeo contra el asfalto. Una historia de inconvenientes y de las ganas de morir; del hambre, del miedo y una moraleja jamás escrita, una experiencia aún no procesada. Necesito escribir esto. Lean.

Clara14, ese era mi nombre en la red. Clara porque nunca me había gustado “Cielo” (y porque todas las mujeres desagradables se ponían ese nickname) y catorce porque tenía esa edad. Empecé a entrar en #argentina, un canal donde todas las noches me encontraba con la misma gente. Amigas no tenía, eso es sabido, entonces decidí que mis nuevos amigos serían cyber: no podían dañarme. Al final y al cabo siempre juzgué a las personas por cómo escriben: si tienen faltas de ortografía, si usan las palabras adecuadas, si saben utilizar los puntos, las comas y bla bla. Toda la vida me fijé en eso: no quiero sonar exquisita, pero en el chat, cuando un desconocido me escribía cosas como: “ola bellesa” obtenía su pase gratuito a mi lista de ignorados. Sigo siendo así pero en menor medida: conocí muchísima gente buena y que quiero mucho que escriben con muchas faltas de ortografía. En aquel momento una buena escritura era condición única para hablar conmigo, sino podían cerrar la ventana y hablar con otra persona. Lo cierto es que había muchísimas bestias dando vueltas en la red, en DALnet y en #argentina, así que no fue muy difícil distinguir al único ser inteligente de la red: Hogweed.

No sé ni cómo empezar a hablar de él. Supongo que tengo que pensar primero en Maquiavelo. ¿Leyeron El Príncipe? Supongo que Hogweed podría escribir una versión aggiornada del principe. ¿Alguna vez amaron y odiaron profundamente a alguien? Bueno, es hora de contarles mi historia algo lúgubre y con el peor error de las historias: con final abierto. Si aún después de esta descripción quieren adentrarse en este laberinto de musgo, bienvenidos sean. He aquí mi historia, una vez más.
Alejandro. Así se llama. Clara14 y Hogweed se conocieron por casualidad a fines de 1998 en #argentina. Cuando lo conocí estaba sumergida en el mar de Cocol, en esa tristeza desequilibrada que me presionaba las sienes hasta el cansancio, esa moribunda sensación que parecía no terminar: una vez más, un clavo sacó a otro clavo… en realidad esta vez un clavo oxidó al otro. Cocol al lado de Alejandro podría haber sido Robin Hood o madre teresa de Florencio Varela. Quiero decir, en comparación con Alejandro, Sadam Hussein merece el novel de la paz.
Cuando lo conocí faltaban pocos meses para mi cumpleaños número quince, mientras que él tenía 9 años más que yo. Nunca había pensado antes el problema legal del que podría haber sido víctima Alejandro en caso de que mi familia hubiese querido. Tampoco tengo ganas ni tiempo de pensar en eso ahora. Cuando uno piensa que la muerte se avecina, hace este tipo de cosas (escribir memorias, por ejemplo) en un intento desesperado por dejar su huella en un mundo donde nunca hizo la diferencia. ¿Por qué una vez muertos tendrían que resonar nuestros nombres cuando mientras vivos siempre fuimos ignotos? Sólo Dios sabe. Ja, dios. Apuesto a que él, si existiera, tampoco sabría nada. Y no hubiera podido anticipar el horror prometido de Alejandro y su mente manipuladora. De todas maneras, no voy a seguir haciendo juicios de valor porque ustedes merecen tomar partida por cualquier personaje de la historia. Quizás alguno los conmueva más que otro… o quizás algún lector puede descifrar El Código Alejandro y explicarme; porque nunca entendí, pasan los años y sigo sin entender.

Su vida transcurría sin mayores sobresaltos. Hijo de un ferretero y un ama de casa, vivió en Monte Grande, provincia de Buenos Aires, hasta los veintidós años, cuando se mudó a un departamento en Avellaneda. Aunque su pasar económico no era grandioso, pudo comprarse un departamentito. No era Punta del Este ni vivía sobre Gorriti, pero la calle Estévez en Avellaneda cabía sin hacer ruido en su escabrosa biografía. Alejandro nació en Monte Grande allá por 1976 y mil veces maldije ese nueve de marzo.
¿Cómo puede amar y odiar a una misma persona? Bueno, es fácil responder a eso. Alejandro fue un estafador: y como todo ladrón, primero te vende el mejor hotel, con el más paradisíaco paisaje en tu ventana. Lo amas. después llegas a la playa y encontrás un estanque de agua mugrienta. Lo odias. Así son estas personas. Así era él. Así sigue siendo.
Quizás ahora me sea más fácil reconocer a este tipo de individuos pero en aquel entonces tenía solamente catorce años y, aunque creía que me las sabía todas, era simplemente una nena.

Así lo conocí: una noche desvelada por el no-amor de Cocol. Entré en el chat con la simple intención de distraerme por unas horas. Lo encontré o me encontró, me habló. Escribió: “me dijeron que sos muy bonita” y yo que no me creía nada, le dije que estaba equivocado. Así empezamos. Al principio solamente hablábamos una vez por día. Con el tiempo, empezamos a necesitarnos. Es decir, yo empecé a necesitarlo. Nos escribíamos emails, nos dejábamos mensajes en la Net; cualquier medio era válido para mantenernos en comunicación. Alejandro era todo aquello que yo necesitaba: comprensión y sustento. No sabía demasiado de él, pero de algo estaba segura: cuando aparecía en la pantalla su nombre mi corazón se distendía, me hacía vibrar. Alejandro me hacía vibrar y sentir bien. Cocol no. Quizás estaba enamorada del hombre equivocado. O tal vez, solo tal vez, todavía no había conocido al hombre equivocado.
Claramente mi vida social no existía. En el colegio estaba absolutamente ausente. Mis amigas se habían despojado de mí, me habían dejado sola. Y no es que me molestara: estaba más que acostumbrada a estar sola, quizás hasta estaba a gusto. Mi vida comenzó a ser cibernética, transcurría en la red. Perdí la noción de realidad: todo lo que quería era hablar con Alejandro. Hablarle de Cocol, de lo mal que “me hacía”. Alejandro simplemente repetía: “yo no sé si este pibe es tonto o qué le pasa. Yo no te dejaría de lado por ningún motivo del mundo”. En lugar de tomarlo como lo que era, yo creía que era tierno. Alejandro me hacía mucho bien, pero todavía el fantasma de Cocol rondaba por los pasillos de mi mente.
Mis relaciones afectivas siempre fueron así: difíciles de concretar (y hasta imposibles) y dotadas de una obsesión incandescente. Una obsesión que me consume, que me mata, que me hiere y que aún así defiendo. Porque llegué a pensar que amor sin sufrimiento no era amor. Y Alejandro no me ofrecía ningún tipo de riesgo, ningún sufrimiento. Además, él vivía en Avellaneda y yo a más de 60 kilómetros. No podía ser, era imposible. Y por supuesto: no lo conocía. ¿Era imposible, dije? Era perfecto.

Acerca de convertirse en esclava casi sin saberlo

Me peiné, me pinté, me puse mis mejores ropas y les pedí a mis papás que me llevaran a aquel restaurante. Ya había cumplido quince años y todos mis amigos del chat me habían odiado por no haberlos invitado a mi fiesta. Lo cierto es que no hubo fiesta. Aquel catorce de junio de 1999 no hubo ninguna celebración; estaba yo tan deprimida que ni siquiera había querido cumplir el sueño de toda adolescente: tener una fiesta de quince llena de amigos y gente querida. Lo cierto es que a la única gente que yo quería era a mi familia, y amigos no tenía. ¿Para qué iba a festejar? ¿Para que fuera quién? Mejor era quedarme en casa y hacer como si nunca hubiera cumplido quince.
Pensé que ya era momento de conocerlos. Se juntaban en un restaurante a las 9 y media de la noche el 17 de julio de 1999. Mis padres no estaban de acuerdo con mi participación en aquella reunión y quizás eso hizo que yo quisiera ir aún con más ganas.
Cuando llegué, mi mamá me dejó justo en la mesa donde estaban todos reunidos y me dijo que me pasaría a buscar en tres horas. No protesté, estaba bien. Chequeé la mesa: Yo era la menor, claro. Tenía quince años. Los demás tenían entre 25 y 40, con excepción de Alejandro que tenía 24. Claro que estaba Alejandro, él me había instado a ir. Las cosas estaban claras con él: íbamos a ser hermanos, solo hermanos. Nos separaban ocho años de existencia y nos queríamos mucho, pero legalmente era imposible. Seríamos hermanos.
¡Qué extraña sensación aquella noche! Aunque hablábamos todos los días sin falta, nunca nos habíamos visto personalmente. Tan extraña era la situación para mí, que busqué la silla más apartada y me puse a charlar sin problemas con otras amigas cibernéticas que rondaban los 25 años. No quería estar cerca suyo. Temía decepcionarlo: él siempre me decía que no parecía tener esa edad y hasta pensaba que le mentía respecto de eso. No quería que me ponga a prueba. Tenía una premisa muy cierta en la cabeza: sé escribir, es lo que hago. Pero hablar es completamente diferente y es tan difícil como leer la Biblia en diez minutos.
Sin embargo Alejandro encontró los métodos necesarios como para acercarse sigilosamente. Me di cuenta que estaba al lado mío porque prendió un cigarrillo (meses después me confesaría que no fumaba, que simplemente lo hizo para llamar mi atención). Ahí estaba, él. Mi “hermanito” fumando un cigarrillo al lado mío. Tantas veces estuvimos juntos estando lejos… y sin embargo ese día estábamos cerca y más separados que nunca.
Después de unos minutos me saludó, hizo algún comentario gracioso acerca de alguno de los miembros del grupo y poco tiempo después apareció mi mamá y me fui. A partir de ese día Alejandro se convirtió en la persona más importante del mundo para mí: me levantaba media hora antes del horario de ir al colegio, solamente para chequear emails y ver si tenía alguno suyo. Cuando volvía del colegio comía en frente de la computadora mientras hablaba con él. A la tarde iba a inglés y hacía los deberes del colegio. Y a la noche: antes y después de comer. Como puse en algún email: “sos lo primero que veo a la mañana y lo último en lo que pienso cada noche”. Me estaba enamorando de un hombre casi diez años mayor que yo. Estaba cometiendo un error: era excitante, estaba rompiendo las reglas.

Miércoles, 28 de julio de 1999 12:12am
De: Cielo
Para: Hogweed

Te juro que tengo muchas ganas de verte, no sé por qué, realmente no sé. Pero ahora que me voy de vacaciones, me pongo a pensar en que no vamos a chatear por algunas semanas y eso ya no me gusta nada. Hablar con vos es una necesidad, porque realmente me hace muy bien. Cada vez que hablo con vos me dejas boba, porque me sorprendes con esa mezcla de ternura, dulzura, perspicacia e inteligencia. Y por otro lado tengo miedo: porque hoy somos amigos, “hermanos”, pero mañana… mañana no sé. Aunque nos llevamos muchos años de diferencia yo sé que tenemos mucho en común, aunque vos sepas mucho y yo demasiado poco de la vida.
Con esto quiero decirte todo lo que te quiero, porque aunque siempre te lo repito, sé que te gusta que te diga lo que pienso. Sé que quizás este es un cariño diferente porque somos “hermanos” pero me quedé pensando cuando me dijiste que necesitabas “amor”. Me quedé algo pensativa y reflexioné: sos el tipo de hombre que cualquier mujer necesita. Sos un tipo comprensivo, que quiere escuchar, que sabe escuchar, que te ayuda a resolver cualquier problema. Sos dulce, tierno, cariñoso… lo cual me deja pensando: ¿Cómo es que este chico no tiene novia? Y bueno, Dios le da pan…
Pero sabemos muy bien que es un amor “entre hermanos”, un inmenso cariño entre hermanos. Solo que me asombra un poco el tema de tu soledad, que quizás te guste pero (por mucho tiempo) a nadie le gusta estar solo. Yo siempre fui una chica muy solitaria, aunque no parezca, muy de hacer la mía sin importarme lo que me dijeran los demás; pero cuando crecí me di cuenta de que necesito de alguien. Alguien que me escuche, que me quiera y que en definitiva me ame y me de lo que quiero: una relación estable, seria, sin mayor compromiso que amor duradero. Y si yo a los quince pienso eso, me imagino lo que pensarás vos que tenés 24.
Quiero decirte que sos un amigo muy especial, que te quiero mucho y quiero darte las gracias por todo lo que me das. Gracias por tu atención, realmente la necesito. Jamás, jamás, jamás te olvides de mi eterno cariño.

Clarita

Clarita. Ese era mi nombre de ficción para el chat. Por alguna razón no me gustaba mi nombre y por otra estúpida razón habíamos decidido ser “hermanitos”. Estupro, esa era la razón: pero la entiendo recién ahora, después de siete años. Alejandro era táctica pura, un estratega de los más astutos. En aquel momento, sin embargo, era él la única razón por la cual sonreía y por qué despertarme feliz.
Pronto Cocol fue sumiéndose en el recuerdo de algo inconcreto, un deseo irrealizado y ya casi archivado. Aunque Alejandro no ocupaba el lugar que yo quería en mi vida, fui aprendiendo a acomodarme a sus peticiones, a sus antojos. ¿Una hermana quería? Bien, exactamente eso iba a tener. Pero mi táctica a fin de enamorarlo estaba por empezar.
No fue muy difícil enamorarme de él, era todo lo que yo quería, lo que necesitaba en ese momento y quizás lo que había necesitado toda la vida, aunque se ocupaba permanentemente de recordarme los ocho años de diferencia que teníamos (“maldigo una vez más los ocho años que nos separan y me conformo una vez más con la condición de “hermano”) y de decirme que él sentía lo mismo que yo. A su modo, Alejandro fue mi mentor: me enseñó a expresarme, a tomar decisiones importantes y a desarrollar pensamientos lógicos. Pero por sobre todas las cosas Alejandro era una inminencia en oratoria y persuasión. Y yo, afrontémoslo, era una presa fácil. Triste, solitaria y necesitada de afecto y contención. El lobo había conocido a su cordero.
No puedo decir qué me gustaba más de él: si su forma de hablar o de escribir o el misterio que lo rodeó toda la vida. O quizás, la manera en que me trataba, nunca me habían tratado así: con tanto miedo a que me rompa, con tanta delicadeza, tanta dedicación. Sus frases aún dan vueltas en mi cabeza, en mi memoria: “tus ganas de verme son correspondidas, hermanita. Yo también tengo ganas de verte pero tenés que aprender a controlar tus emociones/deseos. Es fundamental para tu vida, para vos. Tenelo en cuenta”.
Para cada frase mía él tenía una respuesta perfecta, hecha a medida. “No nos vamos a ver por ahora, pero a no desesperar por eso. No es bueno que creemos una dependencia (el uno del otro) tan fuerte. Es bárbaro poder estar bien, pero no tiene que ser condición única para estar bien, ¿se entiende?”. “Bonita de mi corazón, no tengas miedo. El miedo te hace dudar, perder oportunidades: no te deja vivir ni sentir. No temas, aprovechá cada momento como si fuese el último. Cuando lo logres, no vas a sentir más miedo. No más”. “Hoy somos amigos, hermanos, ¿mañana qué? Seremos amigos, amantes, marido y mujer o nada. Pero amigos podemos ser siempre. Depende, una vez más, de nosotros. Cielito, las cosas Claras”. “No te apures a buscar una relación estable. Las cosas se van dando en la medida que nosotros lo permitimos y en el momento que tenga que darse se va a dar. No busques, no fuerces momentos ni decisiones. Relax”.
Relax. Era su premisa, que hoy sonaba dulce y hasta cariñosa, en un pedido de tranquilidad para llevar a mi calma espiritual. Es grandioso cómo a través de los años las personas utilizan las mismas palabras pero para expresar significados completamente opuestos. Años más tarde “relajate” tendría idéntico significado que “no me jodas”.
Acorde transcurrían los días y los meses, mi relación con Hogweed se fue afianzando. Hablábamos todos los días, sin excepción. La siguiente oportunidad que tuve de verlo fue cuando me fue a buscar al colegio una tarde de ese mismo año. Fuimos a tomar algo. Yo un jugo de naranja, él una tónica. Una hora más tarde yo estaba volviendo a casa… y se avecinaba la tormenta.
Yo en pos de mi personalidad obsesiva compulsiva, había estado imprimiendo todas las conversaciones que mantenía por chat con Alejandro. Me gustaba leerlas, llevarlas conmigo a donde fuera. Así, cualquier momento de ocio era transformado en placer por mí en cuanto leía las conversaciones. Es fantástico, descubrí un método de no dejar que pase el tiempo. De no dejar que los momentos de olviden; de hacerle decir una y otra vez las mismas frases: “no temas, bonita”, “tus ganas de verme son correspondidas”, “yo también te quiero mucho”.
Y sin embargo, el papel no fue tan prudente como pensaba. Mamá encontró algunas conversaciones con Alejandro y me preguntó aquella tarde, histérica: “¿Quién es Hogweed?”. Le contesté que era un amigo del chat, pero que no lo conocía personalmente. De ninguna manera me hubiera permitido seguir respirando si se enteraba de que me había encontrado con un hombre desconocido en un bar. Claro que las conversaciones que Mamá había leído serían alarmantes para cualquier madre. Alejandro me estaba incitando, de a poco, a que me gustase, a que me excitase, a que piense en él. Me estaba enamorando… y si por fin lograba su cometido, sabía que duraría para siempre. Dicen que el primer amor nunca se olvida. Y es mentira, porque de Cocol me olvidé. Pero de Alejandro…

Conversaciones compulsivamente legibles


Clara14: tenés novia? Hablando en serio, de hermana a hermano.
Hogweed: corté hace un par de semanas
Clara14: ¿por?
Hogweed: porque no se decidía qué hacer con su vida. No sabe nada de nada.
Clara14: ¿y cómo estás?
Hogweed: no estoy mal. No estaba súper enamorado, estábamos bien, la pasábamos bien, pero fue.
Clara14: nueve de cada diez hombres dicen “la pasábamos bien pero”.
Hogweed: la pasábamos bien en todo sentido (no solo en el sentido que pensás, niña!). Clarita, de hermano a hermana: sexo podés tener con cualquiera, pero no vas a sentir con cualquiera.
Clara14: bueno, yo de eso no sé nada. Soy re tonta.
Hogweed: eh? No digas eso. Mirá, te cuento algo. Yo mi primera novia la tuve a los quince años (ella tenía catorce). Nos amábamos mucho. Esperamos casi dos años antes de tener relaciones. Cada uno tiene sus tiempos. Lo importante es saber respetar. No sos más viva por tener sexo.
Clara14: bueno, qué sé yo…
Hogweed: cuando llegue tu momento te va a salir solo. Y depende mucho también de la persona que tengas al lado tuyo en ese momento.
Clara14: y a esta última vos la querías tanto como a la primera?
Hogweed: la quería, pero distinto.
Clara14: ¿por qué distinto?
Hogweed: porque a medida que pasan los años/relaciones uno se pone duro para no sufrir. Entonces querés, pero con resguardos.


12 de octubre de 1999

Clara14: ¿cómo estás?
Hogweed: bien, no puedo estar de otra manera cuando estás vos
Clara14: me derrito
Hogweed: dejame derretirte
Clara14: me dejo.
Hogweed: ¿segura?
Clara14: si… no me lo digas así si no querés que me derrita!
Hogweed: la próxima vez te lo digo en vivo y en directo
Clara14: mmm… ¿me lo vas a decir?
Hogweed: te vas a derretir?
Clara14: ¿querés que me derrita?
Hogweed: quiero que seas real y sincera
Clara14: se sincero vos… me lo vas a decir?
Hogweed: soy sincero, hermanita. ¿si te lo digo vamos a dejar de ser hermanos?
Clara14: no sé
Hogweed: entonces no sé si te lo voy a decir
Clara14: bueno, tenés tiempo para pensarlo.
Hogweed: sí, como tres años, no?
Clara14: ni lo digas…
Hogweed: de acá a tres años no creo que te derritas
Clara14: por qué decis eso?
Hogweed: porque es así… cuando te acostumbres a que te lo digan tantos…
Clara14: por qué siempre pensás lo mismo? No tenés que ser tan cerrado
Hogweed: no soy cerrado; soy realista, niña. Tengo algunos añitos más que vos vividos
Clara14: ya lo sé y ese es el problema
Hogweed: no es tan grave tampoco. Por más años que nos llevemos, te quiero igual.
Clara14: yo también te quiero MUCHO pero esos años existen y no puedo hacer nada
Hogweed: los años existen, y no podemos hacer nada, pero en algún momento me vas a dar la razón y vas a ver que no son impedimento para nada
Clara14: por qué decis que no son impedimentos?
Hogweed: te vas a dar cuenta de que hay gente que jamás crece, que la edad del dni es mentira, gente que jamás madura. Y otra lo hace tan rápido… tan!
Clara14: puede ser
Hogweed: es lógico y lo entiendo, hermanita, que con quince no pienses lo mismo. la diferencia te parece abismal. Estoy pensando…
Clara14: ¿qué estás pensando?
Hogweed: evaluando. Evaluando cuántos años de prisión me corresponden
Clara14: ¿si hacés qué?
Hogweed: si empezamos. Pero vale la pena.
Clara14: entonces quiero que estés preso
Hogweed: y que empecemos?
Clara14: ya sabemos cómo son las cosas…
Hogweed: insisto.
Clara14: me gustas. Digo… me gusta eso de vos
Hogweed: sabés qué voy a hacer la próxima vez que te vea?
Clara14: qué?
Hogweed: te voy a sampar un beso de primera… después hablamos
Clara14: me comunica con Alejandro, por favor?
Hogweed: partió en un tren rumbo a tu ciudad. Dijo que iba a ver al amor de su vida.
Clara14: eso dijo?
Hogweed: así es
Clara14: decile que lo quiero.
Hogweed: hermanita, un día jugando con fuego te voy a quemar
Clara14: sí? Espero ese día
Hogweed: bueno, la próxima vez que nos veamos
Clara14: mientras tanto dejame jugar
Hogweed: siempre podemos jugar
Clara14: entonces? Qué sábanas querés?
Hogweed: cuando seas grande vas a ver qué lindas son las de seda
Clara14: ¿Por qué no puedo verlas ahora?
Hogweed: porque voy preso.



06 de noviembre de 1999

Hogweed: estoy con las defensas bajas
Clara14: pobrecito
Hogweed: si… vas a tener que cuidarme, hermanita
Clara14: siempre te voy a cuidar, pero ¿quién te cuida de mí?
Hogweed: mmm… moriré contento
Clara14: bien, bien. No voy a matarte.
Hogweed: haceme lo que quieras
Clara14: entonces preparate!
Hogweed: lo estoy. Yo diría que te prepares VOS.
Clara14: ¿Qué me vas a hacer?
Hogweed: si te digo pierde emoción
Clara14: buenísimo, amo descubrir
Hogweed: mmm… tanto para descubrir…
Clara14: bueno, la próxima.
Hogweed: la próxima te enseño algo. Una muestra.
Clara14: ¿muestra de?
Hogweed: muestra de lo que vendrá
Clara14: ¿Qué vendrá?
Hogweed: ¡Pierde emoción si te cuento!
Clara14: bueno, espero entonces. Pero no te arrepientas ¿eh?
Hogweed: te puedo asegurar que no me arrepiento, por ahora. Detrás de los barrotes, veremos.


08 de noviembre de 1999

Hogweed: un desastre la noche
Clara14: hagamos que deje de ser un desastre
Hogweed: para eso me conecté
Clara14: querés venir a casa?
Hogweed: no tengo problemas, pero no sé qué dirán tus padres
Clara14: no hay problema, están todos durmiendo
Hogweed: lo pensaste ya, no?
Clara14: ¡cuántas veces! Vos no hermanito?
Hogweed: no conozco tu casa
Clara14: te gustaría conocerla?
Hogweed: yo te sigo.
Clara14: mejor que no me sigas
Hogweed: ¿por qué no?
Clara14: porque para el jacuzzi compré velas aromaticas afrodisiacas
Hogweed: mostrame, a ver?
Clara14: no, tenés que venir acá. Sentis el olor que dejan en la piel?
Hogweed: ok, voy. Me tenés “extasiado”. Hermanita ¿cuándo te veo?
Clara14: cuando quieras
Hogweed: ahora?
Clara14: ahora no porque estoy semi-desnuda
Hogweed: ¡hermanita!
Clara14: perdón! Te prometo volver a ser la inocente y pura estudiante de colegio de monjas
Hogweed: no… para mí no, eh?
Clara14: entonces? Venis?
Hogweed: cielito, quiero verte. No sé si soy claro.
Clara14: yo necesito verte.
Hogweed: reservame tu viernes. Y tratá de no contarle a nadie… prefiero que no se sepa
Clara14: que no se sepa qué?
Hogweed: mmm… después del viernes te digo.
Clara14: jaja… te apreté con una pregunta, siempre sos vos el que me aprieta
Hogweed: todavía no tuve el placer, ejem.
Clara14: vamos a ver si personalmente me respondés así
Hogweed: vamos a ver si personalmente tenés tiempo de preguntar.
Clara14: después vemos cómo nos encontramos
Hogweed: vos buscá un twingo rojo y yo busco a la más linda
Clara14: vos buscá a alguien que… no sé qué me voy a poner!
Hogweed: no te pintes, te prefiero natural la primera vez. Sos linda naturalmente. Arreglate, sino en tu casa no te van a creer que salis a bailar con tus amigas (y llevate algo para el post-desarreglo)
Clara14: me llevo todo
Hogweed: te saco todo

Finalmente, días más tarde se concretó el encuentro. Alejandro viajó a mi ciudad y nos encontramos a escondidas. Me parecía surrealista y divertido tener que esconderme como una vendedora de cocaína. No entendía que era tan grave salir con un tipo que me manejaba con astucia.
Les dije a mis padres que saldría con amigas y afortunadamente me creyeron. Ese 19 de noviembre Alejandro me esperó dentro del auto. Subí en el twingo rojo y me saludó, me preguntó a dónde quería ir y contesté “no sé”. Mientras miraba el cielo de aquella noche, sentí que me perforaba con la mirada, giré y lo encontré sus ojos serios y fijos en mí. Se acercó y me dio un beso, el más dulce que recuerdo.
A continuación Alejandro manejó sin rumbo, mientras me preguntaba reiteradamente si me sentía cómoda y si estaba bien. Cuando por fin, después de media hora de manejar, paró el auto estábamos en la puerta de su departamento de Avellaneda.
Confieso que me sentí un poco desubicada, sorprendida y por qué no desorientada. No tenía idea de qué estaba haciendo ahí, pero confiaba en ese hombre más que en mi misma y estaba segura de lo que él estaba haciendo. No podía hacerme daño, era mi hermanito.
Entramos en su departamento: prolijísimo, como si no viviese nadie adentro. Mesa, sillas, computadora, cocina, baño, un dormitorio y un balcón. Me acerqué hasta el balcón y contemplé la ciudad: ruidosa y desprolija. Me di vuelta y ahí estaba él, preguntándome si quería tomar algo. Cuando le dije que no, se acercó despacio hasta mí y me dio un beso que me hizo acelerar el corazón.

“Cielo, ¿querés ser mi novia?- preguntó mientras me abrazaba y acariciaba
“sí”- dije yo con lo poco que me quedaba de aliento
“¿Y mi mujer?”

Estábamos besándonos con lujuria y aparecimos casi mágicamente en su habitación. Me acostó sobre la cama y me quitó el vestido de a poco, con una suavidad desconocida para mí. Alejandro tenía manos de seda y sabía cómo y dónde acariciarme. En pocos minutos quedé desnuda. Me besó en todo el cuerpo, me dio masajes en los pies y en la espalda. Y él inmutable, completamente vestido, cosechaba placeres para el futuro. Más tarde, se acostó al lado mío y me dijo “me gusta verte, me gustas desnuda”. Nos quedamos ahí, en la cama, acostados como dos amantes viejos. Yo estaba feliz, descubriendo nuevas sensaciones, olores, placeres, juegos. Para mi sorpresa, Alejandro se paró, y me alcanzó el vestido: “ya es tarde, tenemos que volver”.
Que me haga cuidado de esa manera, es lo único que le agradezco incansablemente. No sé cómo hubiera sido con otra persona, quizás menos trágico y con seguridad menos placentero, pero con Alejandro tuve la sensación de estar segura, de estar como en ningún otro lado. Querida, amada, respetada.
Cinco meses pasaron de encuentros sensuales y llegó el día. Volvimos a encontrarnos como siempre pero esta vez fue muchísimo más placentero para ambos. Fuimos a su departamento y mientras nos besábamos nos desvestimos uno al otro. Nunca había visto a un hombre desnudo, Alejandro era perfecto: piernas largas y flacas, panza de juventud cervecera y un sexo que me hacía temblar. Me acostó en la cama, con suavidad y me repitió que iba a llegar hasta donde yo quisiera. Yo quería; tenía miedo pero a fin de cuentas, Alejandro era excitante. A continuación, se acostó encima mío. Casi sin darnos cuenta, llevados por el calor y la urgencia premeditada, terminamos haciendo el amor. Me dijo que no me iba a doler, porque iba a hacerlo despacito. Le creía, le creía cualquier cosa. Si me hubiera dicho que después de violarme iba a aparecer Papá Noel con una bolsa llena de Barbies para mí, también le hubiera creído. Lo cierto es que no me dolió demasiado (no tanto como me habían contado que dolía) a pesar de que Alejandro era enorme.
Que Alejandro me haya esperado durante cinco meses me hizo tener la confianza suficiente como para amarlo sin tapujos ni resguardos, para dejar que me ame libremente, mostrándome qué se hace y cómo.

No soy tan diplomático cuando me inflan


18 de Marzo de 2000

Hogweed: ah Cielo, estaba pensando en decirte algo cuando te viera
HIEDRA: decímelo ahora
Hogweed: pero te lo digo ahora. En cuatro meses ya te habrás dado cuenta, pero igual: no esperes de mí una típica relación de novios. O sea: salir todos los viernes, cumplir todos los horarios, cumplir todos los sábados a tal hora, etc, etc. Todo esto por una simple y sencilla razón: ya lo hice y me di cuenta de que no sólo no sirve para nada sino que aburre, cansa, crea rutina. Entonces decidí no volver a hacerlo. Vamos a salir, pero sin ataduras. Entonces yo no te presiono y vos no me presionas, ok? Todos contentos.
HIEDRA: yo te presiono?
Hogweed: por ahora no
HIEDRA: si te sentis presionado decimelo
Hogweed: lo mismo espero de vos. Tus padres no van a entender esta relación nunca.
HIEDRA: ya sé… y no sé cuánto vamos a aguantar así, con el mundo en contra
Hogweed: Cielo! Qué decís?
HIEDRA: nunca pensaste en tirarlo todo a la mierda? Yo varias veces
Hogweed: en serio me decis eso? Yo cada vez estoy más convencido de que estemos juntos
HIEDRA: sí, pero es demasiada presión, me están apretando de todos lados, Ale
Hogweed: me querés?
HIEDRA: te amo
Hogweed: vas a dejar que hagan lo que quieran con vos?
HIEDRA: no sé hasta cuándo voy a poder impedir que lo hagan
Hogweed: Cielo, no me gusta esto. Si no estás segura, decimelo ahora. No quiero meterme hasta las orejas en algo que no va a funcionar así porque sí. Para mí no es sencillo, me la estoy jugando. No te pido nada solo que no te tires en contra mío vos también. Sos la única que tengo de mi lado. Si es TU decisión cortar, está bien; pero si es la de ellos, me mato.
HIEDRA: te quiero
Hogweed: Cielo, te estoy hablando en serio. Si estoy con vos es porque creo en vos, en tu carácter. No quiero una persona débil, influenciable. No, no, no y no. Gorda, si vos aguantas, ellos se van a cansar antes.
HIEDRA: eso me preocupa… no sé quién va a aguantar más
Hogweed: Cielo!!! No aflojes!!!
HIEDRA: veremos.
Hogweed: nunca pensaste en hacer terapia?
HIEDRA: terapia?
Hogweed: no te trato de loca, si?
HIEDRA: no?
Hogweed: por lo que te conozco, te noto un tanto “reprimida”
HIEDRA: cómo?
Hogweed: como que necesitas demostrar cosas que no son reales y que te cuesta expresarte y mostrarte como sos; te mostras como quieren que seas. Los americanos lo llaman “acting”. No te enojes.
HIEDRA: no me enojo. Pero qué cosa te parece que no es real?
Hogweed: si te digo esto es porque quiero que estés mejor con vos. Me parece que (sobretodo tu mamá) te presiona para que seas LA mejor en TODO. Y TODO no es posible. La mejor en danzas, la mejor en tennis, la mejor en piano, la mejor en el cole, la mejor. Es demasiada carga. Está bien intentarlo pero es mejor asumir la realidad. Yo te quiero como sos, seas la mejor o no.

De: Cielo
Para: Alejandro
Enviado: martes, 23 de mayo de 2000

¿Qué está pasando? ¿Qué mierda pasa entre nosotros? No quiero parecer pesada, no quiero que pienses que sos todo en mi vida, no quiero que te des cuenta. Pero ¿Cómo hago cuando estoy sola en mi casa y tengo ganas de abrazarte? ¿Qué hago cuando siento que no te intereso nada? ¿Cómo hago? ¿Cómo hago cuando sé que sos todo lo que tengo?

Si me quisieras una milésima parte de lo que te amo, sería feliz.

Cielo


De: Alejandro Tacoune
Para: Cielo “HIEDRA”
Recibido: 23/05/00

A tus repentinos y constantes cambios de humor intento acostumbrarme. No veo por qué vos no podés hacer el intento para bancar un mal día mío ¿no? Si sumamos mi mal día a cuánto te celo, resultan algunas de las contestaciones de ayer.
Entre nosotros no pasa “mierda”, todo lo contrario. Creo que si aguantamos juntos seis meses es porque pasa algo más que mierda. Y otra cosa, ¡pendeja egocéntrica! Cuando tenés que serlo no lo sos! ¿Sabés qué es lo más importante que tenés? ¡Sos vos! Yo soy un condimento, a lo sumo un motivador; nada más. Te habrás dado cuenta de que no pienso ser todo lo que tenés, pero sí estoy contento porque me contás tus cosas, porque te expreses, porque cambies, porque pienses (y quizás algo de culpa tenga en eso). Además, si yo me muero mañana ¿qué vas a hacer? O sin ser tan trágicos, si me voy dos meses de viaje? Entendés? No soy todo lo que tenés, solo una parte quizás importante, pero reemplazable. No soy único ni irrepetible.

Hay muchos alejandros dando vueltas, pero solo un Cielo
Baby, relajate.

I love you.


De: Cielo
Para: Alejandro
Enviado: 30 de mayo de 2000
No me gusta que tus amigas me desplacen, es más: me pone histérica. Los sábados para salir conmigo estás cansado y además tenés que jugar partido de fútbol el domingo a la mañana. Pero para tu amiga es distinto. Para ella el sábado sí estás. Y por ella no te interesa tu partido del domingo.

No me gusta nada, nada, NADA.
Cielo


De: Alejandro
Para: Cielo
Recibido: 30 de mayo de 2000

A ver si ponemos en claro algunas cuestiones: mis amigas no te desplazan. Los sábados jamás salgo. No es que no salgo con vos porque “estoy cansado” (de hecho estoy más cansado los viernes, por ejemplo). Es cierto que los domingos me levanto temprano, por eso salimos nosotros los viernes (y porque vos cenás con tus padres también). Además sabés que paso los fines de semana con mis viejos en Monte Grande.
Pero hay un detalle: mi amiga viene muy poco a Buenos Aires y de esas muy pocas veces solo alguna se decide a salir (de hecho la vi una sola vez en años) y lo único que falta es que para verla, yo le arme la agenda. “Cecilia, vení el lunes a la tarde que es mi día libre”.

Cielo, por favor, no sé por qué me hacés estos planteos.

Hogweed: no sé qué te pasa, realmente no lo entiendo.
HIEDRA: qué es lo que no entendés?
Hogweed: tenés celos de Cecilia?
HIEDRA: no, de tu perro.
Hogweed: Cecilia está casada, vive a más de 1500kms, la vi una sola vez en i vida. Es increíble la escena que me hacés.
HIEDRA: increíble? Mi novio que no lo veo nunca va a salir con una chica que vio una sola vez en su vida, un sábado, cuando se supone tiene que estar cansado y descansando para el partido del domingo.
Hogweed: mi amiga viene dos veces por año a Buenos Aires y tengo que darte explicaciones por eso???!!!
HIEDRA: no des un cuerno y chau.
Hogweed: las cosas son así, vos lo sabés. A mí no me conformas con un “chau”
HIEDRA: no me interesa conformarte.
Hogweed: si esta es la nueva Cielo, no me gusta definitivamente.
HIEDRA: no mezcles las cosas, no estamos hablando de mí sino de vos.
Hogweed: vos estás hablando de mí y yo de vos. Sabés que no me gustan las presiones. No te presiono y no soporto presiones de ese tipo.
HIEDRA: hacé lo que te plazca, no te presiono.
Hogweed: no me gustan tus contestaciones de pendeja.
HIEDRA: son contestaciones de pendeja porque soy una pendeja. Lo supiste siempre, siempre. No pretendas que tenga contestaciones de adulto porque tengo quince años y razono como alguien de quince años.
Hogweed: tenés quince cuando querés y te conviene.
HIEDRA: siempre tengo quince.
Hogweed: no me vengas ahora con que “tengo quince años”
HIEDRA: los tendré hasta dentro de catorce días.
Hogweed: me voy a dormir. Suficiente.


Siempre odié mis cumpleaños. Supongo que porque es el festejo del día en que nací y últimamente estoy en contra de ese día. Desde chica, los detestaba. Me pasé la vida psico-somatizando cumpleaños y demás situaciones desfavorables para mi sanidad mental. Que quede claro: odio mis cumpleaños, los ajenos me divierten. Cuando era muy chica, Mamá quería festejarme todos los cumpleaños con compañeritos a los cuales no me unía ningún lazo de ningún tipo. En cada uno me pasaba algo antes de que llegasen los invitados: en los últimos vomité y volé de fiebre. Y como el ave fénix, cuando se iba el último invitado se me pasaba todo y me sentía espléndida.
Siempre me la agarré con mi cuerpo para mostrarle a la gente lo que pensaba, lo que sentía o lo que no me animaba a decir (así también como lo que decía sin ser escuchada). Mi cumpleaños número dieciséis fue diferente del resto. No lo festejé, como es un clásico en mi vida, pero Alejandro y mis amigas fueron a visitarme. Pocas veces había estado tan contenta en un cumpleaños: Alejandro me condimentaba la vida con dulce veneno. Aunque estábamos peleados por la venida de Cecilia y otros temas, Alejandro viajó y me vino a ver. Yo estaba feliz y aún así, no estaba conforme. Algo muy fuerte pasaba adentro mío: el estúpido sentimiento de desesperación, de abandono. Alejandro no me estaba abandonando, pero en cada uno de sus emails yo lograba decodificar la misma frase “me estoy peleando con vos despacito, casi sin que te des cuenta y cuando abras los ojos ya no voy a estar”. Miedo al abandono. Soy abandonada por todos: amigas, padres, novio, profesores. Todos me abandonan, ¿por qué Alejandro no lo haría? Estaba esperando amargamente el día en que no volviera jamás. Eventualmente llegó ese día, pero antes, algunas codificaciones más.

20 de junio de 2000

Hogweed: por qué te portás así?
HIEDRA: porque no soporto más todo esto, tu indiferencia; no quiero más esto, no así.
Hogweed: no creo que la culpa sea enteramente mía
HIEDRA: buenísimo, llegamos a la etapa de echarle la culpa al otro. No me tomás en serio.
Hogweed: no te echo culpas. ¿No te tomo en serio? Me parece que te falta aprender algunas cosas, pero es normal.
HIEDRA: me falta aprender mucho, pero no tiene nada que ver, no viene al caso.
Hogweed: sí viene al caso, porque vos no sabés valorar nada de nada
HIEDRA: ahora tus actitudes son valiosas?
Hogweed: chau, no voy a soportar que me digas esas boludeces, Cielo
HIEDRA: no son boludeces, pero si querés olvidate de todo
Hogweed: no me voy a olvidar. Olvida vos si querés, no me digas lo que tengo que hacer.
HIEDRA: nunca te digo lo que tenés que hacer, por eso te fuiste a mar del plata todo un fin de semana mientras sabías que yo necesitaba hablar con vos porque estaba mal. Estoy cansada de arreglar los problemas superficialmente, no quiero más de esto; no estamos bien.
Hogweed: si estás cansada de arreglar “superficialmente” pensá en arreglarte vos antes de intentar hacer algo conmigo.
HIEDRA: no intento nada con vos y conmigo hago lo que quiero. Sé hasta dónde llega mi libertad, no intentes interceptarla.
Hogweed: bueno, pensá qué hacés con tu vida, cómo te fue, cómo te va y cómo te va a seguir yendo si seguis así.
HIEDRA: es cosa mía, no estamos hablando de mí, sino de nosotros.
Hogweed: esta relación tiene que ver con vos, Cielo. No puedo separar a la Cielo-persona de la Cielo-novia. Sos una sola. Si estás mal en tu vida, estás mal conmigo.
HIEDRA: no estoy mal con mi vida.
Hogweed: entonces no te conozco nada y estoy muy equivocado. Lo único que puedo decirte es que haberme ido ese fin de semana no me hizo bien. Y que quiero sentarme a charlar tranquilo con vos. Te interesa seguir conmigo?
HIEDRA: es lo que más quiero pero no es lo que mejor me hace. Entonces si estoy mal con o sin vos prefiero estar mal sin vos; porque estando con vos el problema es doble: porque seguimos peleando eternamente.


De: Cielo
Para: Alejandro
Enviado: 19 de julio de 2000

Hoy hace mucho frío fuera y dentro de mí. Pienso que tal vez siempre fue así pero estaba ciega, entonces ahora sí puedo darme cuenta porque ciertas cosas me fueron abriendo los ojos de a poco.
Quise escaparme un poco de la realidad pensando que todo iba a cambiar con el tiempo, pero ya ves: mañana van a ser ocho meses y todo sigue igual. Mal.
Este email puede parecerte muchas cosas, incluso un email como cualquier otro de los cientos que te mandé durante meses. Pero este es diferente, es el de despedida. No me voy por una semana o por dos, me voy de tu vida para siempre porque sé que estoy de más. No me necesitás tanto como yo a vos y muchas veces me dijiste que en las relaciones hay que dar y recibir por igual; no se está cumpliendo esa regla. Siento que siempre sentí más que vos.
Entonces digamos en nuestra relación no existe un equilibrio. O no nos vemos nunca, o estamos peleados… siempre hay un tema para discutir entre nosotros. No tuvimos ni una sola semana de paz en ocho meses. Creo que es importante un poco de relax, creo que llegó el día, ¿no?
El tema de vernos más seguido también quedó en la nada. Ya ves: durante el año te veo (si se te antoja) dos veces por semana. Ahora estoy en vacaciones, no te voy a ver ni una vez. Hoy no, Alejandro tiene una reunión de amigos. Mañana tampoco, viaja. ¿Qué tiempo me dedicas de tu vida? ¿Cuatro horas por semana? ¿eso es un noviazgo? “Con respecto a vernos más seguido, sabés que se complica un poco: mis horarios, los tuyos, estamos un poco lejos, etc; pero vamos a tratar”. No. No te creo una palabra más. Ahora ni siquiera nos vemos los días que supuestamente nos teníamos a que ver. Olvidate.
A los dos nos gusta que el otro nos diga cuánto nos quiere, pero ninguno de los dos obtuvo nunca lo que quiso. Nunca fue bastante, no nos alcanzó. Tal vez a vos sí te alcanzó, porque no necesitaste nunca verme. Pero no fue suficiente para mí, que te quise con el alma y no podía verte jamás. Tampoco tuviste en cuenta que además de escuchar “te quieros” hay que demostrarlos. Shakespeare dijo alguna vez: “no ama quien no lo demuestra”. Creo que describe perfectamente el “amor” que me tenías.
“Pendeja, no lastimes a quien necesitás, tirá tu orgullo a la mierda alguna vez”. Me parece que te hice demasiado caso. Dejé que hicieras lo que quisiste, que vinieras cuando quisieras, que hicieras y deshicieras sin importarte nada de mí. ¿Pensás que sos el único que extraña?
Además, había muchas diferencias entre nosotros. Pero la más notoria era que yo no me quería nada y vos te amabas demasiado. Tanto que en vos no había lugar para mí. Tal vez encuentres a alguien a quien ames tanto como te amas a vos mismo y ese va a ser el amor verdadero. Es un consejo, si yo no lo aguanté, creo que nadie lo va a aguantar, porque yo con esas cosas soy bastante paciente. Es solo un consejo.
La pregunta es: ¿por qué no me dijiste desde el principio que te habías tomado nuestra relación de otra manera? ¿Por qué no me advertiste? Te hubiera amado menos, te hubiera dado menos. Ahora estoy atada a vos y es un infierno; por eso decido alejarme ahora. Porque si seguimos con esto que no tiene nombre, voy a amarte cada día mucho más y no es eso lo que quiero. Tal venzo tendríamos que haber desafiado a nada ni a nadie, y vos tendrías que estar con alguien de tu edad y yo con alguien de la mía. Mejor encuentro a alguien que pueda ver a los amigos todos los días, así ellos no me quitan el tiempo que me tiene que dedicar. Voy a tenerlo en cuenta a la hora de elegir la próxima vez.
Lo que más duele es que nunca tuve prioridad en tu vida. Tu felicidad era condición única para que yo estuviera bien. Siempre te tuve arriba, como el religioso tiene a Dios. Pero yo nunca te interesé demasiado, sino hubieses tenido más ganas de verme. Tal vez tantas como yo. Nunca tuve prioridad en tu vida, mientras que vos fuiste todo en la mía.
Ni como novio, ni como hermano, ni como amigo; me duele verte, escribirte o escucharte. Este es el último email, espero que sepas que no me adapté a tu estilo de vida, a tu filosofía de vida “Light”, cero obligaciones conmigo. No era eso lo que quería para nosotros.
Yo escribo esto suponiendo que vas a entender porque se te un tipo inteligente. Así que a partir de hoy, voy a empezar de nuevo. No quiero hablar con vos. No quiero verte, no quiero escucharte. No me gustó tu “manera”. Tal vez cuando sea más grande me acuerde de vos y entienda lo que me habías querido decir. Quizás ya lo entendí. Por eso hoy, Alejandro, hoy que quiero decidir, prefiero estar con alguien que me ame a mi manera.

Cielo.
PD. Pero como te amé yo, no te va a amar nadie.

Donde lo oscuro y el placer se mezclan

Se acabó. Se había acabado (y a decir verdad, aquí empieza la verdadera historia). Voy a hacer mis esfuerzos más calificados para intentar describir lo que sentía en ese momento. Una parte de mí, la más caprichosa, pensaba que haberlo dejado estaba bien, porque merecía más atención de parte de un hombre. En cambio, mi parte más racional sabía que lo había dejado por miedo a que él me deje en primer lugar.
Sí, pensaba que necesitaba algo más de un hombre, pero todo lo que podía pensar ahora era: “necesito morirme”. Claro, eran solo fantasías. Era mi “primera desilusión amorosa”, como decía la gente en general. Yo muy profundamente tenía la convicción de que no era simplemente una nena que dejaba a su primer novio e iba a superarlo en cinco o seis días, ni semanas, ni años. Sabía que Alejandro había marcado mi vida para siempre.
Antes de conocerlo, era una mujercita gris, pero autosuficiente, hermosa e inteligente. Ahora, dos años después era una versión pervertida de lo que solía ser. Me había convertido en una persona desdeñosa, alguien que no sabía gratificar a otros, que siempre buscaba el placer propio. Merecía placer, merecía dejar de sufrir… y por sobre todas las cosas: no podía parar de imitarlo.
Alejandro es la persona más egoísta y centrada en sí mismo que conozco, que conocí durante todos estos años. No puede parar de hacer maldades, no puede consigo mismo. Necesita, supongo, escarbar en lo más profundo de las personas en busca de un punto débil. Y va a usar sus tácticas de degeneración en cualquier persona que se le vuelva de pronto una molestia. Te va a pedir que te relajes, que no lo presiones y por último te va a tirar al basural comunitario para que te coman los buitres.
“Me niego. Me rehúso a que me coman los buitres, voy a pelear hasta que se muera”. Mentira, siempre digo algo y hago lo opuesto. Dejé que los buitres me comieran y peor que eso: dejé que Alejandro me siguiera comiendo compulsivamente. Es decir, seguramente tenía algún desorden alimenticio, o necesidad compulsiva de sexo conmigo, no lo sé. Si tengo que rescatar algo de esos ocho meses juntos es la atracción entre nuestros cuerpos. Nos veíamos y teníamos que tocarnos, hacernos el amor indefinidamente, sin tiempo, sin lugar, sin porqués. Una atracción que jamás desarrollé con otra persona y que sé que él tampoco pudo experimentar. “Tenemos una atracción sexual innegable”- dijo alguna vez. Y era cierto. Yo no lo entendía hasta que empecé a estar con otros hombres: ninguno se comparaba con él. En ningún aspecto eran confrontables. Maldito el día en que lo conocí.
Durante los meses siguientes Alejandro se mostró reticente a hablarme. No quería escribirme, ni hablarme, ni verme (justo como el email que le había escrito ese 20 de julio). Eso lo caracterizaba eternamente: su orgullo. Se amaba a sí mismo más que a otros, más que a su perro, a su madre, a mí, a nadie. Se amaba como no había amado a nadie en el mundo y por lo que sé, después de ocho años, sigue piropeándose fervientemente. Y yo simplemente supongo que está bien, es decir, lo de Alejandro recorrió límites insospechados; pero ha de ser divertido amarse a si mismo, como una eterna masturbación. Podría decirse que Alejandro era un pajero.
Esa devoción permanente hacia sí mismo hace que no haya lugar en sus prioridades ni en su mente ni en sus ganas para otra persona (ni nombro al corazón porque todavía no estoy segura de que posea uno; dato a confirmar). Cuando vivís en Avellaneda y te crees inteligente y emprendedor y por sobre todas las cosas sos un garca, no hay portones ni barreras que te detengan. Alejandro está convencido que es el hombre más inteligente y mejor dotado de Sudamérica (ya que no tuvo oportunidad todavía de viajar por los siete mares). Y si es hora de sincerarme, Alejandro no es buenmozo. Quizás hasta podría decirse que es un hombre feo (nariz grande, lunar al costado de los labios carnosos de más, ojos pequeños, achinados, cejas cortas, morocho y en vías de calvicie mortal) y sin embargo su inteligencia te consume, te enamora, te pervierte, te desmorona. Alejandro es un gran orador, me convenció de cualquier cosa, le creí cualquier cosa y quizás hasta todavía le creo. Me pregunto qué pasará en caso de que lea estas páginas, en caso de que le lleguen comentarios, en caso de volver a verlo. No, no. Nada de eso. ¿No?
Sí, pienso que existe la posibilidad de seguir viéndolo, pero es prematuro hablar de eso ahora que faltan tantas anécdotas por contar. Por lo pronto voy a decir algo: mi obsesión alejandrística estaba desarrollada y Cocol al lado de Hogweed era una lágrima de duende enano, casi imperceptible.
Si bien Alejandro pretendía querer alejarse de mí, continuamos hablando todos los días. A veces con despecho, a veces con congoja por extrañarnos y muchas otras veces solo porque necesitábamos tocarnos y sentirnos. Así, terminábamos hablando de por qué nos habíamos peleado, de cuáles eran las fallas en esa pareja corrupta o teniendo charlas sobre sexo a niveles que play boy hubiera calificado como xxxx.

Tanto rogué, tanto lloré, tanto, que finalmente accedió. Nos encontramos en mi ciudad. Volver a verlo después de dos meses me provocó un colapso en el sistema nervioso. Me senté, solemne, en su auto y me preguntó qué quería hacer. Le dije que teníamos que hablar, entonces manejó hasta una confitería. Una vez sentados en la cafetería encendí un cigarrillo. Estaba nerviosa, Alejandro no me tocaba, no existía el contacto físico. Los dos estábamos conmovidos por el encuentro. Entonces le pregunté si quería un poco de mi cigarrillo; sorpresivamente me dijo que sí (¡Alejandro no fuma!) pero un segundo más tarde entendí todo. La forma cómo tomó el cigarrillo, rozando suavemente mis dedos, era casi tan erótica como la manera en que me estaba mirando mientras lo hacía.
Aunque habíamos prometido no hacerlo, terminamos yendo a un cuarto de hotel. No era algo que pudiésemos decidir, vernos y no tener sexo estaba lejos de nuestra imaginación más remota. A partir de aquel día de abril, éramos adictos uno al sexo el del otro, era exageradamente placentero tocarnos y poseernos, por eso no era una opción dejar pasar la oportunidad. No era opción.
Entré primero, me quedé parada mirando alrededor. Una cama con sábanas de seda azules, una caja plástica que con seguridad era el control de las luces y los volúmenes de radios, televisores y demás; mesas de luz atiborradas de preservativos baratos, una alfombra maloliente y la sensación de que esa habitación acumulaba más polvo del que podía apreciar a simple vista. No me gustaban los hoteles, me gustaba él y estaba dispuesta a cualquier cosa, a cualquier lugar, a cualquiera.
Él entró luego (se quedó estacionando el auto y cerrando la cortina, en caso de que le diera vergüenza que alguien identifique la patente de su auto, quién sabe) y me miró casi sin detenerse. Dio una vuelta a la habitación con la mirada y se sentó en la cama con los brazos hacia atrás formando un triángulo con su espalda y la cama. Me miró. Empecé a desvestirme sola. Nunca me había desvestido sola, siempre esperaba a que él lo hiciera. Ahora me desvestía sola mientras hablaba de una amiga y los exámenes del colegio. Como si en vez de estar desvistiéndome para tener sexo con un hombre lo estuviera haciendo en un probador de una casa de ropa con una amiga de toda la vida (en el caso de que tuviera amigas de toda la vida).
Él seguía mirándome. Mientras, yo me despojaba de las botas negras y las medias de lycra. Me senté en la cama, pocos centímetros lejos de él y seguí hablando: “no sé por qué nos fue mal en ese examen –mientras me sacaba el corpiño- habíamos estudiado. Lo cierto es que esa profesora nos odia”. Alejandro entendió que mi charla acerca del colegio era producto de una negación sobrehumana que mi inconsciente estaba conjurando sobre mí. Me miró sonriendo y se tiró encima de mí casi sin que me diese cuenta. No me interesaba darme cuenta, necesitaba que estuviera adentro mío lo más rápido posible, quería olvidarme del colegio y de todo lo que había pasado con él; quería olvidarme de que estaba en un hotel y que en una hora nos tendríamos que ir, y que no iba a verlo en muchísimo tiempo. No quería pensar que lo único que nos unía era el sexo, pero… necesitaba ese sexo, aunque no fuese lo único que necesitaba.
Estábamos ya los dos desnudos y Alejandro estaba encima de mí cuando simultáneamente sentí placer y una opresión en el pecho, una angustia mortal, esclavizante, que aunque traté de disuadir me violó hasta lo más profundo. Se dio cuenta. Paró, me miró. Me preguntó por qué lloraba. Yo tenía los ojos rojos (lo sé porque me arden mucho cuando los tengo así) y las lágrimas parecían salir de la fuente de Salmacis, nunca paraban, no iban a parar, no pretendían hacerlo.
Me sentía horrible: quería sentir su piel, su cuerpo, pero no quería tener sexo. Necesitaba estar al lado suyo, abrazarlo, quizás hasta verlo dormir; pero tener sexo no era compatible con la angustia existencial que vivía dentro de mí en ese momento. Sí, claro que no iba a poder tenerlo desnudo al lado mío si no hacía lo que fuera por seducirlo y hacer que me lleve a un hotel, pero no era lo que yo quería. Simplemente necesitaba verlo tranquilo, con su tergiversada mente dormida.
Le dije que lloraba porque tenía mucho miedo de perderlo, de que esa fuera la última vez que hiciéramos el amor, que lo vería indefenso y entregado. “Gorda, nunca me vas a perder. Nunca”.
Y ese año, no lo volví a ver.

Superhéroe electrificado

Que quede claro: cuando hablo de relaciones obsesivas no lo hago metafóricamente; estoy siendo más literal que nunca. Cuando digo que hubiera muerto por Alejandro, tampoco lo tomen como una metáfora. Sé que es difícil descifrar cuándo escribo en serio y cuándo no, pero hagan el intento.
No iba a aguantar mucho tiempo más. No estar con Alejandro significaba la muerte espontánea de la persona inteligente que yo creía ser por primera vez. Me había hecho sentir adulta, elocuente y propensa a ganar todas las batallas. Era la muerte de mi heroína. Mi heroína carbonizada. Estaba demasiado deprimida como para quedarme estancada.
A fines del año 2000 me fui a Europa y me olvidé de que el dolor se traslada con el viajante. No porque me fuera a otro universo iba a dejar de sentir aquel dolor punzante, no. Era eterno y me acompañaba, aún en Inglaterra, en Francia o en Italia. Viajaban conmigo el dolor y la estúpida idea de que hasta las gárgolas estaban en mi contra ya que todo me hacía acordar a él. Una vez me pareció verlo detrás de una librería donde hurgaba en busca de un libro para ahogar mi pena. Pocas horas después recibí un email suyo diciéndome que estaba en Europa. Si no era él, era su gemelo europeo y si no era su gemelo europeo, por favor, intérnenme.

NEW HOTEL ROBLIN
6, rue Chauveau-Lagarde
75008 PARIS

Alejandro,
París es un bombardeo de twingos y castillos. Ambos me tienen cansada. Uno me trae recuerdos, el otro me hace soñar. En este momento estoy en mi cama del hotel, tapada hasta los codos, escuchando el resumen de Sydney 2000 que puso mi primo que duerme en la cama contigua.
Francia no parece demasiado integrada a la era de Internet; por las calles no he visto ni un solo cyber café ni nada que sele asemeje. Todo muy lindo, pero demasiado antiguo para mi gusto. Me encantó Londres: la gente es alocada y se viste raro (allí me siento cómoda). En París tenés que vestirte con polleras largas hasta las rodillas y muy sobriamente, sino no tenés estilo. Imaginate lo desubicada que me siento acá.
Te extraño demasiado como para subir a la torre Eiffel. Tengo más ganas de subirme al tren metropolitano que va a Avellaneda, por raro que suene. No puedo disfrutar de nada acá… lo único que hago es buscar computadoras disponibles para poder escribirte, o con suerte, encontrarte online. Quiero volver a mi casa, quiero estar con vos. Odio Europa. Te amo.

Cielo

Mi vínculo con Alejandro se volvió perverso y cruel, se asemejó cada vez más a él. “Te amo pero necesito tiempo”. ¿Qué quiere decir eso? Necesitar tiempo es frenético, es desesperanzado, es casi ridículo. Nadie necesita tiempo. En realidad, no necesitaba tiempo, necesitaba que a tiempo me retirara. Cuando volví de Europa me enteré de que estaba saliendo con otra persona. A continuación surgieron las (obvias) dudas: ¿fue antes o durante o después de estar conmigo? Y eran obvias las respuestas. Sin embargo, nunca pude desprenderme de él y por alguna razón él tampoco pudo. Si bien (él decía que) no funcionábamos juntos, nos llevábamos muy bien y nos hacíamos falta (aunque solo fuera sexualmente). Sí, a veces sentía placer cuando me daba cuenta de que era su amante y que estaba engañando a su novia. Sí, tengo que admitirlo. Es decir, no me gustaba mi posición, pero qué bien se sentía ser la elegida. Qué bien saber que no amaba a Marina, qué bien que no tuvieran buen sexo (¿por qué otra razón volvería a mí?).
Me acosaba una especie de erotomanía incontrolable. Tanto quería que Alejandro se acercara a mí que hacía lo imposible por agradarle. Cualquier intento era bueno: de pronto me encontré comprándole libros, discos, jeans, remeras y cualquier cosa que estuviera a mi alcance. Nada era suficiente, pero yo creía que si podía agradarle iba a enamorarse de mí otra vez (en caso de que alguna vez hubiera sentido algo siquiera parecido al amor o la ternura).
La cruel realidad era que ya no tenía quince años y que el depravado ya había conseguido lo que quería (al menos eso me gusta pensar, me hace odiarlo). Inevitablemente tengo que odiarlo. Lo culpo de mi soledad, de mi miedo a las personas, de mi desconfianza en general, de mi despecho. Durante años mi entorno se sigue preguntando qué tanto hizo Alejandro y cuánto me corresponde a mí. Es un porcentaje que nunca pude resolver: no me dan las cuentas. Que tuvo un impacto estruendoso en mí, eso es sabido; también que me hizo llegar a extremos incalculables e imposibles. Pero que se regodeaba en mi desgracia, eso no se sabe; que me obligaba a jugar un juego macabro tampoco.
Sus maldades son tan sutiles que me es casi imposible explicarlas, deletrearlas, exponerlas. Alejandro es eso: indescriptible. Porque si uno lo ve por la calle, no se da cuenta de nada. Un tipo común, que no llama la atención, que no tiene nada atractivo o alarmante. Es, a simple vista, un hombre cualquiera. Pero ¡pobre de aquel que se atreva a cruzar el umbral de su apacibilidad! De nuevo, es solo mi punto de vista. Quizás lo conocen, lo hayan visto y hasta hablado con él. Un ser perverso, un estafador de la mente. El hombre que amo.
¿Cómo se puede amar y odiar a alguien al mismo tiempo? Así es mi amor: atemporal. Por momentos olvido el presente cuando Alejandro es un tipo despreciable y solo puedo recordar cómo era, cómo me trataba, cómo me quería. Mezclo personalidades, momentos, tiempos y así mi amor se vuelve atemporal: sin poder distinguir lo que fue y dejó de ser, de lo que nunca será.
Tengo la admirable (¿despreciable?) capacidad de borrar lo malo y recordar los momentos gratos. Así, aún después de escribir atrocidades acerca de él, puedo llamarlo por teléfono y hablar como si nada, con voz de enamorada y suspiros cariñosos. Sí, es lamentable. Por eso me costó tanto despegarme de él, por eso escribo: no quiero olvidar.
Quizás hasta tenga memoria selectiva: archivo solamente los documentos, pensamientos, fotografías, escritos y demás, que me hagan recordar los buenos tiempos. En alguna de mis peores épocas llegué a inventar conversaciones para no sentirme sola. Mi imaginación siempre fue más fuerte que mi racionalidad cuando se trata del “amor” o lo que sea que esto es. Así, puedo pelearme con Alejandro sin que él se entere, o amarlo cuando en realidad tendría que repudiarlo. No sería raro tampoco pelear con él y no recordar porqué. Ya dije: no puedo acordarme de las cosas malas, esas razones se disuelven en mi cabeza, no las encuentro; se arrinconan empolvadas en algún lugar de mi cerebro.
Erotomanía, la sufro. Soy consciente de eso, pero solamente cuando me aíslo, me alejo y me desdoblo. Solo así puedo entender que quizás no es tan importante, no es tan trágico o que tal cuestión no merece mi muerte. Solo cuando me veo desde afuera… y en general cuando logro un desdoblamiento ya es demasiado tarde para tomar decisiones. Con seguridad ya las tomé y sin duda erróneamente. Cuando no soy consciente de mi condición, el mundo se deshace por un llamado que no llegó o porque se canceló una ida al cine.
Los cambios de planes no son aceptables en mi vida. Si vamos a hacer tal cosa, la hacemos. No hay porqué arrepentirse, no hay porqué cambiar los planes, nada es justificable. De allí que cada vez que Alejandro me deja plantada mi mente trabaja horarios desubicados hasta encontrar respuestas que me hagan infeliz. Casi todas ellas una mujer, una nueva amante, pocas ganas de verme o la decisión definitiva de dejar de quererme. Todas ellas me alarman, me corrompen y siento un dolor tan hondo, tan profundo como una lanza surcada por entre el estómago. Y me invade una desesperanza que más parece una descarga eléctrica poderosísima que me deja nublada, ciega, somnolienta, imbécil, destartalada. Sin poder de decisión, inactiva e imperante: necesito dormir, o morirme, o que me maten. Y si no sufro otra descarga eléctrica me quedo dormida al poco tiempo. Casi siempre es así:

• Situación
• Crisis de llanto
• Hipótesis
• Descarga eléctrica
• Dormir

Así funciono, por peor que suene. ¿Cómo puedo amar y odiar a una misma persona? Fácil: Alejandro me da lo que quiero, o me da en parte lo que quiero, o me hace creer que me da lo que quiero, o me auto convenzo de estar satisfecha con lo que me da o le mendigo y acepta entregar a modo de limosna. Y por otro lado (me considero un vivíparo pensante) a veces, pocas veces, tomo consciencia de la irracionalidad de lo que hago, de la impotencia que encarno, de lo patético de mis actitudes y comienzo a pensar: situaciones, hipótesis, electricidad, etc.… y eso me hace odiarlo.
La electricidad me hace odiarlo y me hace dormir. Generalmente cuando me despierto, no recuerdo por qué lloré tanto (desdoblamiento) y cuando logro saber porqué, aún no lo entiendo. No puedo ponerme en mis propios zapatos. Como si esa noche de sueños rotos me hubiera borrado todo registro de empatía conmigo misma. Al despertar la pena aparece reducida y hasta minimizada. Reducida a un montón de neuronas de más que hicieron mala sinapsis. Nada más que eso. Alejandro no asume culpas, no le inculpo nada, yo vuelvo a ser el feliz arlequín que alegra la vida de los otros y comienza una vez más todo cuando me doy cuenta de que no es suficiente para mí, que necesito más, que no estoy bien. Así es como se ama y se odia a alguien hasta límites insospechados.
Mi psicólogo más tarde me obligó a no desentenderme de mi pena: “y vas a venir, aunque supongas que es algo resuelto. Con vos es siempre lo mismo. A un momento estás muriendo y al día siguiente, como lograste taparlo (ahogarlo, al sentimiento de muerte súbita), hacés como si nada hubiera ocurrido, olvidando el asunto por completo”. Néstor, tenés razón. Siempre ahogo mis sensaciones, mis deseos, mis sentimientos, mis miserias y alegrías. Lo suprimo todo, eternamente, porque a tiempos es menos doloroso dejar de sentir.
Cuando dejo de sentir empiezo a pensar. Me hago preguntas racionales y me contesto sin mayores problemas. Y la vida es así: fácil, cerebral. Tengo, es cierto, varias personalidades y para cada una de ellas un grupo de amigos diferente. Me cuesta mezclar amigas. A tiempos, soy muchas personas que difieren entre sí: tienen distintas personalidades y las motivan incomparables cosas. Por duro que suene, sé que es así. Hay gente que no se bancaría a HIEDRA y otras que se sienten poco confortables con Cielo. Por eso tengo que actuar diferente o amoldarme. Soy lo que el ambiente quiere que sea, lo que las situaciones me indican que es mejor ser. Que es más conveniente ser.
Una vez conocí a un chico canadiense que tenía el mismo problema que yo. Llamémoslo mejor: condición. Esa misma condición. Esa disparidad de personalidades y gustos. Se llama Ammar Mousa. Un palestino nacido en Libia hijo de un jefe militar o algo similar. Ammar dice que no tiene tierra, que no pertenece a ningún lado. “Los judíos me sacaron mi país, no pertenezco a ningún lado”. Hoy está viviendo en Canadá desde hace algunos años. Su padre vive en algún lugar de Europa donde montan camellos, comen gatos y los chicos se divierten apedreando mulas y jugando con armas de fuego. Todo aquello le parece incivilizado y sin embargo siente que pertenece allá, aunque decidió irse. Por otro lado, se queja de Toronto: “en el diario, la semana pasada, la noticia más candente fue que a una viejita se le atoró su gato en un árbol. Llamó a los bomberos que bravamente lo rescataron”. Le molesta ese país tan organizado donde “no pasa nada”. Odia a los judíos con gran admiración (admiración mía, claro, porque no entiendo cómo se puede odiar tanto). Tiene problemas diferentes de los míos y si lo pienso dos veces no tan diferentes: busca territorio. En realidad yo también busco territorio, pero no me interesan los israelitas ni los musulmanes ni Sadam Huseim. Estoy de acuerdo, entiendo su causa. Tengo otro amigo que es judío y contradictoriamente también entiendo su causa. ¿Cómo puedo entenderlos a los dos al mismo tiempo? De la misma manera como amo y odio a alguien. Así, sin explicaciones. Me amoldo. No es que no tenga opiniones formadas. No creo que sea eso.
Ammar me entiende, es alguien que puede entenderme y entrar en mi cabeza. Le suceden las mismas cosas y nos importan cosas similares. Los dos tenemos problemas de concentración: nos aburre todo. Es decir, no solamente lo que son obligaciones, me refiero a todo. Nos llevamos muy bien: cuando empieza la semana nos escribimos a ver quién empezó más hobbies y cuánto tardó en dejarlos. Él se compró una bicicleta y la dejó tirada, sin usar. Siempre hacemos esas cosas. Nos emocionamos tanto con algunas actividades que en nuestra cabeza son fantásticas, tanto, que cuando las llevamos al plano de lo real nos parecen desconcertantemente aburridas. Y siempre es lo mismo. También nos aburren las personas. Yo no puedo estar con alguien más de un día, la gente me aburre. Después de ese tiempo prudencial necesito estar sola, estar en mi cama sola, estar en el baño sola o simplemente mirando televisión. La compañía muchas veces se convierte en estorbo con el correr de las horas. Es decir, no soy antisocial, no quiero sonar a cuarentona soltera, pero es cierto que necesito de mi privacidad y que me molesta que la gente no sepa cuándo retirarse. Ojalá alguien alguna vez inventara un interruptor que les avise a las personas cuándo es el momento exacto en que empiezan a ser un estorbo.
No sé a qué viene esto. Siempre me voy por las ramas. Ah, bien, decía que Ammar me entiende, pero claro: tenía que vivir en Canadá, no podía estar cerca de mí (esa es una constante en mi vida: los afectos lejos). ¿Cómo lo conocí a Ammar? Bueno, esa es una historia que no viene a cuento ahora porque falta mucha información en el medio. Pero en algún momento, si logro recordarlo, voy a hablar de eso.

Ah, mis personalidades. Supongo que nacieron en mi necesidad de agradarle al mundo entero. Toda la vida me sentí marginada o por gorda o por antisocial o porque me gustaban los libros en lugar de los power rangers, no lo sé. Simplemente me sentía aislada. Y en mi necesidad de no aislarme creé personalidades acorde a cada grupo de amigos que me hacía. Creo que todos somos un poco así: no nos comportamos igual con nuestra familia que con nuestros amigos, o nuestros profesores o por teléfono o por email o vaya a saber qué otra situación. No puedo hablarle a mi familia de la misma manera que a mis amigos, ni puedo a un novio explicarle chistes que hago con mi familia y en el trabajo tenemos que dar otra imagen. Todo el mundo se la pasa inventando personajes, el problema es que me los tomo en serio y me sirven.
Y el personaje que más me cuesta es este que me carcome. Este que me obliga a escribir detalladamente en una agenda todo lo que se me viene a la mente. Que me obliga a llevar registro de todo: las veces que lo vi a Alejandro, qué llevaba puesto (yo), qué hicimos, a dónde fuimos y qué me dijo. No creo que sean muy normales algunas de las cosas que solía hacer, tales como configurar una lista de temas para hablar minutos antes de marcar su teléfono e ir leyéndola silenciosamente (¿hay algo peor que quedarse sin hablar al teléfono?). Son algunas de mis manías un tanto obsesivas, pero supongo que aprendí a convivir con ellas o que ellas se amoldaron a mí. También creo que nacieron por necesidades íntimas: de no olvidar, de no hablar de más, de no quedarme callada, de no repetir vestuario, de tomar consciencia pero por sobre todas las cosas: de RECORDAR. Aunque muchas miles de veces hubiese pagado para olvidar.

La reina del universo


Estoy embarazada. Es julio de 2002 y estoy embarazada. ¿Qué hago? ¿A quién le digo? A nadie. No podés confiar en nadie, Cielo. Nadie te quiere lo suficiente como para entenderte. Solamente tenés a tu hija (sí, ya había decidido que sería mujer). ¡Por fin alguien que va a amarte sin condiciones! ¿Qué vas a hacer? Recordemos.

Egresé del colegio. Tuve una estúpida fiesta de egresados donde lo único que hice (literalmente) fue estar parada con el celular en la mano esperando una llamada de Alejandro que no iba a llegar jamás (aunque le dije que era mi fiesta de egresadas del colegio y aunque le recalqué que era importante que estuviese ahí). Decepción, eso sentí. Maldita fiesta: todas mis compañeras bailando y yo parada, sin entender demasiado qué estaba pasando. Ellas tomaban alcohol, yo miraba. Ellas saltaban y gritaban, yo miraba. Y no desde el resentimiento, sino desde el desconocimiento total, porque nunca entendí cómo alguien puede divertirse en un lugar así: lleno de humo y de gente sudorosa que baila sin parar y alcohol y mentiras y gente en busca de gente y el desorden y el tumulto. No, no es para mí. Quizás por eso no fui a Bariloche con todas mis compañeras, quizás por eso no tuve viaje de egresados ni fiesta de quince. No me gusta la gente y menos la gente acumulada en lugares cerrados. No, lo siento.
Por eso me gustaba Alejandro, porque él me entendía. Tampoco a él le gustaban esos lugares. Puedo quedarme despierta hasta las seis de la mañana, pero leyendo en casa o nadando en una pileta climatizada o en el cine o viendo una película en el home theatre; no bailando, con calor, con humo y con alcohol. No. Por eso me gustaba, por eso entre otras cosas. Y por eso también tendría que haber presupuesto que no iba a estar en mi fiesta. A las tres de la mañana me fui, después de un escándalo digno de una novela mexicana: las chicas del grupete me acusaban de haberme ido de la fiesta con el novio de Laura (la chica de la casa enorme). ¿Yo con ese espanto? No. ¿Y yo mirando al novio de una amiga? Menos. ¿Y yo pensando en otro hombre que no fuera Alejandro? Por dios. Nadie me conoce. ¡No! ¡Jamás!. Aclarado el asunto (no me fui con Claudio, le pedí a mi papá que me fuera a buscar a la fiesta) volví a mi casa casi llorando. ¿Cómo puede ser que no pueda disfrutar de una fiesta? ¿Por qué me siento tan fuera de lugar? ¿Por qué prefiero estar en mi casa? ¿Por qué? Porque albergaba muy adentro de mi estúpida cajita de las esperanzas que Alejandro fuera a esa estúpida fiesta donde yo estaba parada como una estúpida y vestida con un estúpido vestido. Por eso. Porque nunca lo que yo quiero se hace realidad, nunca. Porque mi imaginación siempre es má grandiosa y más potente y mucho más placentera que la realidad. Ojalá fuera autista, ojalá viviese adentro de mi mente. Quisiera dormir para siempre.

Había terminado el colegio. Mis padres me demandaban que comenzara una carrera universitaria. Nunca entendí eso: por qué a los diecisiete años tenés que decidir qué querés hacer con tu vida? Muchos de nosotros no lo sabemos. Y yo, a decir verdad, estaba completamente desorientada. A los diecisiete años no estás capacitado para decidir qué querés hacer con tu vida. Por supuesto que existen los casos especiales, como (no podía faltar en el relato) Rocío que supo desde que nació que quería ser administradora de empresas o economista o no sé qué pérdida de tiempo estudió, o mi prima que quiso desde antes de ser concebida, ser médico. Y claro, Rocío ya se recibió con honores y Déborah está haciendo una brillante carrera en medicina y con seguridad salvará muchas vidas mientras yo escribo incoherencias en una computadora personal. Y claro, también están los casos como el mío, que tenemos diecisiete años y no sabemos qué vamos a hacer con nuestras vidas, en el caso de que quisiéramos seguir viviendo.
Yo no sabía qué quería hacer, no sabía qué quería estudiar, porque no sabía si quería otra cosa además de estar con Alejandro. Esa era la única meta en mi vida: no tenía tiempo para pensar en otras cosas. Sinceramente, no tenía tiempo: la mayoría de los días estaba deprimida tirada en una cama, o esperando llamadas inexistentes o diagramando encuentros al mejor estilo storyboard, pensando en qué estaría haciendo con su novia, etc. No tenía tiempo y sin embargo mis padres querían que tuviera tiempo y tuve que encontrarlo.
Así que fui a hacerme un test vocacional a un centro de sarasa, donde por medio de tests psicológicos y vocacionales te ayudan a encontrar a tu verdadero yo y a tu vocación, claro. Es decir: cualquier cosa. Bullshit. Pero claro, Rocío había ido a ese centro (junto con sus dos hermanos) y mamá no podía dejar de pasar por ahí y consecuentemente yo tampoco podía dejar de hacerlo. Así que hice el maldito test y ¡oh, qué sorpresa! La licenciada Gavilán me dijo que “lo tuyo es la comunicación”. ¡Muchas gracias licenciada! Sinceramente me sacó de un aprieto, ahora me siento mucho más feliz. ¡No tenía idea de que lo mío fuera la comunicación! Nunca lo había pensando de esa manera. De hecho, planeaba el resto de mi vida como carpintera de la capilla sixtina haciéndole cruces de madera al Papa. Hay tantos chantas dando vueltas…

Centro de orientación integral dr. Pedro Sarasa
Las profesiones que me aconsejaron eran:

• Ciencias Comunicación Social
o Periodismo
o Publicidad
• Relaciones Internacionales
• Comercialización
• Diseño gráfico
• Artes del teatro (Escenografía)
• Teatro
• Música

Además de todos estos descubrimientos reveladores, la licenciada me dijo que tenía un muy buen centro de percepción, que era muy intuitiva. Me dijo que me siento diferente y tengo que aprender a adaptarme a diferentes estilos (qué bueno es que a uno le digan lo que siente). Que soy hipersensible, que debo adaptarme a la vida y que tengo tendencia a angustiarme o a desilusionarme. Que me muestro solitaria pero siempre soy dominante en las relaciones: que tengo fortaleza, que controlo en el intento de proteger al otro y que debo evitar hacerlo. Ah, también descubrió que tengo tendencia a los celos (todas novedades). Dijo que genero competencia en mis pares, es decir, que mis pares sienten la competencia en mí y que son pocas las mujeres que pueden verme como “amiga” porque soy más un rival. Que mi vida está llena de lazos y rupturas profundas que sostengo con pasión y que las vivo con mucho dolor (“casi como un desgarro” dijo). Ah y que me comprometo demasiado antes de tiempo. También descubrió que tengo “humor bipolar” (altas y bajas en menos de tres segundos). “Sos perfeccionista, minuciosa y portas una actitud crítica donde no te permitis perder. Sos muy autoexigente, muy reservada e introvertida”. Como si no lo supiera de antemano.

Así que después de la revelación Divina de la licenciada Gavilán me anoté en la universidad católica argentina. Iba a estudiar periodismo, iba a ser Cielo, licenciada en comunicación periodística. No sonaba tan mal, pero en serio, no necesitaba que ninguna psicóloga me lo dijera.
Y ahí estaba, en pleno Puerto Madero, con un cuaderno de Barbie y una lapicera rosa con plumitas del mismo color en la punta. No sé por qué tuve esa necesidad de ahuecarme, supongo que por mis ganas de adaptarme al ambiente, tipo. Y tipo, entré en la UCA. Y nada, tipo, era super cool.
No era yo, pero iba a ser yo. Tenía que ser yo, debía amoldarme. ¿Por qué elegí una universidad que distaba sesenta kilómetros de mi casa? Justamente por eso: porque estaba lejos de mi casa y porque estaba cerca de Alejandro. ¿Más explicaciones? No creo que sean necesarias, todos entendemos bien mis porqués. Cuando alguien me preguntaba por qué no había elegido la universidad estatal de mi ciudad yo ponía el cassette que decía: “porque es estatal y está muy politizada; además quiero una universidad donde pueda expresarme libremente” ¡Qué ironía! ¡Fui a dar con la Católica Argentina! Alias Universidad de la Censura Argentina ¡Qué equivocada estaba! Pero quería estar en capital y ahí estaba. Como siempre, fiel a mis caprichos y necesidades. Supongo que la UCA nunca toleró una alumna como yo, supongo que fue eso. Eso o que no quisieron hacerse cargo de nada. Ya les explicaré a su debido tiempo.
Cuando Alejandro se enteró de que iba a capital todos los días, debo decir que nuestra relación cambió un poco. Empezamos a vernos más seguido (“nunca me vas a perder, gorda, nunca”). Aunque él seguía con Marina, nos veíamos regularmente. Una vez cada dos semanas o quizás más frecuentemente, según sus ganas (las de él, claro, porque nunca tuvo en cuenta mis necesidades). Él estaba instalado en su departamento de avellaneda, que quedaba a cinco minutos de mi universidad. Una bendición de Dios, o mejor: un muy buen plan mío. Felicitaciones a mí (no sé por qué la gente la agradece a Dios lo que se consiguió uno mismo con el propio esfuerzo).

Era la segunda semana de clases de la facultad y estaba muy a gusto: me estaban dando bastante para escribir, me estaban corrigiendo bastante también (cosa que no me gustaba) y estaba empezando a aprender que no era perfecta, que también podía ser un desastre escribiendo (siendo eso lo único que yo creía que hacía bien). Me llamó por teléfono, me preguntó a qué hora salía de la facultad. Le respondí que a la una y media. Me dijo que terminaba de trabajar a las cuatro y media de la tarde, que lo esperara en algún lugar para luego reunirnos. No puedo explicar ese momento, no es posible explicarlo. Después de muchísimos meses lo iba a volver a ver. Toda la estabilidad de cartón que había construido se estaba mojando y desmoronando. Era todo una enorme mentira, una farsa. Lo iba a volver a ver y me sentía más nerviosa que nunca.
Cuando terminaron las clases aquel día, llamé a mamá y le dije que me iba a quedar estudiando en lo de Pilar, mi compañera. Me dijo que estaba de acuerdo y que me mantuviera en contacto. Pilar tenía diecinueve años, dos más que yo y sin embargo éramos compañeras porque había repetido un año del colegio y al siguiente no se había decidido respecto de qué estudiar luego del colegio. Éramos bastante parecidas, Pilar era lo que yo quería ser pero no me animaba. Nos llevábamos muy bien, de hecho, el primer día de clases me quedé a dormir en lo de Pilar porque se había hecho muy de noche y no quería tomarme el micro hasta mi casa (viajar una hora de noche en buenos aires no es muy conveniente que digamos).
Esperar hasta las cuatro de la tarde fue un suplicio chino. A esa hora o poco después, recibí su llamada. Me dijo que me pasaba a buscar por nueve de julio e independencia (no tuvo la cortesía de pasarme a buscar por Caballito, pero yo ya estaba acostumbrada a sus desplantes). Así que me subí en el primer taxi que encontré, le agradecí a Pilar y me mordí las uñas hasta que llegué a la avenida. Ahí estaba: adentro de un golf gris. Me había avisado que había vendido el twingo colorado (“donde nos dimos nuestro primer beso” ¿hacía falta que me recordara ese tipo de cosas? Parece que lo hace a propósito). Entré en el auto y lo saludé fríamente con un “hola” y un beso en la mejilla derecha. Él me saludó igual (nunca le costó semejarse a un freezer). Entonces, mientras le contaba acerca de mi flamante vida universitaria, empecé a almacenar datos.
Primero: cómo ir a su casa. Recuerdo cada calle y cada cartel publicitario que pasamos (es la mejor manera de no perderse), dónde dobló, qué calle tomó, qué hay en cada esquina. Llegamos. Estacionó el auto después de abrir el portón con un aparato que tenía en el auto. Caminamos por el estacionamiento con el ruido de mis tacos rompiendo el silencio sobre el cemento. Llegamos al ascensor, entramos. Marcó el trece. En el ascensor se hizo un silencio molesto. Moría de ganas de besarlo, de tocarlo; pero los dos en nuestra obstinación nos mantuvimos distantes y compenetrados en la idea de nunca tocarnos.
Piso trece. Departamento 5: hizo girar las llaves en la cerradura y abrió la puerta, pasé sin invitación. Me senté en el “living” (un ambiente con una mesa, cuatro sillas, un escritorio con una computadora y un equipo de música). Se paró al lado mío y me ofreció un té; le dije que sí, que tomaría uno si él tomaba conmigo. Cuando volvió con los tés yo ya estaba más distendida. “¿A qué hora tenés que ir a la facultad?”- le pregunté, como haciéndole saber que no pensaba demorarme en su departamento. “Tendría que ir a las siete. Son las seis”. “¿Tendría que ir?”- repregunté. “Claro, en caso de que quieras que vaya”- respondió. “Por qué no voy a querer que vayas?” “Porque quizás no te quieras quedar sola en mi departamento esperándome”- replicó, con una sonrisa irónica en la cara. Prepotentemente asumió que iba a quedarme (estaba deseando que él quisiera que me quede, pero no iba a decir nada).
Seguimos charlando acerca de cualquier superfluo tema cuando me di cuenta de que eran las seis y media.
- no vas a llegar a la facultad
- ¿y si no quiero ir?
- Tenés que ir
- ¿Por qué?
- Porque no podes faltar. Además, no te quiero retener.
- ¿Estás segura?
- …
- ¿…?
- Hacé como quieras, yo ya me voy de todos modos.
- ¿Segura?
- Claro, no tengo nada más que hacer acá. Vine para hablar un rato y ya hablamos lo que teníamos que hablar. Ya me puedo ir.

Con actitud dominante se levantó y se paró detrás de mí. Yo estaba casi temblando. Apoyó sus manos en mis hombros y me dijo algo como que tenía una lastimadura en la espalda. Me sacó una cascarita con la uña. Yo me dejé. Estaba temblando, ahora sin dudas. Empezó a hacerme masajes, me acarició la espalda, me dio un beso en el cuello. “No veo que te estés quejando” dijo, soberbio. Los besos y las caricias empezaron a ser más continuadas entonces decidí pararme y simular una despedida: “a tu novia le gustará esto que estás haciendo?”. “Me conformo con que te guste a vos” contestó. ¿Por qué siempre tiene las respuestas correctas?
- muy bien, me voy.
- ¿Segura de que te querés ir?
- No
- ¿Entonces por qué te vas?
- Porque tenés que ir a la facultad…
- Aha… (se iba acercando a mí)
- Y porque no está bien…
- Ahá… (ahora me estaba acariciando la espalda)
- Y porque…
- ¿Si? (ahora tenía su boca justo a medio centímetro de la mía)
- …
- ¿Te querés ir? Nos vamos si querés- dijo y se alejó de mí.

Claro que no me fui. No solamente no me fui sino que después de hacer el amor incansablemente la llamé a Mamá y le dije que me quedaba a dormir en lo de Pilar . No podía ser mejor que eso, yo no podía ser más feliz. Más tarde (no fue a clases) me instó a escribir una nota que tenía que hacer para la facultad mientras él cocinaba algo (“no quiero que empieces a descuidar la facultad por estar conmigo”). Cuando la terminé, comimos en la cama mientras miramos televisión.
Estaba ya entre dormida cuando las manos de Alejandro me despertaron acariciándome en todo el cuerpo, otra vez. Era la gloria para mí: nunca me había sentido tan bien en diecisiete años, nunca me había quedado a dormir con él. Aquello era la vida ideal, como en algún momento la había soñado, con una excepción: Alejandro tenía novia y lo que hoy compartía conmigo era eso: solamente hoy. O por lo menos ese fue el pensamiento que me hizo ruido en la cabeza todo el día siguiente.
Cuando nos levantamos por la mañana, se escuchaba a Cerati cantando Bocanada “tu voz en el mensaje me pide que te hable” (nota mental: comprar CD de Cerati). Otro de mis malos hábitos: comprarme cualquier CD que viera que Alejandro tenía (quiero escuchar lo que escuchas, tener la ropa que usas, comer lo que comes, amarte y conocerte en todo sentido). Me despertó envuelto en una toalla, mientras me acariciaba el pelo. “Vamos, levantate, es hora. ¿Qué querés desayunar? ¿Té o café? ¿Galletas dulces o tostadas?”. Era el Cielo, estaba en el Cielo. Era todo lo que había soñado. Era más que cualquier cosa que me hubiera podido imaginar. Era Alejandro haciéndome un desayuno, era yo despertándome en su cama, durmiendo abrazada a él, entre sus sábanas, en aquella misma cama donde había entregado mi virginidad, donde había dejado de ser una nena. Allí ahora yacía una mujer que se sentía amada. Allí estaba yo, reina del universo.
Después de desayunar (un té y dos galletitas de chocolate) subimos en el auto y manejó hasta puerto madero cantando entusiasmado Sting (nota mental: comprar CD de Sting & The Police). Él también estaba feliz, no era solamente yo (solo silba cuando está feliz).
Esa mañana fue el comienzo de una nueva etapa con Alejandro, una creencia errada que nunca se iba a disolver en mi cabeza: la posibilidad de reconciliación estaba cerca. Muy cerca. Y yo, la reina del universo, bajé del auto con un beso desinteresado y le dije: “te amo. Gracias”. Supongo que entendió que le daba las gracias por haberme alcanzado a la facultad. En todo caso le estaba dando las gracias porque aquella noche me había hecho muy feliz. Por haberme hecho tan feliz, por haberme hecho el amor y el desayuno. Gracias. Te amo.

Welcome bèlle Úrsula!

17 de marzo de 2002
Me voy a ver con Hogweed, tengo diarrea; mis nervios son escabrosos. ¿Vendrá? ¡Tengo miedo! ¡Ay, por Dios! Encima tengo cara de cansada por haberme despertado temprano para venir a esta maldita facultad. Ya cinco personas me preguntaron si me pasaba algo. ¡Tengo sueño! Eso es todo. Y además que quizás sea la última vez que vea al amor de mi vida.

Así soy: extremista hasta límites insospechados. Siempre pienso que la gente me quiere abandonar o engañar o simplemente desconfía de mí. Ese “gorda, nunca me vas a perder” era el sustento con menos sentido que alguna vez me hubiese sostenido. Sabía que era una frase mentirosa para cambiar de etapa, es decir, para dejar de llorar y empezar a coger; pero, de todas maneras, era lo único que me quedaba. Esa frase era mi único sustento. Y aunque ya tenía casi un año de antigüedad, cabía perfectamente en el presente: yo no quería que me deje e iba a recordárselo si era necesario. Además, amo congelar frases. Suponía en ese entonces, o quería suponer, que frases como aquella no tenían fecha de caducidad. Y sin embargo…
Alejandro llegó. Me pasó a buscar y como cada vez que nos veíamos, me arrastró con su auto hasta el departamento de Avellaneda. No, no piensen que era aburrido o monótono, nada más lejos de eso. Estar juntos era más que un encuentro sexual para mí: era revivir mis quince años, la época cuando me creía hermosa e inteligente. Y de alguna manera estar con él era reivindicar todo lo que no había podido ser, pero que siempre fue adentro de mi cabeza. Eso era: una ulcísimo, azucarada venganza que no le hacía mal a nadie, excepto a mí.
Los días siguientes la facultad se convirtió en “el edificio donde Alejandro estacionó justo después de dormir conmigo”. Y las lapiceras pasaron a ser “el elemento con el que escribí la nota en la casa de Alejandro” y Cerati pasó a ser mi cantante favorito y en media hora ya sabía todas las letras de Sting.
Las cosas pierden identidad cuando él las toca, cuando él las visita, cuando él existe cerca. Mi subjetividad y mi imaginación habían hecho un pacto diabólico para volverme completamente loca. Necesitaba verlo nuevamente, pero como una droga: por el momento estaba satisfecha, no quería pedir más, no quería tener una sobredosis (ni pecar de gula, en todo caso). Eso es Alejandro: una droga. Necesito, me da. Necesito, me da. Necesito, no esta. ¿Qué hago? Necesito. ¿Y qué más? Necesito. Necesito. Abstinencia: crisis de llanto, electricidad, me muero (acto fallido: escribí “muero” en lugar de “duermo”). Aclaro, no pienso eliminar mis fallidos, que son más interesantes que mi historia y que cualquier cosa que mi consciencia pueda recordar. Entonces, mi inconsciente me dice que me muero, probablemente sea cierto. Y cuando estoy casi dentro del sarcófago (porque mínimo quiero morir y que me entierren al mejor estilo faraón egipcio) Alejandro vuelve y me da. Y me calmo y vuelvo a respirar y vuelvo a vivir.
Me da lo que necesito: un llamado, un mensaje de texto, unas palabras sin sentido o una patada en los testículos, en caso de que tuviera un par. ¿Lo que necesito? Me da lo que quiere darme sabiendo que voy a aceptar cualquier limosna que venga del Rey que le hice creer que es. Y entonces desaparece y necesito y no está y no vuelve y necesito y la abstinencia de nuevo y la electricidad y me duermo.
Los encuentros comenzaron a hacerse más continuados, ahora me quedaba a dormir en su departamento una vez por semana. Estaba de novia con un alto consumidor de drogas, me estaba drogando demasiado, pronto sobrevendría la sobredosis de Alejandro. Pero no, las cosas se siguieron dando con naturalidad. Me iba de la facultad, esperaba hasta las cuatro de la tarde, tomaba un taxi hasta nueve de julio e independencia y lo esperaba.
Más tarde pasábamos juntos la tarde, charlando, teniendo sexo, visitando paseos de compra, quién sabe qué otras cosas; cenábamos, abríamos un vino o un champagne y nos sumergíamos en los placeres terrenales. No me daba cuenta de que toda esa paz superficial era trágica adentro mío. Esa maldita manía mía de creer que todo está bien. Que porque me quedaba a dormir en su casa, él me quería. Que porque me hacía el desayuno, me quería. Que porque compartíamos la misma cama o teníamos excelente sexo, me quería. Sí, suena razonable: pero no me quería, o al menos como yo quería que me quisiera. ¿Soy clara? Sé que soy exigente pero no podía soportar ser menos que la mujer de su vida, en vistas de que él era el hombre de la mía. ¿Era?
Me mareaba a menudo, estaba de mal humor, sentía que algo estaba cambiando en mi cuerpo; no me venía. Estaba embarazada. No había tenido sexo con otra persona, el padre de mi hija era Alejandro. Al principio fueron tres días de alerta, luego una semana de oscuridad y sospechas. Después, la convicción de que estaba embarazada: horror, dolor punzante en el pecho. ¿Qué les digo a mis padres? ¿Cómo se lo digo a Alejandro? ¿Tengo que dejar la facultad? ¡Me quiero morir! Depresión. Se acrecentó mi depresión permanente: quería que sucediera algo, que ME sucediera algo, no al bebé pero sí a mí. Tenía diecisiete años, estaba empezando una carrera de periodismo y me estaba arruinando la vida con un hijo de un hombre que no me amó jamás y su hobby en la vida era infligirme dolor a diestra y siniestra. ¿Qué iba a hacer?
Como primera medida tenía que avisarle a Alejandro, pero hasta que me decidí a hacerlo, pasaron tres semanas. Mi bebé ya tenía casi un mes de vida o quizás ya incluso tenía un mes. Mi angustia había mutado en una felicidad incontenible: en la televisión me bombardeaban con publicidades de pañales y leche para bebés, y por la calle había aumentado visiblemente el número de embarazadas que se cruzaban conmigo. Estaba embarazada, era una de ellas.
Úrsula, así se llamaría. Es un nombre de princesa y Ursula era una princesa, sería tratada como una princesa y no merecía otra cosa. Ahora era el momento de hacerle entender al rey que iba a tener una heredera para su trono.

25 de abril de 2002
Mañana se define mi vida. O da un vuelvo para convertirme en una mujer feliz y con responsabilidades o el lunes próximo me despido de Alejandro para siempre. No puedo seguir comportándome así, como si tuviera la imperiosa necesidad de ser la amante de Alejandro. Cuando termine su relación con Marina lo sacaré del freezer y volveremos a vernos. O quizás hasta me olvide completamente de él. Muchas posibilidades, pero hay algo seguro: mañana se define mi vida. Hoy me llamó tres veces a mi celular, no lo atendí. Cuando yo desaparezco él me busca, es un histérico prepotente manipulador. Y yo simplemente necesitaba un tiempo a solas con mi hija.
***

Aquel 29 de abril de 2002 se terminó todo. Ocurrió tan de repente que ya no sé si fingí la alegría que ahora me oprime adentro. Yo solo sé que todo se acabó, que no hay nada más detrás del telón, la función llegó a su fin.
Ursula se fue.
Después de un mes de albergarla dentro de mí, Ursula se fue. Me dejó, me dejó mi hija. Me dejan todos. Me dejan. Cuando me levanté después de haber hecho pis y vi colorado en lugar del esperado amarillo supe lo cierto: Ursula no estaba. Ursula, te fuiste, me dejaste. Y no te culpo, hija. ¿Cómo podías venir a este mundo, cómo podías quedarte sabiendo lo que te esperaba como madre y aun peor como padre? No podías, te entiendo hija.

29 de abril de 2002
Hoy estuve con Alejandro. A eso de las tres de la tarde me pasó a buscar por la universidad y me subí a su auto. No supe si besarlo ni cómo hacerlo, así que opté por saludarlo con un frío “hola”, evitando el contacto físico. “¿Podemos quedarnos por acá?”- pregunté, porque no quería ir a su departamento. Me contestó que sí, como si no le importase ni quisiera saber por qué. Mi cara hablaba de la tristeza que me sofocaba. Había perdido a mi hija, a lo único que iba a amar más que a Alejandro.
- ¡Qué cara!
- Sí, estoy…
- ¿mal?
- mal… no, triste. Estoy triste.
- ¿Qué pasó?
- Perdí a Ursula.
- ¡¿Y a estás triste por eso?!

Entendí que para él era un alivio. Él no entendió que para mí era la muerte. Entonces intenté explicarle cosas de las que hablaba mi cara. Mis facciones mostraban una tristeza honda y fácil de interpretar. Él nunca entendió que yo estuviera triste por lo de Ursula, lo cual me confirmó que es un monstruo. No voy a llorar, no lo hice antes ni lo voy a hacer ahora. No es el momento ni el lugar.
Estacionamos el auto y nos sentamos en una mesa en la vereda de un barcito. El sol daba solo sobre él, como en mis sueños, como siempre. Le hablé de Ursula con un dejo de tristeza. Insistía con una pregunta estúpida: “¿Qué hubieras hecho si…?”. No importa qué hubiera hecho. Ursula después de un mes había desaparecido de mi vida. “En caso de que la hubieses tenido, Cielo, las cosas son claras: yo podría haberte pasado plata, en caso de que la necesitaras; pero entendé que yo estoy en pareja y no voy a dejar a la mujer con quien estoy porque vos quedes embarazada. Cada uno hace su vida ¿entendés?”. Eso terminó de matarme, ahora sí: por favor, introduzcan mis dedos en el enchufe y rocíenme cianuro en polvo.
Sabía que lo que seguía iba a ser duro pero él me facilitó mucho las cosas. Me dijo que si me hacía mal verlo, a lo mejor no vernos más era la solución. Yo accedí, aliviada porque no me tocó a mí proponerlo.
-Es que sigo muy enganchada con vos
-Bueno, no quería tocar ese tema

Su café cortado ya no existía y mis cigarrillos tampoco. Mi coca cola Light quedó a medio tomar al rayo del sol, que ahora me iluminaba solo a mí. Le dije entonces que me hiciese caso y él prometió no volver a escribirme, ni llamarme, ni nada que se le pareciese. Aceptó, no le costó nada hacerlo. “Esto me duele en el alma- dije- yo sigo enamorada de vos”. Nos quedamos en silencio y él llamó al mozo con señas. Pagó y me dijo: “¿vamos?” dando por terminada la charla.
Caminamos y sentí su mirada en mi cuerpo: “cambiá esa cara por favor” me dijo. “¿Querés que ponga cara de feliz cumpleaños?”- le dije sarcástica.
Le pregunté si podía dejarme en la UCA. Respondió que sí, dio marcha al auto e hicimos todo el camino en silencio. Yo me apoyé en mi mano derecha junto al vidrio y el me pellizcó el cachete izquierdo y dijo: “cambia la cara, dale”. Yo no me inmuté: ni un gesto, ni una sonrisa, ni una respuesta. Solo una mirada perdida hacia la nada, hacia cualquier cosa excepto lo que contenía ese auto.
Cuando llegamos a la esquina de la universidad le dije: “dejame acá, me voy a quedar haciendo un par de cosas”. Eran mentiras, pero quería quedarme en el puerto y pensar, o solo quería sentirme “en casa”. “chau”- le dije, sin demasiadas vueltas. Le di un beso que en todo caso fue un roce de mejillas y abrí la puerta. Volvió a pedirme que cambiase la cara y a continuación dijo algo que no entendí, algo como: “voy a saber cómo estás” o “voy a preguntar cómo estás” o algo así. Ya no tenía importancia. El ruido de la puerta al cerrarse sonó a respuesta.
Es un monstruo: jamás me entendió ni entendió lo de Ursula.

8 de junio de 2002
¡Estoy tan desesperanzada, tan deprimida, tan sin identidad! Me propongo estudiar pero mi cabeza no procesa lo que estoy leyendo. No estoy cansada ya que dormí toda la tarde, pero algo me mantiene triste y enferma. No sé qué puede ser: con Alejandro jamás volví a hablar y ni siquiera pienso en él. Respecto de Ursula sigo pensando en ella, pero no estoy mal: supongo que ya lo superé (dos meses sin vos, hija).
Tal vez estoy triste porque no tengo vida, porque llega el fin de semana y mi mejor plan es estudiar o dormir (justo como en mi infancia). Tengo ganas de llorar y estoy supra-sensible, tan triste y deprimida como si hubiera vuelto a tener noticias de Alejandro. Ya no pienso en él y ver su departamento todos los días desde la autopista no tiene efecto en mí. La mayoría de las veces solo paso y les hago “fuck you” a los edificios erigidos imponentes ante mí. Los miro por inercia, alguna que otra vez de mí emerge un insulto como una burbuja desde el océano, pero parece perderse entre los motores de la autopista.
Soy una persona que desechó su pasado, evita tener un presente y prohíbe cualquier futuro (sin vida no se puede estar). Tengo que encontrar una causa, una estrategia, un fin. Tengo que encontrar mi “para qué”. Siempre viví por otros: Cocol, Alejandro, Ursula, pero no merezco vivir por mí, es un desperdicio. Me odio. No me tolero. Chau.

***

¿Pensaron que Alejandro iba a portarse bien? ¿Que iba a seguir mis comandos? No, ese buitre no iba a dejarme en paz. No iba a hacerlo, no puede hacerlo, no sabe cómo se hace. No puede: su naturaleza, su cuerpo, su sangre, toda su hombría grita “¡soy mal tipo!”. Eso le enseñaron, es lo que sabe hacer, es lo que, queramos o no, me gustó de él. Su obstinación, su terquedad; todo lo que para la gente son tremendos defectos son para mí las más maravillosas virtudes; porque nunca pude ser como él, aunque estaba empezando a parecerme. Aprendería a sobrevivir en la jungla, donde Alejandro era león y yo un bambi desprotegido.
No me iba a dejar tranquila: el catorce de junio me envió un email por mi cumpleaños. ¿Era tan necesario? No. Simplemente quería asegurarse de que no lo olvidase, jamás. Y sin embargo sobreviví sin responderle ese email.

16 de julio de 2002
¡¡Aprobé mi primera materia!! ¡¡Ya tengo la primera materia metida y con un ocho!!

6 de octubre de 2002
Alejandro morite de sida o de gota.

14 de noviembre de 2002 (siete meses sin Hogweed)
No quiero que se malinterprete, no estoy pensando en él. Pero… ¿me llamará para navidad? Hace tres años que lo hace, sería raro si no lo hiciera. Bueno, para mi cumpleaños me escribió… supongo que también para navidad. Supongo, no espero. Solo supongo.

Adios Ursula, te amo. Quizás en algún otro momento vuelvas a aparecer.

Adicta

Turn and run
Nothing can stop them
Around every river and canal
their power is growing.
(The return of the Giant Hogweed,
Genesis).

Volvió. Él volvió… o volví yo. No iba a terminar, sabía que no iba a terminar. Soy enfermizamente débil. Después de diez meses otra vez Alejandro. Como en la canción de Génesis el gigante volvió y enredó al mundo con sus hojas violentas, con sus palabras dolorosas, con sus actitudes hirientes.
Su comportamiento no cambió, simplemente se le ocurrió volver, quién sabe por qué razón. Yo, siempre dispuesta a recibirlo, no me quejé. Ahora nuestro sexo era salvaje, casi siempre con alcohol de por medio y dulce violencia. Quería eso: ser maltratada específicamente. Alejandro, el Gran Orador, siempre fue amante de la persuasión, de la ironía, de los dobles sentidos (y fue en todo caso mi mejor mentor). Me había maltratado durante años y hacía de ese maltrato algo casi imperceptible. Ahora necesitaba que esa violencia invisible mutara en cachetazos, en nalgadas, en palabras vulgares y violentas. Necesitaba escuchar: “puta, te voy a coger toda”. Necesitaba que me pegue, necesitaba. Y Alejandro me daba. Dar y recibir. Mi droga, otra vez. Otra vez adicta.
Si embargo las cosas estaban cambiando. Alejandro ya no estaba con Marina. ¿En qué cambiaba eso las cosas? En nada. Obviamente siempre albergué en mi cabeza la esperanza de que se pelease con Marina y volviese conmigo, pero la estúpida nunca se dio cuenta de que su novio la engañaba a horarios desubicados entonces simplemente tardó demasiado en separase de él. Y digo demasiado porque después de Ursula, todo el amor que le tenía Alejandro se convirtió en un rifle de rencor comprimido y yo en una guerrillera capaz de cualquier cosa, incluso de matar. Matarme, claro, jamás le hubiera hecho daño a él.
Ursula había dejado en mí el vestigio de un futuro prometedor pero al fin ilusorio: donde los alejandros eran padres y los cielos hermosas madres, y las ursulas se paseaban con trenzas doradas por el jardín lleno de rosas de nuestra casa.
Rosas. Es típico que los novios regalen rosas a las novias. Para mí no es típico sino irónico, es decir: nunca me regalen rosas. Cuando tenía nueve meses y estaba aprendiendo a caminar, mamá me llevaba de la mano alrededor del que era mi jardín en ese entonces (y que lo fue hasta los catorce años). Empecé a dar unos primeros pasos y Mami me soltó, me dio libertad. No hice más de cuatro pasos antes de caer sobre una planta de rosas. Y cuando digo rosas digo espinas, y cuando digo espinas digo que una planta se me metió en la boca (nueve meses de vida, por dios) y me rompió los labios. Además, las espinas del rosedal se encargaron de dibujarme un siete en la garganta. Me estaba desangrando. Mamá me tomó entre sus brazos (yo en su lugar me hubiera quedado mirando como me desangraba, en todo caso me hubiera ahorrado todas las tragedias que me ocurrieron 20 años después) y corrió a la calle con el bebé en brazos empapado en sangre. Nadie paraba (¿Cómo podés no parar cuando ves a una mujer bordó con un bebé bordó en brazos y a su alrededor una laguna bordó? Podes, pasó). Nos recogieron, a Mamá y a mí y nos llevaron a un hospital. Cirugía, por supuesto: reconstrucción de garganta, de paladar, de no sé qué otra cosa. Todavía me miro al espejo y veo las cicatrices casi imperceptibles para quienes no conocen mi historia, pero visibles para mí, que es más que suficiente.

Rosas no, supongo que quedó claro. Pero por Ursula me hubiera tragado miles de rosedales (por Alejandro solo un par, de hecho: le haría tragar algunos a él). No iba a volver a ser lo mismo porque estaba decepcionada, el hombre no me quería, no me respetaba y aún así lo necesitaba para existir, la abstinencia me dejaba sin aliento, me ahogaba en una pileta de rosas. Sus palabras, sus mentiras, eran como espinas clavadas deliberadamente en mi cuerpo: las necesitaba allí, si alguien las sacaba me iba a desangrar con seguridad. Si sacaban la espina me moría, las necesitaba, necesitaba esas mentiras, necesito verlo.
En septiembre de 2003 me dijo que se estaba mudando. Había alquilado una casa en Monte Grande, lo cual era bueno y malo: era bueno porque no lo iba a ver tanto y era malo por la misma razón. ¡Trágico! ¡Se estaba alejando! Pero la verdadera noticia caliente del día no fue esa sino: “No me mudo solo. Es una casa enorme. Me mudo con Romina”. Ahora sí, elimínenme, desháganse de lo que queda de mí, transfórmenlo en pochochos y dénselos a Alejandro para cuando vaya al cine a ver una de terror. “Está todo bien, con Romina no pasa nada, es una amiga de toda la vida”.
Ya lo creo. Alejandro estuvo enamorado solo una vez (y supongo que porque era adolescente y dejó sus instintos correr, porque toda su post adolescencia la pasó en la universidad del freezer, perfeccionándose en el arte del congelamiento humano) y esta mujer que había logrado tal hazaña era la hermana de Romina, la que se estaba mudando con él. Pero, lean bien, no termina acá. Son hermanas gemelas. Es decir: no hay diferencias físicas entre Romina y su hermana ex novia de Alejandro. Y supongo que tampoco hay diferencias en la forma de hablar, ni en los gestos, ni en cómo piensan porque básicamente todos los miembros de una familia se copian unos a otros en estilo, timbre y tono y bla bla bla… ¡era desesperante!
Es decir, si yo me mudase con un Alejandro gemelo, con un clon o un hermano desaparecido, me moriría. Cada vez que lo viese me recordaría a Alejandro, sobretodo cuando no hay diferencias físicas entre los hermanos. Era imposible soportar la noticia, imposible. Pero era un nuevo desafío y en mi vida siempre fueron más que bienvenidos.
Así que Alejandro estaba reviviendo su enamoramiento con Romina y para colmo de todos los males estaba Ulises (¿tenía que parecerse tanto a la imagen mental que yo tengo de Ursula?) el hijo de tres o cuatro años de Romina (que había tenido ese hijo muy joven y no se llevaba bien con el padre de su hijo: que a la vez es el mejor amigo de Alejandro). Hay cosas que no voy a entender jamás. Es como si yo me hubiese mudado con el hermano gemelo de Alejandro, que a su vez tuvo un hijo con mi mejor amiga Pilar. ¿Cómo se sentiría Pilar si yo viviese con su ex marido, gemelo de Alejandro, y estuviera criando a su hijo? No, no, no. No tiene lógica, no tiene coherencia: siempre esperé cosas sorprendentes referidas a él pero esto era más de lo que podía asimilar.
Eso me gusta de él: nunca deja de sorprenderme. Siempre hay nuevas historias. No me sorprendería que algún día me dijera tranquilamente que está pensando en ser presidente de la nación o que va a postularse como candidato a ganar un reality show o el mundial de fútbol. Me divierte, me alucina, me hace pensar en la versatilidad de las personas. Me deja pensando, odiando, amando.
Así que Romina, Alejandro y Ulises iban a ser una hermosa familia feliz. Ahora sí iba a terminarse todo. Es decir ¡incompatibilidad de caracteres! Seguir viéndonos era ridículo: yo no podía ir a esa casa y verlo jugar al jardín de infantes, o al padre preocupado o al amante misterioso con una esposa que no es suya y un hijo que no le pertenece. No podía.
Sí podía y de hecho, no tardé en hacerlo. Pensé que Alejandro jamás me llevaría a esa casa, que no solamente quedaba lejos sino que ni siquiera era solo suya. Otra vez estaba equivocada, como siempre en lo que respecta a él. Pasan los años y sigo pensando que lo conozco y estoy quizás más desorientada que antes. ¿Dónde quedó ese chico de veintitrés años que me trataba como a una muñeca y me contaba cuentos? Yo quiero que me cuentes cuentos. Quiero un cuento de conejos y arco iris.

24 de junio de 2003
Alejandro me dijo algo que me dejó pensando. “Vos no vivis la vida, sufris la vida. Tenés que disfrutar un poco más y no sufrir tanto”. Quizás tenga razón. No puedo tomarme la vida menos en serio, como me dijo un médico. “Cielo, tenés que tomarte la vida menos en serio”- contestó cuando le pregunté por qué tenía semejante dolor de cabeza y estómago. Somatizo, es lo que hago para defenderme. Me enojo con mi cuerpo y él es mi estatuilla de arena moldeable para hacer lo que sienta en el momento que quiera. Pobre de mi cuerpo. Pobre de mí.

2 de julio de 2003
Alejandro no aparece. Le dejé un mensaje en el contestador pero no me devolvió la llamada. No sé qué quiere decir esto, así que lo voy a llamar cuando se me antoje.

13 de agosto de 2003
Estoy completamente enamorada de Alejandro. Tal vez hoy más que antes porque la obsesión se fue y ahora puedo conocerlo realmente. Ayer no solo se trató de sexo: tuvimos una conversación acerca de su futura mudanza y de sus ganas de dejar de pasar las tardes solo. También hablamos de otras cosas que no vienen al caso, sin siquiera insinuar comportamientos sexuales. ¡Tengo tantas expectativas con este hombre!
Imaginen mi paranoia cuando me desperté y no estaba al lado mío. Grité “¡Ale!” lo más fuerte que pude “¡¿Dónde estás?!”. Salió del baño y me miró extrañado: “estaba bañándome”- dijo tranquilamente. ¡Lo amo muchísimo! ¡Mucho! Si va a mar del plata va a ser el mejor viaje de mi vida.

La cápsula malvada

La parte de mi vida que voy a contar a continuación tiene tanto que ver con conejos y arco iris como tiene que ver con la política económica australiana. Ajústense los cinturones y por favor permanezcan sentados. Este es un vuelo propenso a estrellarse, como cada vez que lo cuento. Y sin embargo, sigo volando.
Quisiera o no, que Alejandro se estuviera con la hermana gemela de su primer amor me estaba corroyendo el espíritu y lo poco de autoestima y esperanzas que albergaba (quizá inútilmente). Nunca me gustó dar lástima y por ello en la universidad ninguna de mis amigas siquiera sabía lo mal que la estaba pasando. Había vuelto el arlequín, el muñequito de torta, el disfraz de la mujer maravilla, todos juntos, combinados intentando formar una nueva personalidad para confrontar este momento: abandono. Y peor aún: reemplazo.
Porque sí, sabemos que tengo un tema con el abandono (y que probablemente se deba a algún desvarío de mi infancia) pero si hay algo que me cuesta más que el abandono es el reemplazo. Palabra fuerte, si las hay. Ser abandonado es desprenderse de un lazo, desajustarse el cinturón: sentirse inseguro. Cuando alguien me abandona me siento huérfana, perdida, sin tierra. Soy Ammar Mousa, luchando contra los israelitas. Soy yo, entre la neblina buscando el camino de vuelta a ninguna parte. Ese es el abandono: una casa vacía y yo gritando el nombre de quien me abandonó; abandono es un eco que dice Alejandro, Alejandro, Alejandro, incansablemente en mis dos oídos para siempre.
En cambio, el reemplazo es aún peor. Es un bosque sin neblina, donde claramente veo que no solo me han dejado a un lado, sino que lo hicieron por un propósito o mejor: por una persona. Que me abandonen y se retiren con las manos vacías, bien, podría entenderlo después de un intento de suicidio y cinco años de terapia, pero que me abandonen para irse con otra persona eso jamás. No voy a poder entenderlo, no pude entenderlo y no lo entiendo, ni quiero, ni pienso, ni nada. No. Es una negación absoluta, el reemplazo es sinónimo de sofocación, de que me falta el aire, de que me puedo morir inmersa en convulsiones sin remedio alguno. No me reemplaces Alejandro, jamás.
Y como si se lo hubiera pedido, lo hizo. No se estaba yendo a vivir a Monte Grande porque quería estar cerca de su familia. Se había ido a vivir con una mujer: ¿cómo puedo luchar yo contra una mujer que le recuerda a alguien a quien ama y que tiene un hijo que despierta los instintos paternales en un hombre que rechazó a mi propia hija? No puedo competir con un bebé. Siento darme por vencida antes de la pelea, pero prefiero que mi cadáver luzca bien; no necesito morirme destrozada y enterrada en una fosa comunitaria porque mis viejos no pudieron reconocer mi cuerpo. No. Y aún así, con la pena y el abandono mordiéndome los tobillos y las muñecas, con el reemplazo tirándome de los pelos, decidí callarme y dejar pensar a mis amigas que todo estaba bien, que no necesitaba de Alejandro para estar viva, que podía superarlo.
Las veces que lo contaba lo hacía en forma de chiste, supongo que es mi mecanismo de defensa: “¿Sabés qué? Te vas a morir… a mí sola me pueden pasar estas cosas, escuchá: Alejandro se mudó con la hermana gemela de su primer amor, que a la vez es la ex esposa de su mejor amigo y que tienen un hijo juntos ¡y como que Alejandro ahora es el padre!”. Las respuestas a mi relato eran risas mezcladas con algunos: “¡no… no puede ser!”. Así, terminaba riéndome yo también, sin sospechar que el que ríe al último ríe peor.
Era agosto de 2003 y Alejandro me estaba abandonando. En la universidad nos daban una semana de vacaciones antes de ponernos a rendir los exámenes finales (exámenes que para estar en segundo año de una carrera universitaria me importaban demasiado poco y no obstante tenía que estudiar aunque no quisiera). Con mis compañeras de la UCA decidí irme de viaje a Mar del Plata, una ciudad balnearia a 400 kilómetros de la capital de Buenos Aires; ciudad donde tengo un departamento bastante grande como para hospedarnos por cuatro días. Pilar, Buya, Dolores y yo emprendimos viaje hacia la ciudad del mar plateado un jueves al término de la cursada en la universidad. No iba a permitir que un abandono de ese calibre me arruinase las “mini- vacaciones” con mis amigas de la facultad, así que le dije a Alejandro que iba a estar en Mardel y emprendí retirada.
“Quizás vaya, necesito despejarme y mar del plata me gusta para hacerlo”. Y entendamos: cuando él dice “quizás vaya” yo escucho: “esperame porque voy”. Sí, sé que mi tergiversada cabeza escucha y entiende lo que necesita, todo según le convenga, pero no puedo evitarlo. Desde que empecé a hacer la valija hasta que llegué a mar del plata me estuve imaginando mi felicidad y lo bien que la pasaríamos si Alejandro llegaba a ir. Iba a ser el viaje perfecto: con amigas y con él. Pero no tuve en cuenta que mi imaginación es fatal: y que si la realidad no se asemeja al dibujo que formé en mi cabeza aquello puede dar como resultado una situación letal, tal y como sucedió.
Cuando llegamos al departamento, acomodamos la ropa, fuimos al supermercado, compramos alcohol para la noche (¿ya dije que no tomo alcohol? No me gusta, sólo en ocasiones especiales, a.k.a alejandro) y comida para sobrevivir (en caso de que la necesitáramos) y nos divertimos muchísimo. Hicimos cosas estúpidas pero esa era mi relación con Pilar, con Dolores y con María: diversión. No había lugar para mis enfermizas depresiones, ni para mis llantos descuajeringados. No, con ellas todo era divertido. Pero en el momento cuando me quedaba sola, la realidad me abofeteaba como suele hacerlo y el eco en mi cabeza cantaba un tétrico “Alejandro no vino, Alejandro no vino, Alejandro no llama”.
Fuimos a un carrusel y simulando ser infantes montamos caballitos de plástico riéndonos a carcajada viva y quiero jurar que eran carcajadas sinceras, que en ningún momento fingí mi alegría. Pero fue quizás peor: cuanto más alto está mi ánimo, más dura es la caída hacia el precipicio alejandrístico cuando tomo consciencia de la realidad. Porque la realidad no tiene caballitos de plástico, ni amigas que ríen las veinticuatro horas: la realidad es un cielo solitario y lloroso abandonado y reemplazado. Uno de los caballos alados del carrusel me había llevado hasta lo más alto de una nube en mi alegría espontánea y un llamado telefónico se encargó de hacer el caballito trizas con un disparo de realidad que pegó duro, que fue más fuerte que la imaginación y más frío que una cuchilla atravesándome el estómago.
Un llamado puede deshacer mi felicidad, una sola palabra puede arruinarme la vida. No son metáforas. Me hubiera gustado que alguien le advirtiese estas cosas: “tené cuidado con lo que le decís a Cielo, por favor, cuidala”. Nadie me cuidó, nadie se hizo cargo de mí, nadie vio a qué punto habían llegado mi obsesión y mi locura. Nadie se iba a hacer cargo de la muerte de lo más sagrado en mí: la ilusión, la esperanza, mi imaginación. Nadie sabía cuáles eran mis límites porque yo me había encargado de hacer de mi vida una mentira. Mis padres no sabían que hacía tres años que seguía viendo a Alejandro, mis amigas no sabían que soñaba con mi muerte si en algún momento él me abandonaba.
Nadie sabía nada y yo, inconsciente, dejé mi secreto pudrirse en lo más lejano de la playa marplatense. De un llamado puede depender el destino de una vida o el advenimiento de una muerte inexorable.

Vómito cósmico

No iba a ponerme mal. Estaba en Mar del Plata con mis amigas de la facultad, no podía arruinar ese momento. Decidí que iba a hacer como si no hubiera pasado nada: iba a divertirme, iba a subirme a las calesitas con malvados caballos de plástico riéndose de mí mientras vibraban de arriba abajo sin parar.
Sí iba a ponerme mal. Porque en cuanto mis amigas aquella noche en Mar del Plata se arreglaban para salir, se me llenó la cabeza de preguntas, el inconsciente de nostalgia y el presente de necesidades. Necesidad de llamarlo, se sentir, de saber si iba a estar conmigo en aquella cuidad. Urgencia de tocarlo, de saber que no estaba lejos, de revivir encuentros, de sobrevivir a la nostalgia.
Entonces lo llamé, pidiendo silencio en el departamento, mientras dolores cocinaba, pilar ponía la mesa y maría las ayudaba. Yo llamaba a su celular. No pudo haber sido peor: incluso podría haber sido más reconfortante y menos incómodo que no me atendiese del todo. Lo llamé y atendió.
Me dijo hola y le pregunté dónde estaba. Tardó algunos segundos en contestarme, como si lo hubiese estado pensado. De fondo escuché la voz de un bebé que decía: “mami comprame…”. “Estoy… estoy… estoy en el supermercado” dijo por fin cuando el bebé lo dejó hablar. Le pregunté con quién estaba y me dijo, en tono de broma “con mi esposa y mi hijo”. No me gustan esas bromas, no fue gracioso. Estaba en el supermercado con Romina y Ulises ¿puede haber algo más trágico que aquella imagen de la familia feliz? No podía soportarlo. La angustia me hizo un nudo en la cabeza que comenzó a dolerme a medidas desubicadas. “Pero… ¿no ibas a venir a mardel?” pregunté ingenua. “Uff… bueno, no creo que vaya. No. Es que por fin nos estamos mudando y tenemos mil cosas para hacer todavía. La casa es un desastre. Es enorme y hay que limpiarla y encima hay que cuidar a Ulises así que no; supongo que me voy a quedar acá todo el fin de semana”.
El eco maldito en mi cabeza muy hueca repicaba una y mil veces: “NOS ESTAMOS mudando, TENEMOS mil cosas para hacer”, “nos estamos mudando”, “tenemos”, “nos estamos mudando”, “tenemos”.
¡Y Ulises metido en el medio! Era más diabólico de lo que pensaba que hubiese sido posible. Ese bebé estúpido quitándole el lugar a Ursula. ¿Por qué ese bebé le despertaba a Alejandro todo aquello que le había negado a mi hijita? ¿Por qué la vida fue tan injusta conmigo? Muy bien, eso era más de lo que yo podía soportar. Alejandro que una vez más me abandonaba. Alejandro que una vez más me reemplazaba y reemplazaba a Ursula por Ulises. Por cierto, era exageradamente más de lo que hubiera podido soportar cualquier persona en mi situación. Decidí que iba a hacer algo al respecto: y después me di cuenta de que estaba vencida. Ya vencida. Aún vencida. Siempre vencida. Tomé consciencia y pensé: no voy a hacer absolutamente nada, porque no hay nada que pueda yo hacer. ¿Qué puede dolerle a Alejandro? ¿Qué puede hacerlo reaccionar? Nada lo toca, nada lo conmueve, es intocable, es una pieza del museo de acerco inoxidable de Madame Tussauds. No había cómo derretirlo, cómo oxidarlo, cómo siquiera hacerle una ralladura. No. Alejandro magno, el inconmovible, había ganado la batalla una vez más y yo no era capaz siquiera de defenderme. Las mías fueron siempre batallas perdidas.
Después de colgar el teléfono mi mundo se diluyó en remembranzas de la nada. No existía nada, no había nada, mi mundo era una completa negación de la existencia de cualquier cosa ajena a Alejandro, que a su vez, paseaba fantasmal en mis memorias recientes.
Afuera de mi cabeza, el mundo continuaba moviéndose, aunque me resultara poco interesante. Las chicas me dijeron que la cena estaba lista, así que decidí omitir cualquier comentario respecto del supermercado, de mi hija reemplazada y hasta de mi propio reemplazo, y me senté a comer, como si nada. Ñoquis, no me voy a olvidar que comimos ñoquis.
Poco después de la cena, decidieron (ellas) que íbamos a salir a bailar. Yo nunca quise salir con ellas, pero en este caso no tenía absolutamente nada que perder. Me cambié, me pinté, me arreglé un poco el pelo y decidí que esa noche iba a tomar alcohol. Mientras ellas consumían cerveza en cantidades inidentificables, yo empecé casi sin querer a convertirme en una alcohólica anónima llenando vasos y vasos de licor de melón. Todavía recuerdo el gusto de ese licor y me siguen dando nauseas, es cierto.
Tomé tanto alcohol que en media hora estaba en otro planeta. Lo llamé a Alejandro y tenía el celular apagado, le dejé mensajes diciéndole que por su culpa estaba borracha y que necesitaba que viniera a rescatarme. Nunca había estado ebria en mi vida (sola, digo, sin compañía de Alejandro): sentía un malestar creciente desde mi garganta hasta el estómago o donde fuera que se alojan esas porquerías. Estaba realmente en problemas, tenía ganas de acostarme y dormir para siempre. No solamente había sido abandonada y reemplazada sino también estaba borracha y perdida; supongo que no hay imagen más patética que aquella.
En el departamento de mar del plata teníamos una nueva huésped: otra Dolores (llamémosla Loli) que también era compañera nuestra de la universidad en aquel momento. Loli se dio cuenta de mi estado de inmunidad cerebral y me dijo: “Cielo, ¿te sentís bien?”. Le contesté que cualquier persona con medio dedo de frente hubiera sabido la respuesta sin preguntar siquiera. “Bueno, escuchame, es mejor que vomites entonces”. No sé vomitar, eso le dije. Y a decir verdad era una imagen un tanto más desagradable que esta borrachera amorosa que tenía encima. “Yo te ayudo, vamos al baño y te meto los dedos”. Ahora que lo pienso… ¡Qué valiente fue Loli! Meterle los dedos a alguien en la garganta… argh… ¡qué desastre! Hubiera preferido metérmelos yo, claro, pero no sabía si me animaba ni tampoco cómo hacerlo.
Loli lo hizo e instantáneamente, después de vomitar, me sentí muchísimo mejor. Al vomitar experimenté una descarga que no había sentido antes: flotaban entonces ñoquis con licor de melón y algunas muchas penas concebidas por Alejandro aquellos últimos días antes de este.
Sorprendentemente una acción desagradable me llevó a sentirme bien. Era como mi vida: estar con Alejandro, odiarlo, sus actitudes soeces y todo lo demás me llevaban a extremos inesperados de felicidad. Vomitar me hacía bien.
Estaba un tanto confundida: era agosto de 2003 y yo era un puñado de esperanzas sin sentido; era abandonada, una estudiante que se esforzaba y aún no sabía si realmente quería ser periodista, una mujer que se odiaba a sí misma por amar a otro y que en este momento disfrutaba de vomitar. Era absurdo. Aquella noche, después de vomitar, me acosté en la cama y me quedé ahí, aliviada y con mucho asco, sin fuerzas siquiera para agredirlo o agredirme, para insultarlo o insultarme… simplemente quería dormir. Lo hice en pocos minutos y mientras me cubría un velo de sueños y recuerdos de un inodoro, escuchaba vagamente que mis amigas se iban a bailar. Está bien, que se vayan. Yo ya saqué de mí todo lo que podía hacerme mal, ahora me siento segura.
No tuve tiempo de sentirme sola o con miedo por haberme quedado en aquel departamento mientras todas las demás se divertían y hacían probablemente comentarios graciosos acerca de mi borrachera. Me dormí enseguida, sin pensarlo, escuchando comentarios lejanos, como provenientes de la imaginación (incluso probablemente imaginados) y hasta la mañana siguiente allí me quedé. Tirada, exhausta, impávida.
Al despertarme, el día siguiente, recordé lo que había sucedido: miles de ecos gritaban sin piedad en mi cabeza: “nos estamos mudando”, “¿te meto los dedos?”, “ahora me siento mejor”. Cuando se levantaron mis amigas, decidimos ir a almorzar al patio de comidas del paseo de compras más cercano. Fuimos a Mc Donalds y pedí un sándwich de pollo con lechuga y mayonesa. Lo comí entero pero mucho antes de terminarlo ya me estaba sintiendo mal: me dolía muchísimo el estómago y sentía que ese sándwich estaba de más, que no era necesario alojarlo en mi estómago. Me sentía mal: la última vez que me había sentido mal, lo solucioné vomitando; muy bien, iba a solucionarlo en aquel momento. Me levanté y me dirigí al baño. Una vez ahí, dudé, así que me acerqué al inodoro e hice pis (como si hubiera ido para eso). Tomé valor y me metí los dedos hasta la garganta, rozando el paladar con mis uñas. Muy bien, eso dolió: tenía que evitar, a partir de ese momento, que mis uñas lastimasen mi paladar. Volví a hacer el intento y en menos de tres minutos la hamburguesa de pollo y muchas de las papas que había comido flotaban en el inodoro. Sí, es desagradable, pero es la verdad. No me sentía mejor: me salían lágrimas de los ojos (por miedo o por hacer fuerza) y se me había congestionado la nariz en cuestión de segundos. Pero mi estómago estaba vacío y ya no sentía ganas imprudentes de vomitarle a alguna de mis amigas en la cara. Muy bien, aquel iba a ser mi secreto: nadie tenía que enterarse. No porque pensase que estaba mal lo que estaba haciendo, sino porque no quería que se crearan rumores y sobretodo porque no quería que nadie develara mi fórmula para estar mejor. La había inventado yo, eso creía.
Lo cierto es que a partir de aquel día vomité cada una de las comidas que invitaba a mi estómago (muchas de ellas siquiera llegaron a pedir hospedaje en él). Era una máquina de hacerme sentir bien, es decir: no paraba de vomitar. Y en aquel momento esa era mi manera de elegir; porque nunca había podido elegir: tenía que comer, tenía que estudiar, tenía que tener amigas y tenía que pintarme y ser bonita. Perfecto, pero ahora además decidía vomitar y sacarme las porquerías que tenía adentro. En consecuencia, una vez más, la comida pasó a ser una porquería y de nuevo empecé a adelgazar a pasos agigantados.
En un principio simplemente vomitaba las comidas, entiéndase: almuerzo, merienda y cena (nunca desayuné, jamás). Más tarde vomitaba té, café, cualquier pedazo de galleta por minúsculo que fuere; cualquier cosa que entraba por mi boca tenía que salir por mi boca, no había otra salida permitida.
Mis amigas no se daban cuenta, lo cual era fabuloso y me daba libertad absoluta para comer y vomitar las veces que quisiera. Así, empecé a comer cantidades estrafalarias que nunca en mi vida había pensado en digerir: era divertido saber que en caso de sentirme mal (o en cualquier caso) podía retirar la maldita comida de mi sistema. Era inmune a todo, nada me afectaba. Mientras las demás comían y alojaban grasa en sus cuerpos, yo comía incluso más y quedaba más flaca, sin panza, sin hincharme, sin nada. Nada excepto jugos gástricos que amenazaban con acabar con mi estómago y un aliento que hablaba del tráfico de comida que ocurría cada vez que metía algo en mi boca. Sin contar estos detalles, era el plan perfecto.
Ya era el tercer día en mar del plata y no estaba de buen humor: me irritaba cualquier cosa que hicieran mis amigas y cualquier plan me parecía aburrido. Empecé a negarme la comida porque me daba mucha pereza ir a vomitar, así que en principio decidí no comer hasta que tuviera muchísimo hambre e incluso más ganas de vomitar que de comer. Los míos eran vómitos cósmicos, siderales… dejaban estelas de comida pegados en las paredes de los inodoros que visitaba. Después de vomitar, tenía que toser hasta que se me fuera la sensación de “comida atrapada” en algún escondite de mi garganta; también debía lavarme los dientes o comer un chicle de menta, lavarme las manos, secarme las lágrimas provocadas por el esfuerzo y esperar a que los ojos rojos volvieran a ser blancos antes de volver a la vida normal.
Y nadie se daba cuenta de nada. Era increíble: o yo era muy buena actriz y simulaba perfectamente un estado de felicidad natural, o les importaba demasiado poco como para pensar por qué iba tantas veces al baño, me demoraba tanto tiempo y siempre salía tosiendo o carraspeando.
El problema era volver a casa, siempre el problema fue ese. En mar del plata me sentía libre de hacer cualquier cosa que me gustara o se me antojara y además mis amigas no iban a decirme qué hacer o no (de hecho fue una de ellas quien me enseñó lo que ahora se había vuelto un hábito), ¿pero qué iba a hacer en casa? Todavía no sabía vomitar silenciosamente, sí intentaba reprimir tos y ruidos extraños (ejemplo: arcadas) pero no lo hacía satisfactoriamente todavía. En casa iban a darse cuenta de mi condición de expulsa-malestares en cuestión de horas; así que tenía que aprender a hacer silencio o dejar de comer del todo.
El día que volví a casa, hablé con Alejandro: le dije que habían sido unas pequeñas pero maravillosas vacaciones y que me había divertido muchísimo a pesar de su ausencia. Me contó que se había mudado y que estaba muy cómodo con su flamante concubina e hijo. Lo dejé regodearse en miseria de vida y volví a la mía que no se diferenciaba demasiado de la suya. En aquel momento supe que volverlo a ver iba a ser muy difícil y que era mejor que Alejandro no se enterase todavía de lo que yo hacía como método para lidiar con toda la mierda que tenía adentro, con la que consumía, con la que me tocaba vivir. No iba a decírselo, no por ahora.

29 de agosto de 2003
Todavía tengo su perfume en mis manos, debajo de mi ropa. Fue la despedida del departamento, pero yo me fui casi sin despedirme, pensando absurdamente que esa no podía ser la última vez que fuera al 147 de la calle Estévez.
Tomé consciencia cuando vi las paredes peladas, sin cuadros. Las repisas con libros ya no estaban, tampoco los cuadros egipcios. Faltaba el equipo de música y en su lugar estaba el radio-despertador sintonizando la 100.7. Tampoco estaba el monitor de la computadora desde donde escribí mi primera nota periodística. Faltaba también el corcho lleno de fotos donde solía fijarme, esperanzada, si me incluía en alguna (nunca lo hizo). Ni platos, ni vasos, ni cubiertos en la cocina. Solamente botellas de alcohol incluyendo la que tomamos horas después.
Todo el departamento gritaba: “¡aprovechame, es el último día!”. Pero algo en mí decía que no, que no era la última vez, que no podía ser la última vez. A la hora de irnos, al día siguiente, me di cuenta de que realmente las cajas en el piso estaban llenas de sus cosas para llevarse del departamento. Cuando nos íbamos, cargó la computadora en sus brazos y llamó el ascensor.
Quedaba el departamento vacío detrás de la puerta que se cerraba. Ponía llave en la cerradura de la puerta blanca que rezaba “05” en números dorados. Sentí el perfume por última vez. Cerró la puerta y olí a comida; segundos más tarde el ascensor olía a tostadas. Cuando la puerta estuvo cerrada me di cuenta de que había desperdiciado el tiempo: tendría que haberle echado un último vistazo al dormitorio donde hicimos el amor por primera vez. Tendría que haber mirado por última vez el bañito donde nos bañamos juntos. Debería haber recorrido por vez última la cocina donde preparó manjares para que cenáramos. Pero la puerta estaba cerrada y el “05” dorado me miraba fijo. Se abrió la puerta del ascensor y había una mujer adentro que saludó: “buenos días”. Y no me atreví a mirar mi imagen en el espejo; la despedida era demasiado desgarradora.
Nos subimos al auto. El reproductor de cd tocaba Zero7. “Es un lugar común”- pensé. Él cantaba, tarareaba, inventaba letras que yo sabía obsesivamente a la perfección. Se desplazó por la cochera y salí por última vez del edificio que me obsesionó desde 1999. Saludó al guardia de seguridad. Era de día, un hermoso día en Avellaneda. Cuando salimos había un duna colorado con balizas a mi derecha: recordé noches anteriores con autos estacionados en aquel mismo lugar. Todo me trae recuerdos en Avellaneda: todas las cosas me remiten a olores, situaciones, frases. No voy a volver a ese edificio (es extraño decirlo y que por primera vez sepa que es cierto y aún peor: que no puedo hacer nada al respecto).
Y, de nuevo, cuando nos alejábamos no miré por última vez el edificio: de todos modos lo veo cada día cuando voy a la universidad. ¿Por dentro? Por dentro jamás lo volveré a ver.
***
Aquella noche, aquella última noche en el departamento, tomamos muchísimo alcohol. Vale aclarar: muchísimo alcohol para mí son dos copas de champagne; es decir, dos copas son suficientes como para verme, hacerme y decirme como más le plazca a quien esté conmigo. Aquella noche de alcohol, hice una revelación a Alejandro. Casi sin querer y sin querer divertidamente le confesé que era bulímica. Me preguntó cuánto hacía de aquello y le contesté quince días, aunque hacía menos. Supuse que si le decía quince días lo iba a tomar más en serio. Me preguntó por qué lo estaba haciendo, si me veía gorda, etc; y yo me quedé pensando: a decir verdad, no me sentía gorda y tampoco sabía muy bien por qué lo hacía (y no podía sacar conclusiones en ese estado de ebriedad). Así que para salir de aquella situación fingí estar más borracha de lo que en realidad estaba y de a poco me quedé dormida.
Me acosté, con la luz apagada. Lo único que podía percibir era un pequeñísimo punto colorado del televisor, era una luz colorada. La luz se movía incoherentemente: arriba, abajo, izquierda, abajo, arriba, derecha, abajo, izquierda. Era yo: era mi cabeza que daba vueltas. Decidí cerrar los ojos: aquella lucecita me estaba sacando de quicio. Cerré los ojos y fue peor aún; ahora todo daba vueltas, no solamente la luz colorada. Así que me quedé con los ojos abiertos mirando hacia el techo y pensando en nada. A decir verdad, sí pensaba en algo: Alejandro ya roncaba al lado mío. ¿Cómo puede dormirse alguien tan rápido minutos después de semejante confesión? Alejandro podía, su mente lo llevaba a límites de despersonalización asombrosos. Nada le afectaba demasiado, nunca se sobresaltaba y todo tenía solución: incluso mi bulimia. También supongo que pensó que se me iba a pasar pronto… y eso me incentivó más y más para llevar a cabo mi propósito: que se preocupara por mí.
Después de aquella noche de confesiones ya nunca más volví al departamento que frecuentaba desde los quince años, ya nunca más subí por ese ascensor, nunca jamás volví a dormir allí y nunca más volví a ser la misma. Ahora además de odiarme y odiarlo vomitaba cósmicamente, sin saber quizás que el peor vómito estaba por venir: el que deja de existir y se convierte en nada.

Insuficientemente flaca para llamar tu atención

5 de septiembre de 2003
No pienso llamarlo más. Ahora va a entender lo que es el abandono y aunque no tenga reemplazo, supongo que no va a tardar en aparecer algún idiota que me saque de la cabeza al amor de mi vida, al hombre que voy a desear toda mi vida. Hace mucho que no lo veo, supongo que por su mudanza a Monte Grande con Romina y Ulises. Nunca me llamó desde que se mudó, así que presupongo que la está pasando genial, lo cual no me gusta ni un poco.
Yo estoy horrible. Estoy muy triste y mi vida no tiene sentido: voy a la facultad y me encierro en la cápsula malvada (mi casa), eso es todo lo que hago. Y ahora decidí no llamar más a Alejandro para ver cuánto tarda en darse cuenta de mi desaparición terrenal. ¿Se dará cuenta en algún momento de que sigo existiendo? Espero que sea antes de mi suicidio.

12 de septiembre de 2003
¡Qué bajo cayó mi imagen de Alejandro! Me abandonó justo en el momento cuando más lo necesito. Siento que la bulimia me consume, siento que es más que la comida lo que abandona mi cuerpo cada vez que vomito. Estoy vomitando pedazos de alma. Pero está bien, tengo que seguir con mi vida. No sé si lo voy a ver de nuevo ahora que se mudó, tendrá otras mujeres que le quedarán más cómodas, de hecho. Todo bien, todo bien.
***

Nunca pude contra mi imaginación. Por las noches Alejandro venía a mi cabeza y vivíamos vidas diferentes entre sueños. Por la mañana la realidad era casi irreconocible, indefinible; siempre me cuesta varios minutos entender que todo fue un sueño, que la realidad (el aquí y ahora) es completamente diferente. Decenas de veces me desperté buscando al lado mío a un Alejandro con quien compartía cama en mis sueños. Sí, debo admitir que mi imaginación es más que muy poderosa. Ahí lo tienen, esa es una frase suya “más que muy”. Eso lo dice todo el tiempo; soy una fotocopia malhecha del hombre que pienso es ideal.
Si yo pudiera vivir en el mundo que he creado en mi cabeza, sería reina y dueña de todos. Porque en mi imaginación Alejandro me ama, me conserva como a un tesoro: no quiere perderme. En mis sueños me cuida, me hace el amor con ternura, me acaricia hasta que me duermo. En mis sueños. Allí soy hermosa e inteligente, nadie puede ganarme; no hay límites ni barreras: todo lo puedo. Omnipotente, en mis sueños lo soy.
Y cuando algún sueño se asemeja muy acabadamente a la realidad pienso que debo llevarlo a cabo. Como lo que sucedió aquella tarde oscura de septiembre. Había soñado un reencuentro: Alejandro estaba tomando clases en la facultad de la calle 9 de julio y yo llegaba de improviso. Él tomaba el turno tarde donde hay menos alumnos que a la mañana así que no fue difícil dar con él. Estaba sentado prolijamente, con sus anteojos mirando atentamente al pizarrón mientras un profesor explicaba no sé qué fórmula matemática. Golpeé el vidrio de la ventana: me miró sorprendido. Dudó… y luego una sonrisa. Le leí los labios: “esperame”. Así que me senté en una silla en el pasillo y lo esperé hasta que terminó la clase. Me agradeció la visita inesperada y a continuación cenamos y dormimos juntos. Un reencuentro más que maravilloso.
Muy bien, esa es mi imaginación. A continuación lo que sucedió realmente, en un mundo donde no hay coincidencias y las circunstancias no ayudan… pero donde te podes llevar muchas sorpresas, algunas de ellas bastante gratas.
Estaba decidida a que mi sueño se convirtiera en vivencia (porque así lo sentí, porque fue más vívido que la vida). Después de clases, me hospedé en la casa de Pilar donde siempre era (y sigo siendo) bienvenida. Pilar es una de las personas más buenas que conocí en mi vida. No solamente es buena amiga sino que también es buena cómplice, es excelente escuchando, guardando secretos, es divertida; esto todo lo que me gustaría que la gente piense que yo soy. Es un verdadero pilar.
Una vez en su casa, le conté acerca de mi sueño y me dijo que estaba dispuesta a acompañarme, que incluso podía llegar a ser divertido. Las clases de Alejandro terminaban a las diez, así que nueve y media tomamos un taxi y nos dirigimos a la esquina más emblemática de mi vida: nueve de julio e independencia. Una vez en frente del enorme edificio (que aquel día era más gigante que nunca) me atemoricé y quise echarme atrás. Pilar me dijo que no había problemas, que para entrar teníamos que decir que éramos alumnas del turno tarde; que iban a dejarnos pasar. Con el corazón latiéndome exageradamente entré en aquella universidad que en nada se parecía a la mía. Un espíritu santísimo quiso que Pilar estuviera aquella noche conmigo, porque yo me hubiera perdido sin pensarlo dos veces en medio segundo. Tengo buen sentido de la orientación, pero era demasiada la carga que sentía: mi vida tenía que superar el éxtasis de mi sueño (era una meta casi imposible).
Pregunté a un alumno que vagaba por los pasillos dónde quedaba el aula donde se cursaba segundo año de la carrera de contaduría. El alumno sonrió con malicia unos segundos antes de decirme: “no es que cada piso tiene su carrera. En cada una de las aulas se dicta una materia diferente.. ¿qué materia estás buscando?”. Bingo. De ninguna manera podía saber qué materia estaba cursando Alejandro ese día a esa hora. Me quería dar por rendida pero Pilar me entusiasmó y aconsejó que lo llamase por teléfono. Nos dirigimos al baño donde no había mucho ruido para poder llamarlo a su celular. Apagado, el celular estaba apagado, era la muerte de aquella tonta esperanza de superar mis sueños con un poco de realidad. “seguramente lo tiene apagado porque está en clases; llamalo a las diez que seguramente lo prende antes de irse”. ¡Buena idea, Pilar!
A continuación caminamos un poco más mientras yo me fijaba por las ventanas, aula por aula, si reconocía su rostro cansado y estudioso. Por supuesto, no lo encontré. Estábamos ya cansadísimas cuando Pilar sugirió que fuésemos a tomar un café o una gaseosa hasta que se hicieran las diez de la noche, hora en que nos encontraríamos probablemente con el celular de Alejandro prendido. Bárbaro, íbamos a tomar algo pero ¿a dónde? “Ahí hay un chico sentado, preguntale dónde hay un bar”- me dijo Pilar. ¡Ni loca! Pensé que quizás era compañero de Alejandro y por nada del mundo quería hacer el ridículo aquella noche (es decir, más ridícula no podía ser, pero en fin…). Finalmente, Pilar tomó coraje.
- Disculpame, no sabés dónde hay un lugar para tomar algo?
- este es el tercer piso, en el sexto hay un bar donde se come bastante bien
A continuación le agradecí al muchacho que nos había ayudado. Pronto noté que no tenía cuadernos ni lapiceras en sus manos, entonces me atreví a hacer algunas preguntas:
-¿Vos estudias acá?
- Sí… bah… “estudio”
- ¿Qué carrera?
- Comercialización. ¿Vos qué estudias?
- Periodismo, pero en otra universidad.
- ¿Y qué hacés acá?
- Buscando a mi…
- …
- No sé, a mi probable futuro o ex novio.
- Bueno, podés ir al bar o sentarte acá al lado mío y contarme.
Mi estado de desesperación era lo suficientemente obvio como para que un estudiante de 23 años de comercialización se diera cuenta. Con la mirada le pregunté a Pilar qué quería hacer y me contestó de la misma manera que estaba bien quedarse con aquel muchacho.
Se llamaba Tomás y tenía 23 años. Era muy bonito, con rasgos suaves, de pelo morocho, ojos algo verdosos y piel blanca. Su voz tenía el color de la confianza, que me hacía abrir la boca y escupir mis miserias. Me contó que estaba fuera del aula porque se había aburrido. Me pareció muy divertido pero ya eran las diez de la noche y mi plan estaba zozobrando. Me disculpé con Tomás y me deseó suerte con Alejandro (ya le había contado prácticamente toda la historia mientras Pilar papaba moscas y él me escuchaba con atención). Me preguntó si podía tener mi teléfono o mi dirección de correo electrónico. Tomás me había caído muy bien así que le dije que anotara mi correo electrónico en su teléfono. Cuando me mostró su celular, que era el mismo que tenía Alejandro, de repente se me hizo tarde. Le dije mi correo electrónico mientras caminaba yéndome al baño nuevamente para llamar a Alejandro desde allí. Me agradeció y me dijo que iba a escribirme. Nunca pensé que lo fuera a hacer… y tampoco me importaba demasiado ¡¡Alejandro se estaba escapando de mis planes!!
Entré en el baño, las piernas me temblaban, también las manos. Marqué su número, Pilar me apoyó con una palmadita. Iba a ser el mejor reencuentro del mundo, el mejor de mi historia y de la suya. Es decir, el plan original (encontrármelo de improviso) había fracasado pero aún quedaba el que pensaba ejecutar a continuación. Lo llamé y todavía conservaba el teléfono apagado. Quería desaparecer de aquella universidad; empecé a plantearme hipótesis que no había tenido en cuenta hasta ese momento: ¿y si Alejandro no había asistido a clases? ¿y si hubiera dejado la facultad ahora que vivía en monte grande y ya no la tenía a cinco minutos de su casa? ¡¿Cómo no lo había pensado antes?! Me envolvió un estado de nervios capciosos del que Pilar no logró sacarme con éxito. Me instó a que lo llamase una vez más y sino, me dijo, nos iríamos a su casa a hacer como si nada hubiera pasado.
Junté lo poco que me quedaba de coraje (eso sí tenía, de lo que no tenía ni medio gramo era orgullo) y marqué nuevamente su número. ¡Tono de llamada! Atendió.
-Hola Ale
-Cielo?
- sí, cómo estás?
- bien
-dónde estás?
- saliendo de la facultad
-ah! Yo estoy en la facultad
- ah
- en tu facultad!
- qué hacés ahí? Me hubieras llamado antes y te saludaba…
- vine a buscar unos papeles para el hermano de pilar.. ¿qué? ¿dónde estás ahora?
- en el estacionamiento, buscando el auto.
- ahh… no querés que vayamos a tomar algo?
- no estás con Pilar?
- sí… qué tiene?
- ok, te paso a buscar en tres minutos. Esperame en la puerta de la facultad.

¡Muy bien! Estaba saliendo bien. Es cierto, Alejandro no se mostraba muy entusiasmado por la increíble (muy in-creíble) casualidad de haber estado los dos juntos al mismo tiempo (y “sin saberlo”) en la universidad. No se mostraba ni entusiasmado, ni contento, ni nada. Lo suyo era el arte del mármol: tendría que haber sido escultor. Frío y silencioso esperaba dentro de su auto: un Golf gris. Pilar quiso irse a su casa, pero necesitaba su presencia, pilar era mi sostén, valga la redundancia.
Entramos las dos en el auto de Alejandro: yo me senté a su lado, en el asiento de acompañante. Saludamos simpáticamente y Alejandro dijo algo como “por fin conozco a la famosa Pilar” y es que la quiero tanto que paso horas hablando de ella. Llegamos a un bar del barrio San Telmo y nos sentamos en una pequeña mesa. Comencé a sentirme discriminada, era un bombardeo de incómodos sentimientos: Alejandro y Pilar hablaban de fútbol (siendo Pilar gran admiradora de los deportes). Estaban contentos y yo no podía seguirles el hilo: no me gusta el fútbol, no entiendo nada de fútbol… ¡hablemos de películas! ¡Hablemos de libros! ¡Hablemos del periodismo intransigente de los años cincuenta antes de Cristo, pero no hablemos de fútbol!
Había llegado el mozo, tuvieron que interrumpir la charla. No importó, seguí sintiéndome discriminada. Alejandro y Pilar pidieron una cerveza cada uno y yo una gaseosa light… ¡no tomo alcohol! ¿Qué voy a hacer? ¿Emborracharme sin ningún sentido? No, gaseosa light.
Mientras mi mejor amiga y el amor de mi vida hablaban entretenidamente acerca de las propiedades de la cerveza negra, de la cual era devoto Alejandro, yo me di cuenta de que aquello no se asemejaba en nada con mi sueño. Estaba fracasando, tenía que hacer algo: por lo menos verificar si estaba preocupado por mi comportamiento bulímico. Llegó la moza y trajo las cervezas, Alejandro dijo que tenía hambre, Pilar asintió. Yo no dije nada. Me preguntó entonces: ¿vos querés pizza? Dije que no (es decir: ¡¡¡sí!!! ¡me estoy muriendo de hambre pero me voy a morir flaca como un escuerzo porque no te interesa nada de mí!). Comieron, charlando y tomaron cerveza como si yo no existiera. Alejandro se levantó para ir al baño y me quedé sola con Pilar.
- Cie ¿querés que me vaya?
- No, ¿por qué?
- Para que puedan hablar solos, estamos hablando todo nosotros
- No, ni te preocupes. Si querés irte, andá y después nos encontramos en tu casa
- ¿No te vas a ir con él?
- ¡No! Me voy con vos, quedate.

Sí quería que Pilar se fuera, pero me sentía tan devastada que sabía que no iba a poder sobrellevar esa noche en soledad, le rogué que se quedara y lo hizo. Pilar, ¡cómo te quiero!
Cuando volvió Alejandro, fue el turno de Pilar de ir al baño. Nos quedamos solos.
- ¿Cómo estás vos?
- Bien, ¿por qué?
- Sabés a qué me refiero… ¿cómo estás de tu problemita mental?
- No es un problemita mental. Es una elección.
- ¿Elegís morirte de hambre?
- No, elijo vomitar lo que no me hace bien
- No te voy a persuadir, sos lo suficientemente grande para saber lo que está bien y lo que está mal. Hacé lo que quieras.
- Por supuesto.
- Hacé lo que quieras, como siempre.
- Claro.
Antes de terminar aquel “claro”, Pilar ya estaba sentada a la mesa con nosotros nuevamente. Misión inconclusa: en mi sueño Alejandro me decía “estás mucho más delgada”. En la realidad no me había dicho absolutamente nada (y el jean me quedaba dos talles más grande). Obviamente, no estaba lo suficientemente flaca.
Sonó su teléfono, atendió y mantuvo una conversación bastante imprudente al lado mío: obviamente hablaba con Romina, su concubina, donde le explicaba que estaba demorado y que no iba a ir a comer. Le dijo que estaba conmigo. ¡Le dijo que estaba conmigo!
“Es mi esposa, me pregunta por qué no voy a comer”- le explicó a Pilar (que sabía toda la historia de antemano por haberla escuchado de mí más de mil veces). Ella fingió desconocimiento total y allí comenzó el holocausto en mis venas: Alejandro hablaba de Ulises. Contaba que lo iba a buscar al jardín de infantes y que el bebé pensaba que él era su padre.
“No sabés lo que dulce que es… y lo que me cuesta explicarle que no soy su padre. Pero claro, es lógico, el pendejo no debe entender absolutamente nada”- dijo. “Y no… no es normal lo que estás haciendo”- pensé yo. Y lo pensé en voz alta porque Alejandro me fulminó con la mirada.
Decidí que no podía arruinar más aquella velada así que me levanté, lo saludé cordialmente y con Pilar tomamos un taxi. “Cuidate de tu problemita mental”- fue lo último que me dijo y en mí un eco de odio se repitió hasta que pude dormirme aquella noche.
En el taxi camino a la casa de Pilar en Caballito, lloré desconsoladamente. Quería llegar, quería dormir, necesitaba morirme o dormir para siempre. Pilar estaba desconsolada y no sabía qué hacer, me decía que Alejandro le había parecido simpático pero que no demostraba mucho interés en mí (obviamente Pilar no sabía absolutamente nada de mi período de bulimia).
Nos paró la policía, es decir, la policía paró el taxi. Yo no podía contener mis lágrimas y la noche no podía terminar peor. El policía obligó al taxista a bajar del auto y me pidió lo mismo a continuación. Me preguntó si me había hecho algo y le dije que no mientras me enjugaba las lágrimas de odio y humillación.
“Problemita mental” repetía todo dentro de mí y me obligaba a seguir llorando. Pilar le explicó al policía, que no me creía, que estaba llorando porque había reprobado un examen en la universidad. El taxista dijo que nos habíamos subido en nueve de julio e independencia y que yo ya estaba llorando en aquel entonces. Por primera vez deseé que mis lágrimas se trataran de eso: de un examen mal dado, aunque era imposible que aquello sucediera.
El policía nos pidió los documentos y después de anotar no sé qué cosa en su cuaderno, seguimos viaje. “No sé por qué lloras –dijo el taxista- pero no vale la pena. Solo la muerte es irreparable”. Lo que el taxista no sabía era que mi muerte estaba más cerca de lo que podría haber imaginado cualquiera. Más cerca de lo que podría haber deseado jamás.

Mentiras de mármol

9 de octubre de 2003
Hace mucho que no hablo con Alejandro. Lo sorprendente es que en vez de sentirme triste me siento más libre. De pronto veo muy claro y la vida se me hace más fácil. Entiendo ahora que las trabas me las ponía yo, que no existían realmente. Me sorprendo queriendo hacer cosas, queriendo estar bien. Cuando está soy habitante de un pueblo fantasma, rodeada de un paisaje turbio y seducida por las vías de un tren que me invitan a dormir sobre ellas.
Alejandro desapareció por dos semanas y fue tiempo suficiente para respirar nuevos aires. Conocer a Tomás me ayudó bastante a diferenciar nuestros intereses. Que amor, sexo, amistad y ternura no son lo mismo y que algunos conceptos se rechazan entre sí, son incompatibles. Hoy busco otro tipo de relación, porque la que yo anhelo no funciona, al menos por ahora. Pero no me doy por vencida y quiero seguir luchando por el hombre que amo y no me ama.
Supongo que este tiempo me lo está concediendo porque le asusta mi estado y no quiere hacerse cargo del porcentaje de responsabilidad que le corresponde. Donde antes había enfermedad, pasión y locura ahora hay esperanza y paz. No me doy por vencida, pero Ale me da un espacio para rever la historia desde otro ángulo, apartada del mundo. Y me veo destrozada, profundamente herida, enclaustrada sintiéndome libre pero sabiéndome esclava.
¿Importa saber cuál es el límite? Yo no lo reconozco, pero mi mente hace un “clic” que indica peligro: “o paras ahora o el suicidio es inminente”. Y ese clic es orgánico, yo no lo elijo; lo hace mi cuerpo por instinto (de conservación, claro).
***

Todo en mí me daba signos de inestabilidad, de odio supremo hacia mí misma. Aunque estaba en paz, necesitaba algo de acción. Y no quiero decir que busque los problemas, es algo que yace más allá del límite entre lo moral e inmoral, lo bueno o destructivo para uno. Va más allá de un límite, de cualquiera de ellos. Cuando no estaba con Alejandro me sentía en paz, pero en todo caso las plantas también son pacíficas y libres ¿verdad? Era más bien un vegetal sincronizado con un horario universitario, que reía más de lo que se le pedía solo por no preocupar a terceros. Era una maldita planta, un mentiroso y sucio vegetal.
No me alcanzó con haber tenido que mentir toda mi temprana adolescencia con Alejandro y nuestros encuentros, sino que parecía hasta a propósito que tuviese que seguir con esas conductas de preescolar. Claro, él me había enseñado a mentir como si fuese un arte: me instruyó entusiasta y delicadamente. Casi sin saberlo, era una perfecta mentirosa. Una maldita mitómana.

14 de octubre de 2003
Créase o no y en contra de todas las posibilidades, me estoy por encontrar con Alejandro. ¡No puedo creer lo nerviosa que estoy! Pienso que este va a ser un encuentro desertado porque va a ser un café, unos pocos minutos y no creo que más. Me siento fea e hinchada a pesar de que hace varios días que no como nada (corrección: ayer comí una papa frita). No sé cuáles serán sus expectativas conmigo hoy, pero las mías son nulas. A su casa no voy a ir, porque vive con Romina y Ulises, pero al menos quiero verlo unos minutos antes de morirme, porque me estoy dejando morir. No por dejar de comer, sino porque mi alma es nula: se me fue.
Estoy cansada y débil. Por primera vez no tengo ganas de hacer el amor con él (a menos que antes tome un jugo de naranjas o un café). Mi vida es una balada para un ciego: porque hay que estar ciego para no darse cuenta de que me estoy haciendo muy mal: estoy a punto de cometer un crimen en contra de mi alma.
Estoy loca porque me autodestruyo, el instinto de conservación lo perdí hace años. Quiero morirme y verlo a Alejandro es la manera más dolorosa de desaparecer. Me duele todo y estoy débil pero quiero verlo aunque sea por última vez.
Alejandro ya no ocupa ese lugar exasperante que ocupaba antes, aunque tal vez después de este encuentro vuelva a dormir su fantasma entre mis sábanas. Por lo pronto, me propongo hoy desterrarlo de mi vida por lo menos hasta que me mude y viva sola y sea libre de ingerir la dosis de cianuro que crea necesaria. Incluso puedo hacerlo pasar como un accidente y que nadie sufra pensando en que me quité la vida desgarrada por mi desgracia. Nada de dejar cartas delegando culpas. Me muero yo y todos los demás deben continuar con sus privilegiadas vidas.
***

No se si es necesario aclararlo pero en aquella época sufría una intolerable distorsión visual y, en consecuencia, mental. Las actividades que a la gente le divertían, a mí me resultaban exasperantes y la falta de comida me había vuelto una persona inescrupulosa y gruñona.
Poco tiempo después de haber empezado a vomitar y de haber intentado llamar la atención de Alejandro sin ninguna señal de éxito, me propuse entonces un nuevo desafío. Siempre siguiendo la línea de lo que creo que es lógico me dije: “si como y vomito me hago mal, quizás lo mejor sea dejar de comer del todo”. No me costó demasiado empezar a vivir en un mundo sostenido por las mentiras: ahora no solo de la mano de mi amor obsesivo, sino también de un hambre compulsivo que escondía con recelo. Mis trucos eran bastante obvios: cuando en casa era la hora de la cena, siempre decía que me iba a cenar a la casa de una amiga. Cuando llegaba allá, comentaba que había cenado en casa. La gente es fácilmente engañable cuando sos una persona que genera confianza: y eso era yo, la gente confiaba en mí con los ojos cerrados.
Soy una mujer espontánea y no dudo en decir la verdad si es que mi vida no depende de ello: en cuanto a Alejandro y a la comida (casi un tiro por elevación) tenían mucho que ver con mi vida, debí aprender a ser la peor de las víboras, la más ondulada, la que poseía el veneno mortal. Si me pisaban, si me mordían, si intentaban embestirme no iba a dudar en defenderme con el peor de los ataques jamás vistos.
Dejé de comer. Y no quiero decir que comía poco: simplemente dejé de comer. Tomaba agua como si aquello fuese a calentarme el alma o a reactivar mis neuronas: era la persona más hidratada y descerebrada que había conocido jamás. Y no digo descerebrada de forma despectiva: quiero decir que cuando estás muriendo de hambre (y no es una metáfora) el cerebro no funciona correctamente. La sangre irrigada se destina a los órganos que la necesitan vital y prioritariamente: como mi corazón tenía que seguir latiendo, la sangre que antes corría en mi cerebro, ahora se focalizaba en mi corazón, lo cual me dejaba tonta y con arritmia.
Pensamientos lentos, visión nublada, respuestas tardías: eso era. La mujer más hermosa que conocía, pero también la que tenía el peor aliento, la que no podía compartir ni un desayuno, ni un almuerzo, ni una gaseosa, ni una cena, ni un caramelito con nadie. Yo era esa y estaba orgullosa de serlo. Es decir, no me arrepiento de haber sido eso y la mayoría de las noches pienso en mi cama con los ojos cerrados: ¿dónde estás Cielo? ¿Qué fue de vos? A veces quiero volver, quiero ser hermosa y tener pocos pensamientos inteligentes, pero de aquella triste selección salían las mejores ideas. Eran pocas, pero brillantes y casi todas dirigidas a mi propia destrucción.
Me odié profundamente toda esa etapa de mi vida y me odio ahora al compararme, al verme tan lejos (un sentido de responsabilidad me sorprende ahora ¿qué pensarán mis padres cuando lean esto?). Me odiaba no por mi comportamiento sino porque no había podido ser así antes: no había podido dejar de comer, no había podido ser una arpía, no había sabido mentir y afirmar con miradas gélidas que “estaba bien” y que “no necesitaba ayuda” antes. Ahora podía dejar de comer, podía mentir sin límites, podía manipular a la gente y manipular verdades hasta convertirlas en mentiras de mármol, costosas pero irrompibles.
Mi imagen personal estaba cambiando asimismo estaba cambiando lo que transmitía al resto de los mortales (porque en el fondo yo sabía de mi mortalidad). Cielo dulce y espontánea estaba muriendo y en cambio una escultura de hielo daba directivas y mutaba de escultura a rama caduca de un ex árbol frondoso. Me estaba consumiendo, lo sabía y no podía dejar de disfrutarlo. Si no me amaba entonces iba a morirme: y me iba a morir hermosa, inteligente y con el cuerpo perfecto. La perfección era mi fin y en mi enfermedad la entendía como alcanzable; cada kilo menos era un paso más hacia mi ansiada meta. Cada kilo de más un recordatorio del cerdo que había sido todos esos años, del odio hacia mi misma: de la repugnancia.
Seguí concurriendo a la universidad y de pronto me volví más exigente que nunca: necesitaba ser la mejor aunque lejos estaba de serlo (la falta de comida provocaba que me quedase dormida en cualquier lado). Mis amigas empezaron a sospechar cuando reiteradamente les decía que había comido “¡muchísimo!” y que estaba satisfecha cuando al mismo tiempo estaba blanca como una nube y lucía ojeras del color del carbón. Cuando uno es anoréxico piensa que es inteligente y que los demás son todos tontos, o despistados, o que no se interesan por uno y por eso se presupone que cualquier tonta excusa es válida.
Lo que uno no sabe es que los diagnósticos están hechos porque hay comportamientos que se repiten, porque la enfermedad no es única (aunque creas que como te tocó a vos no le va a tocar a nadie). Son comportamientos seriados, no le pasa a cientos de chicos y chicas, les pasa a miles en todo el mundo. De todas maneras te sabés (sí, ¡¡sabés!!) la persona más inteligente jamás nacida y con tanto ego como para darle clases de filosofía a Sartre. Así me sentía, así lo recuerdo.
Las cosas en casa estaban más que muy complicadas (ahí lo tienen, Alejandro de nuevo) y aún no sabían ni el cinco por ciento de lo que me estaba ocurriendo. Mamá siempre fue muy perceptiva conmigo y entiendo que quizás percibió algo fuera de lo normal en mis comportamientos (sobretodo por mi personalidad irritable en niveles insospechados). Mi relación con mi familia estaba volviéndose nula y superficial: nunca sabían si yo estaba triste o contenta o con hambre o molesta o si lo había visto a Alejandro. Simplemente les decía que tenía mucho para estudiar o que prefería quedarme a dormir en la casa de alguna de mis amigas. Pronto las peleas con Mamá se fueron dando menos espaciadamente y llegó un momento donde decidí que quería morirme, que no iba a soportar sus planteos (no porque no quisiera sino porque seriamente NO podía soportarlos). Yo estaba demasiado sensible y débil como para cruzar dos palabras inteligentes sin agresiones, así que la mayoría de las veces terminábamos llorando las dos o yo llorando y mamá gritándome: “¡en esta casa no se puede vivir!” o Mamá llorando y yo regodeándome en mi demencia.
Era el infierno. No es una metáfora, nuevamente: estoy hablando en serio. Era peor que estar muerta, deseaba con todas mis ganas (con las pocas que me quedaban, al menos) estar muerta, enterrada, para siempre. ¿Por qué estaba todo tan mal? Aun les ocultaba que lo veía a Alejandro y que había dejado de comer y que lloraba todas las noches y que me quería morir.

Por aquella época Papá tuvo un infarto y seriamente no pude dejar de sentirme culpable. Y si en algún momento hubo alguna chance de no hacerlo, Mamá se encargó de recordármelo a cada hora, a cada minuto, en cada oportunidad. Jamás me dijo: “Papá tuvo un infarto por tu culpa”, pero sus resoplos y sus frase al mejor estilo: “en esta casa no se puede vivir, ¿por qué no nos morimos todos?” y los clásicos “me estás matando” eran prácticamente lo mismo que echarme en cara la posible muerte de mi padre.
Todo salió bien: la obra social cubrió todos los gastos de lo que fue una operación exitosa; pero el infarto de papá nunca dejó de ser un recordatorio para mí (no debía excederme, me recordaba los límites y lo cerca que había estado de la muerte). A partir del infarto de mi papá, las cosas cambiaron diametralmente: la universidad ya no me importaba tanto y no estaba dispuesta a seguir abandonada por Alejandro; no podía soportarlo. La noche en que internaron a Papá hice un solo llamado, escondida como una rata en una sala de espera: lo llamé a él. Me dijo que contara con él para cualquier cosa que necesite (sí, claro) y que lo mantuviese al tanto acerca de la salud de mi viejo. Muy bien, era todo lo que necesitaba oír, ahora podía dormir tranquila. Alejandro siempre me salvó de los momentos de zozobra y ansiedad: dos minutos al teléfono y me siento capaz de seguir viviendo.
El infarto de Papá nos ayudó a tomar consciencia del ambiente que se respiraba en nuestra casa, que pronto pasé a llamar “la casa de mis viejos”. Sentía que viviendo ahí iba a deberles la vida todos los días. Empecé a pensar en la posibilidad de alquilar un departamento en capital el año siguiente. Lo conversé con mis padres que de buenas a primeras gritaron rotundos NO. Sabía que podía convencerlos: es decir, si les mentía todos los días acerca de la comida y todavía no se habían percatado, más fácil iba a resultarme persuadirlos de que vivir cerca de la universidad era mejor para mí y para sus bolsillos.
Lo cierto es que de lo único que quería estar cerca era de Alejandro, ese era uno de los motivos por el cual necesitaba imperiosamente vivir sola. El otro motivo, quizás tan fuerte como el primero, era que quería morirme de hambre (había decidido morirme de hambre) y viviendo sola nadie iba a controlar cuántas calorías ingería por día. Era un plan perfecto, destinado a fracasar, claro. Pero como dije antes: cuando sos Cielo y anoréxica y caprichosa, nada parece tan imposible y estás dispuesta a cualquier cosa y repito: cualquier cosa para lograr tu cometido.
Pronto la anorexia se había convertido en un culto para mí. Decidí meterme en Internet a buscar información acerca del monstruo que estaba consumiéndome, que en aquel momento más parecía una princesa esquelética pero hermosa y dispuesta a hacerme perfecta.
Ana, así le llamaban las anoréxicas a su diosa; y Ana se convirtió en pocas semanas en el objeto de mi devoción. Puede decirse que tuve dos amores obsesivos: Alejandro y Ana. Con la diferencia de que no estaba dispuesta a dejar a Ana si Alejandro me lo pedía, pero sí viceversa.
Me convertí en una comedora compulsiva de libros: era lo único que masticaba y de lo que me alimentaba. Estaba hambrienta de información: recorrí librerías buscando libros insólitos que figuraban en Internet pero que no parecían estar en ninguna librería argentina. Pronto tenía la casilla de emails repleta de mensajes de otras chicas anoréxicas intercambiándonos consejos y brindándonos apoyo en nuestro progresivo camino a la muerte (a quien confundíamos con “perfección”).
Una vez que hube recolectado lo que yo suponía era una cantidad generosa de información, decidí ocupar mi tiempo libre construyendo una página web con toda la información que me hubiera gustado encontrar fácilmente y que me había costado. Era un portal al que cualquier persona podía acceder, pero que solo quienes sufrían o elegían o disfrutaban de un trastorno de la alimentación podían entender. Y digo sufrían o elegían o buscaban, porque había personas tan diferentes allí dentro que era fácil perderse en los consejos vanos.
Estaban aquellas que querían ser anoréxicas y visitaban mi página para recoger consejos, otras que me adoraban como si fuera yo ANA en persona y muchas otras que simplemente estaban de acuerdo con lo que escribía y me apoyaban y agradecían la información y la contención. Me había convertido en un líder de opinión y recibía decenas de emails por día: había creado una nueva personalidad que dejaba a Clara14 y a Cielo en un costado oscuro y polvoriento. Había nacido Lágrima, un gurú anoréxico que intentaba no ahogarse en su desdicha y predicaba al mundo que la anorexia no era un desorden alimentario sino un estilo de vida.

Me como a mí

Estoy enojada. Estoy completamente desorbitada y no entiendo las razones por las cuales no puedo hacer lo que quiero hacer. Yo tengo buenas razones para hacer lo que hago, pero las personas que se oponen no pueden darme razones suficientes para que crea que lo que argumentan es válido.
Estoy hablando concretamente del tema de mi ayuno, o de mi restricción de calorías que ahora se convirtió en ayuno por diez días, si Dios quiere. Y eso es lo que me molesta. Tengo que encomendar mi deseo de ayunar a un Dios que no existe, porque solo si “él” quiere mis padres van a dejar de molestarme y de preguntarme qué comí, que dejé de comer y por qué tengo aliento a estómago vacío. ¡NO ME INTERESA! Y a ellos tampoco les tendría que interesar. Yo no ando por la vida diciéndole a la gente que coma o que deje de comer. Simplemente cada uno es libre de hacer lo que quiera con su estomago, con sus glándulas salivales, con sus vómitos y con su ingesta de calorías. Yo no estoy molestando a nadie, no estoy invadiendo propiedad privada, no estoy evadiendo impuestos, ni robando, ni matando ni nada parecido. Solamente estoy tratando de cumplir mi cometido. ¿Cuál? Un simple ayuno de diez días. ¿Por qué quiero hacerlo? Porque me hace sentir bien, porque tengo ganas, porque me aburro, porque si. Suficiente. ¿Por qué no puedo hacerlo como quiero? Porque mis padres se molestan al ver que no como, porque toda mi familia se convierte en una lagrima japonesa cuando ayuno, porque mi mamá es la reina del melodrama y porque mi papá me amenaza con que se va a morir del corazón por la tristeza que le causo. ¿Es que acaso soy tan fuerte? ¿Tanto poder tengo? Y si no quieren sentirse mal entonces que me dejen hacer lo que quiero por diez días y cuando vean que después de cumplir mi meta sigo sana e incluso feliz por haberlo hecho, se van a sentir mejor y todo va a volver a la normalidad.
No tengo miedo de morirme, pero no es eso lo que busco. No quiero que la gente me amenace y se olvide de lo que soy capaz. Sé que no me tiembla la mano a la hora de pegarme un tiro y mis palabras a veces pueden ser tiroteos en contra de alguien: pueden doler mucho más que una cachetada y durar mucho más en la consciencia. Entonces, no quiero ser mala, irónica, no quiero sentirme culpable, no quiero tener que cargar con las penas de los demás por una causa que NO MERECE LA PENA. Literalmente, esta causa (mi ayuno) no tiene conexión con la palabra PENA, no merece la pena, no la vale.
La anorexia y los grupos me hicieron conocer a decenas de chicas increíbles con las que me contacté muy bien y que las llevo dentro de mis recuerdos más preciados. Muchas de ellas llegaron a ser más amigas que mis amigas de la vida… incluso aun sin conocerlas personalmente. Eso es porque compartimos los mismos intereses, compartimos problemas, nos apoyamos, nos SOPORTAMOS, NOS BANCAMOS. No dejamos que nos pisoteen y creemos que tenemos que luchar por NUESTROS DERECHOS. Solo porque una persona dijo que las anoréxicas eran enfermas eso no quiere decir que todas nosotras lo estemos. Por supuesto, si en algún momento alguna de las chicas pesa 32 Kg. y se ve GORDA, la voy a mandar al psicólogo para que se trate. Pero si alguien como yo, que pesa 54 quiere pesar 45 no veo cuál sea el problema. Quiero verme bien, tengo las herramientas para hacerlo ¿Por qué esconderme debajo de la piel y debajo de la grasa? ¿Si puedo alcanzar mi meta, si puedo alcanzar mi GOL, por qué no hacerlo? Estoy poniendo en esto más empeño de lo que le puse alguna vez a cualquier cosa en mi vida. Siento que luchar por mis derechos es UN DERECHO. Siento que si no lo hago yo no lo va a hacer nadie más. Porque todas pensamos igual pero muchas están escondidas detrás del miedo, de la vergüenza o de las críticas ajenas de personas que creen saber más de anorexia solo por estudiar de un librito que alguien escribió hace cientos de años.
¿Quién puede saber más de anorexia que nosotras, las propias anoréxicas? Aseguro que ningún medio, medico, psicólogo o psiquiatra. ¿Quién puede saber más de cáncer que una persona que lo sufre? ¿Quien puede saber más de amor a los hijos que una persona que es madre? ¿Quien puede saber lo que es el amor si nunca lo sintió? ¿Qué clase de médicos puede entender lo que las anoréxicas sentimos y vivimos si nunca fue anoréxico? Yo puedo estudiar el comportamiento de las aves y sin embargo nunca voy a saber como se siente volar. Cursi pero cierto, no hay palabras de más en mi discurso.
Me siento mareada y el hambre se me fue. No tengo sueño pero estoy muy cansada. La anorexia es así: te lleva, te trae, te atrapa, te deja ir. Te ilusiona, te ampara, te ilumina, te destruye. Estoy preparada para jugar; que empiece la partida.
Lagrima

Lo trascripto anteriormente es una de las tantas cartas de protesta que se podían encontrar en mi página pro-anorexia. A continuación explicaré qué es una página pro-anorexia, pero antes quiero explicar por qué hablo en pasado. Para alojar una página se necesita un servidor de Internet y al parecer no había muchos dispuestas a soportarnos (muy bien, aquello sonaba mejor en inglés). “Support” en inglés no es soportar en castellano, tiene un sentido mucho más amplio: es APOYAR. Yo apoyo estas causas, pero Yahoo y cientos de otros servidores no. Es por eso que al menos dos veces al mes, mecomoami desaparecía de la red y aquello acarreaba una avalancha de emails que dejaban, cual nieve, mi casilla completa e inaccesible. Emails de chicas preguntándome por qué había sacado la mejor página pro-anorexia que existía, otras quejándose y regañándome porque “ya no sabía qué hacer sin mecomoami”, otras tantas agrediéndome y diciéndome que “menos mal que te sacaron la página, enferma”. Muy bien, no puedo agradarle a todo el mundo. Simplemente me contentaba con hacer feliz a tres mil chicas por mes (sí, así de concurrida era). Pasados dos años y después de subir muchísimas veces la página en diferentes servidores, terminaron por agotarme provisoriamente. La voy a volver a subir en algún momento, no me van a ganar un par de mediocres cibernautas.

Respecto de qué es una página pro-anorexia; bueno, creo que el nombre todo lo dice. Así como hay páginas anti-algo, esta era mi oportunidad de enterar al mundo de que hay maneras diferentes de ver las cosas, que no todo es tan absoluto y que los límites nunca están bien delineados. Todo depende de todo: hermosa obviedad, aunque muchos la evaden o la olvidan. Lo que para algunos es fantástico no lo fue tanto para otros. Y tener mecomoami en mis manos y saberme ayudando a miles de chicas para mí era algo positivo; probablemente para otros no tanto, pero por eso digo que todo depende de cómo se lo mire. Miles de chicas no podían estarse equivocando, no. Lagrima y mecomoami hacían bien: a su manera.
Una página a favor de la anorexia, eso era mecomoami. Tan simple como eso, tan complejo al mismo tiempo. Sus creencias básicas son (porque sigue siendo, en mi computadora, aunque no en la red por ahora) que cada uno puede hacer de su vida lo que desee siempre y cuando no moleste a otros (y esa molestia sea justificada) y mientras no atente contra su propia vida. A entender: podés dejar de comer, pero con límites (no estamos buscando la muerte, sino la perfección o el bienestar). Perfección es una palabra demasiado grande, aunque muchas veces la haya pronunciado con una lejana liviandad; tan fuerte es que no conocemos su significado en bruto. Nunca vimos a alguien perfecto, nunca conocimos una pareja perfecta, no vivimos jamás en un mundo perfecto, nunca nada salió perfectamente. Somos ignorantes de aquello que es perfecto: el cometido de mecomoami era ese, que cada uno creara su propia perfección. Así, lo que para mí era perfecto quizás no lo era tanto para otra chica, pero aún así era válido.
Ya con los límites esclarecidos (las dos leyes: no molestar y no morir en el intento) se puede caminar con más libertad en el camino en busca de la perfección entendida como uno quiera. Quizás piensen que estoy completamente desquiciada pero el fin último de mecomo era avisar, reunir y ayudar. Tres objetivos claros: pero siempre hay quien malentiende las cosas.
Pronto empecé a dar consejos y a inventar normas que funcionaban para mí. Las chicas que leían mi página me agradecían todos los días con emails la información y contención que habían obtenido. Obviamente la finalidad de mi página no es formar nuevas anoréxicas sino que las anoréxicas ya constituidas obtengan el respecto que se merecen y encuentren en mecomoami un grupo de gente que está pasando por lo mismo. Siempre es más fácil sobrellevar los problemas al ser escuchados por personas que también lo sufren. No es lo mismo hablarle a alguien que no sabe qué estás sintiendo; es difícil que alguien entienda el nivel de locura que trae el hambre consigo, lo mucho que nos cuesta levantarnos o las escasas ganas de vivir que nos provoca.
Por supuesto sabía que lo que estaba haciendo no era del todo aceptado por la sociedad entonces en la portada de la página tenía datos explicativos: informaba a las personas acerca del contenido de mecomo y de cómo podía llegar a arruinar sus vidas si hacían un mal uso de la información contenida.

Bienvenidos a Me Como A Mí: este es un sitio a favor de los desórdenes alimenticios. Esto quiere decir que consideramos a la anorexia, la bulimia y la auto-mutilación (entre otros) como estilos de vida. A favor del respeto y los desordenes alimenticios. Información y ayuda: wannabes go home.

Página de bienvenida
Este es un sitio pro-anorexia. Si tenés menos de 18 años no entres sin el consentimiento de un mayor. Yo no voy a ser responsable de la enfermedad ni las decisiones de nadie.
Si estás en recuperación/tratamiento el contenido de este espacio puede afectarte. Por favor, retirate. Este sitio no es lindo ni glamoroso. Los desordenes alimenticios no son una broma. Son problemas verdaderos que causan daños irreparables a tu cuerpo y tu mente. Este sitio es para aquellas personas lo suficientemente fuerte como para saber que NO NECESITAN tratamiento. Si crees que lo necesitas o que esto es una moda, también te invito a cerrar esta página.
¿Por qué ser Pro-ana? Ser pro ana es un DERECHO, porque tenemos derecho a elegir. Tenemos que hacernos valer, porque nadie puede obligarnos a hacer algo que no queremos. Si la gente quiere ponerse a dieta, lo hacen... nadie les dice nada. ¿Por qué nosotras tenemos que ser criticadas? ¡Solamente estamos tratando de sentirnos bien! Estamos tratando de ser lo más puras posible... y también vamos a hacer lo IMPOSIBLE. La anorexia no es para todos, así que va a haber gente que no nos va a entender. Pero nos vamos a hacer cada vez más fuertes. En esta página no vas a encontrar consejos de cómo vomitar, ni cómo hacer para que se te pase el hambre, porque una verdadera anoréxica no necesita consejos para dejar de comer, pero a veces quizás sí necesite que alguien le recuerde quién es. Para eso está este sitio.

Mi gran error fue quizás no haberme dado cuenta a tiempo de que no todas las chicas tienen la posibilidad de “dejar de ser” (anoréxica). Yo siempre tuve los límites claros y las dos leyes en la cabeza: no iba a morirme de esto y no iba a hacer morir a otros. Lamentablemente el número de muertes a causa de una anorexia incontrolable van en aumento. Las cifras son espeluznantes:
• Los ED afectan a 70 millones de personas en el mundo de los cuales un millón son hombres
• Por lo menos 50.000 personas morirán por causa de un ED
• Es estimado que actualmente un 11% de los estudiantes de secundaria tengan un desorden alimenticio.
• La revista Time reportó que el 80% de los chicos estuvieron en una dieta antes de entrar en 4to grado.
• El 15% de las chicas jóvenes tienen tendencia a los desórdenes alimenticios.
• Las dietas y las industrias relacionadas con la dieta representan 50 billones de dólares
• 81% de los jóvenes de 10 años tienen miedo de ser gordos. el 51% de chicos de 9 y diez años se sienten mejor consigo mismos si están a dieta.
• El promedio en la mujer es 1.64m es 64kgs. El promedio de una modelo es 1.80m y 53kgs.
• Si los maniquíes de hoy en día fueran mujeres reales, no tendrían menstruación.
• El 91% de las mujeres encuestadas en una universidad intentaron controlar su peso mediante una dieta. 22% hizo dieta muy seguido o regularmente.
• El 15% de los que están a dieta regularmente se encaminan hacia una dieta patológica. De esos, un 20-25% llegan a tener un desorden alimenticio.
• La mortalidad en la anorexia es más alta que cualquier otro desorden mental. De hecho es la causa número uno de muerte en las mujeres jóvenes. Solo el 50% se recupera.
• 0.5% - 3.7% de las mujeres sufren de Anorexia Nerviosa en su vida.
• 1.1 - 4.2% de las mujeres sufren de Bulimia Nerviosa.
• 2 - 5% de la población americana sufre de Binge Eating Disorder (Comedor Compulsivo)
• 10 - 25% de aquellas personas luchando contra la anorexia mueren como resultado del desorden alimenticio.
• La bulimia se suele dar en atletas tales como gimnastas, bailarinas, jinetes, jugadores de football y corredores.
• De acuerdo con un estudio reciente, más de la mitad de las mujeres entre 18 y 25 años prefieren ser pisadas por un camión antes de ser gordas, y 2/3 de las encuestadas preferirían ser malas o estúpidas.
• El 42% de las nenas entre 1er y 3er grado quiere ser más flacas
¿Parece gracioso? No es broma, son encuestas ciertas que recopilé de diarios y páginas de universidades. Es terrible. Una mujer prefiere ser mala o estúpida en lugar de ser gorda. Sí, increíble: a ese punto hemos llegado. Y no quiero culpar exclusivamente a los medios pero se llevan una gran porción de la tarta de culpas. Una tarta sin gusto, sin colorantes y sin azúcar.
Todos estos datos están en mi página, con esto quiero decir que no es algo irreal sino que voy en busca de la información, de la conscientización. Y sin embargo, el fanatismo siempre pudo conmigo. Me obsesiono fácilmente con metas y con las personas. Ana para mí dejó de ser simplemente una enfermedad. De enfermedad pasó a ser un estilo de vida y de allí mutó en mi diosa, en mi aspiración final.

¿Quién es Ana?
Ana puede significar muchas cosas para personas diferentes. Acá voy a intentar dar mi punto de vista, mi opinión. No hay verdades con Ana así como no hay verdades absolutas con Dios. Y justamente, los comparo porque para mí tienen mucho que ver.
Yo creía en Dios cuando era chica, pero de a poco me fui dando cuenta de que Dios era solamente algo que utiliza la gente que se conforta, gente llena de mediocridad, que no quiere luchar. "Que sea lo que dios quiera". Y si Dios no quiere, mala suerte.
Yo soy una luchadora, no me da lo mismo lo que pase en mi vida. Quiero que me pase lo mejor que me pueda pasar. Por eso no puedo encomendar mi vida a un Dios que NO existe (por lo menos para mí). Pero si puedo dejarme ayudar por la gracia divina de mi dios personal, que se llama Ana.
Entonces Ana para mí es mi diosa, mi diosa todopoderosa que me ayuda a ser cada vez más perfecta. Ana me castiga y me insulta solo cuando me castigo y me insulto yo misma. Si Ana ve que estoy siendo justa con mi persona entonces me recompensa.
Eso es Ana. Puede ser tu amiga, tu diosa, tu novio, tu madre, tu vida. Ana es todo resumido en una sola fuerza todopoderosa. Ana quiere lo mejor para vos, quiere que seas perfecta. Encomendate entonces en la fuerza todo poderosa de Ana, dejá que ella inunde tu vida con plegarias en contra de la comida. Dejá que la diosa de la perfección te ayude a conseguirla.

No la traiciones
Todos sabemos que es muy difícil entrar en su reino y ser aceptados, pero tenemos que intentar ser lo más perfectos que podamos ser. ¿Por qué me reconforto siendo un 7 si puedo ser un 10?. Yo merezco ser un DIEZ, yo tengo todas las capacidades, todas las herramientas para ser un diez y me estoy desperdiciando. Bueno, para eso está Ana. Ella no va a dejar que te desperdicies como persona, que te sientes sobre tus capacidades y las aplastes con tu culo y cuerpo gordos. Queremos lo mejor para vos, Ana siente que ella es lo mejor para vos. Y tiene razón.
Cuando dejes de comer te vas a dar cuenta de todos los beneficios y vas a arrepentirte por haber comido desde toda tu existencia, convirtiéndote cada vez en un ser menos y menos digno del amor de Ana y del amor de todo el mundo que la acompaña. Ese mundo cristalino y glorioso.

No comas
Diferenciate de todo el mundo. Todo el mundo come, es algo normal, algo que puede hacer cualquiera: desde el médico hasta el que barre la vereda en la calle. Pero vos sos algo más que esas personas. Vos podés aguantar el hambre. Vos no necesitás nada más que tu propia piel y aroma de pureza, no necesitas la comida, no necesitas a nadie. Podés vivir de vos misma... no querés que nadie se te acerque y corrompa el estado divino en donde estás.
Ya que Ana te alcanzó, no la dejes ir. ANA es sagrada y si te eligió es porque sabe que vos sos especial, que tenés más habilidades que todos los demás en este mundo de hipócritas.
Recordá que todos pueden comer, pero que se requiere una fuerza superior para dejar de comer y para resistir la profana tentación.

¿Qué es la anorexia?
Es un desorden alimenticio o un estilo de vida, según se lo quiera ver, o según se lo viva. Depende. Bueno, vayamos a lo que dicen los libros.
Anorexia es un desorden alimenticio en el cual una persona intencionalmente pasa hambre o restringe la comida que come aunque se siente hambriento, porque quiere llegar a llegar a algún peso en especial o quiere mantener el peso que es menor de lo considerado "normal". La persona se verá gorda aunque muchas de las chicas están en bajo peso, por debajo de la línea de lo normal o incluso desnutridas.
La anorexia usualmente comienza como una dieta para perder algunos pocos kilos, aunque la persona ya es flaca. Una persona con Anorexia puede no ver que está en un problema en su comportamiento. La dieta se convierte en obsesión y la persona puede desarrollar rituales con la comida tales como cortar en partes muy chicas o pesar la comida antes de comerla. La anorexia hace trucos en la mente y se convierte más y más controladora en cuanto el tiempo pasa. Los chicos de muestran signos de perfeccionismo tienen más predisposición a tener anorexia.
Un comportamiento de purga también puede ser síntoma de anorexia. Por ejemplo alguien que pasa días y semanas sin comer y después come de todo y busca un método de compensación como tomar muchos laxantes o vomitar. La persona se siente muy culpable por haber comido y por eso acude a los métodos compensatorios. Otros métodos son: cortarse y ver correr la sangre, golpearse contra las paredes, tirarse del pelo, etc. Las anoréxicas tienden a tener una baja autoestima y la imagen distorsionadas de ellas mismas. Sienten que no valen nada y que no tienen esperanzas.

Síntomas

• Pensamientos obsesivos sobre el peso, la forma del cuerpo y la ingesta de calorías
• Comportamiento de purga: vómitos autoinducidos, abuso de laxantes o diuréticos o exceso de ejercicio.
• Sentimientos de extrema culpa o vergüenza. Estos sentimientos rondan siempre el área de la comida y del peso o de la forma del cuerpo o la cantidad de calorías consumidas
• Constante consulta con la balanza, comportamientos al estilo de rituales como pesarse tres veces por día.
• Sentirse gorda o verse gorda aun cuando está desnutrida
• Las anoréxicas ven la grasa que no existe porque tienen una visión distorsionada de su propio cuerpo
• Amenorrea: perdida del periodo menstrual
• Escapar a las comidas aunque estén hambrientas, restringir calorías aunque se estén muriendo de hambre
• Las anoréxicas se niegan la comida porque creen que las hará gordas
• Crecimiento de un cabello fino en todas las partes del cuerpo (pelo de bebé). Esto lo hace el cuerpo para protegerse del frío constante por la falta de calor en el cuerpo (que lo traen las calorías de la comida).
• Intolerancia al frío
• Fatiga y desmayos, acompañados de sentimiento de "estoy perdida"
• Irregularidades en el corazón
• Irregularidades causadas por la malnutrición
• Contracturas y calambres en los músculos
• Tendencia a aislarse: el aislamiento es una de las características más vistas en las anoréxicas. Tienden a alejarse de la familia y los amigos por miedo a ser alimentadas.
• Comportamiento extraño con la comida: cortarla en pequeños trozos o esconderla y luego tirarla
• empujar la comida a los lados del plato para que parezca que comió más
• El abuso prolongado de estos comportamientos puede causar infertilidad (consecuencia de la amenorrea).
• Dolores en el pecho, cabeza y garganta.

Así de glamoroso es ser anoréxico. Todo esto y mucho más por la escabrosa
suma de: no comer nunca más. Siempre creí que tenía todo controlado. Hablaba como si supiera desde hacía muchísimo tiempo lo que me estaba pasando. Lo cierto es que era novata pero mi hambre de información me había enterado de muchísimas cosas que necesitaba transmitirle a mis colegas (es decir, al resto del mundo que sufría hambre y visitaba mi página.
Cuando digo “resto del mundo” no estoy exagerando: recibía emails desde Estados Unidos (mayormente), España, México, Perú, Australia, Nueva Zelanda, Alemania y obviamente Argentina. En España y Estados Unidos los medios ya estaban revoloteados con este tema: cuando creé mecomoami estaban en pleno auge. Por eso la mayoría de las páginas españolas y americanas habían desaparecido: acudían a mecomoami como si no hubiera otra opción, ansiosas por ser escuchadas y con suerte comprendidas.
A su vez, creé un grupo donde las visitantes de mecomoami podían intercambiar mensajes entre ellas. El grupo, con el mismo nombre que la página, también tuvo que ser trasladado varias veces porque Yahoo seguía cerrándome las puertas de su reino en el ciberespacio. Al parecer, no les gustaba la princesa que era.
Princesa: así les llaman en España a las anoréxicas. Lo supe meses después de haber creado mecomoami. Irónicamente en aquella época solía salir a la calle con una corona de strass… una macabra coincidencia. Yo era una princesa, sí. Eso sentía: era delicada, inteligente y frágil. Demasiado quizás. A veces hasta me olvidaba de las dos leyes que yo misma había inventado. Les aconsejaba a las chicas que me pedían ayuda que comieran más de lo que yo comía: necesitaba sentirme fuerte, pero no lo estaba. Era débil, estaba muriéndome.
Pronto la universidad se volvió nula y lo único que quería era irme a vivir sola a un departamento para poder verlo a Alejandro. Mi vida era esa: llegar de la UCA, decir que ya había comido, encerrarme en mi habitación, leer emails de anoréxicas desperdigadas por el mundo, darles consejos online, charlar con algunas e irme a dormir sin cenar, ni estudiar, ni hablar con mis padres. Intentaba evitarlos más de lo que intentaba no comer. No quería hacerles mal, no quería que se dieran cuenta de que me estaba haciendo mal. Por supuesto, en aquel momento no entendía la magnitud de mis problemas; ni siquiera entendía a la anorexia como un problema, lo cual acrecentaba el riesgo de una pena eterna. Si seguía adelgazando iban a poder enterrarme dentro de una caja de fósforos. De diez fósforos.

Un cuerpo imperfecto
refleja a una persona imperfecta

No admires lo que sos sino lo que podés llegar a ser. No se puede ser demasiado rico ni demasiado flaco. El dolor es temporal, la gloria es eterna. El hambre duele pero funciona. Los huesos definen quiénes somos realmente, dejá que se vean. Comé menos, pesá menos. Mi cuerpo es puro: es un pecado corromperlo con comida. Frases que llenaban mi página de poesía, de energía para seguir adelante. Inspiraba a las que creían que iban por mal camino y nos recordaba a quienes nos sentíamos triunfadoras que aún no habíamos ganado nada.
Ese es el tema con la anorexia: cuesta definir los límites y casi nunca las cosas salen como las planeaste. Pasé en tres meses de pesar cincuenta y cuatro a cuarenta y siete. Cuarenta y siete kilos para un metro sesenta y siete de altura: no era extremadamente flaca (bueno, algunos dirán que sí) pero sí era extremadamente inesperado para una persona que a los doce años pesaba sesenta y cuatro, es decir: casi veinte kilos más. No puedo explicar lo que sentía en ese momento, lo que sí puedo decir es que no podía compartirlo con nadie. Mis amigas habían dejado de serlo: no quería ver a nadie porque ya casi no podía disimular el cansancio en mis ojos, en mi cabeza, en mi piel, en todo mi cuerpo y espíritu. Aquellos cuarenta y siete kilos me pesaban una tonelada en la consciencia. Muchas personas se percataron de lo mucho que había adelgazado (a saber: diez kilos en tres meses) pero solo una tuvo el coraje de enfrentarme y adivinen quién fue.
“No me gustas tan flaca, me parece que te voy a partir si te toco”. Escuchar aquello de los labios de Alejandro me dio satisfacción. Me había roto toda la vida, desde que lo conocí pero en este momento se estaba dando cuenta de mi fragilidad. Mi delgadez estaba dándome frutos: estaba conscientizando a Alejandro. Era todo lo que quería ¡era más de lo que quería! Desafortunadamente que Alejandro me dijera eso no fue suficiente. Necesitaba más. Necesitaba verme los huesos de la cadera, los huesos en mi espalda, las costillas puntiagudas que me dolían al dormir. ¡Aquel dolor exquisito! Calambres en las piernas y el cerebro en remojo. Un cuerpo perfecto para una mujer perfecta. Y sin embargo aún no era feliz.
Comencé a jugar con mis límites: necesitaba desafiarme una vez más. Empecé a ayunar cada vez más seguido y junto con el ayuno llegaron el deterioro emocional y un mal funcionamiento social. Me acuciaba una depresión severa: me confundía sentirme contenta por no haber comido y a la vez extremadamente triste sin razón aparente. Ya no veía a mis amigas y mi buen humor había desaparecido por completo. Tenía problemas gastrointestinales, ansiedad, necesidad de dormir, mareos, terribles dolores de cabeza, problemas visuales (“todo me da vueltas” “no puedo leer”) y un frío escabroso. Aquello era lo que más detestaba: el frío. Así hicieran treinta y cuatro grados de calor yo necesitaba algo de lana para taparme: un pulóver, una bufanda. El frío de ana, la reina gélida. Yo misma me había convertido en una mujer triste, fría y superficial. En la universidad a la hora del almuerzo (entre recreos) miraba comer a mis compañeras y me invadía un deseo incontenible de reírme amargamente. Tenía a la vez ganas de comer pero disfrutaba inmensamente verlas devorar, incrustando sus dientes en sándwiches y chocolates. Las más vergonzosas decían que querían cuidarse y por eso comían una manzana. ¡Una manzana! Una manzana tiene más calorías de lo que yo comía en una semana. No podía comer una manzana, ni siquiera eso. Podía, tal vez, consumir un sobrecito de edulcorante por día (tres calorías) para no morirme. Además, tres calorías las quemaba caminando una cuadra.
Nunca fui muy buena en matemáticas y sin embargo, con Ana aprendí todas las cantidades que podía comer: cuántos vasos de jugo, cuántos de gaseosa light. Sabía las calorías de todos los alimentos que podía llegar a ingerir en algún momento de mi vida no-anoréxica y de muchos otros que ni siquiera existían en este país. Aún sé las calorías como si fueran el padre nuestro (mentira, el padre nuestro no lo sé).
Claro que muchas veces tenía mis momentos de flaqueza, entonces en un cuaderno hice anotaciones que más tarde formaron parte de mecomoami. Algo así como “diez claves para un ayuno exitoso”.

1. No le digas a nadie que estás ayunando
Ayunar está muy bueno pero todo el mundo se va a dar cuenta de que lo estás haciendo y no queremos eso, no queremos que todo el mundo sepa los beneficios del ayuno y que se copien ¿o si? El problema es que si hacés el ayuno la gente va a estar esperando que bajes de peso y si por alguna razón no podés hacerlo, te vas a sentir muy mal. En cambio, si no le decis a nadie que estás ayunando, cuando se vean los beneficios todos te van a halagar y a preguntar tu secreto. ¡Shhh! ¡No lo digas!!! Además, la gente va a pensar que estás loca porque no van a entender que pases días y días sin comer y que no le temas a las consecuencias (¿pero cómo alguien le puede temer a ser perfecta?).
¡Te vas a volver una fanática del ayuno!La gente va a tener miedo. Miedo, miedo, miedo, ¡eso es lo último que necesitas en tu camino para ser perfecta! Además, no le cuentes a la gente que estás ayunando así se convierte en tu pequeño secreto (no tan pequeño) ¡lo cual lo va a hacer mucho más interesante! ¿A quién no le gusta tener algo para contar y tener que guardárselo?
Tu ayuno es entre Ana y vos, nadie más tiene que saberlo. Y cuando estés tentada de romperlo acordate de cuanto Ana te ama y cómo quiere lo mejor para vos. Ella solo quiere que seas perfecta, le debes a ella todo tu respeto. Mirá la cara de Ana en esa galletita de chocolate que moris por comer. Pensá en cómo sacrifica ella todo su tiempo dedicándose a vos. ¡No se merece que corrompas tu cuerpo y le faltes el respeto!
2. Apagá el televisor
En todas las publicidades aparece COMIDA, comida = NO. O sea, apagá el televisor, además se supone que no tenés nada más en qué pensar. Ponete a leer un libro de calorías, empezá tu propio diario anoréxico en Internet... ALGO. ¡¡¡Algo que no tenga nada que ver con comida!!!
3. Háganse amigas
Obviamente es más fácil encontrarte con una amiga a charlar de pavadas que con Ana a plantearte cuál va a ser tu futuro. Y no queremos hacer siempre lo más fácil, ¿no? Además esas amigas siempre te dicen que estás muy flaca y casi te obligan a comer las medialunas que compró esa madre GORDA que tienen. Y la madre-gorda te hace pensar en que JAMÁS querés parecerte a ella... pero las medialunas están todavía ahí y vos hace dos días que no comes nada. Acordate que estás débil y no podés hacer ejercicios sin desmayarte a los quince minutos, así que esas 160 calorías son espantosas porque no las vas a quemar ¡VAS A ROMPER EL AYUNO! Yo que vos me quedo con Ana solita en mi casa, donde no te tiente el diablo. Ana es SIEMPRE la mejor compañía.
4. Date un banquete con lo que Ana dice
Imaginate todas esas horas que gastas leyendo el diario o viendo televisión o escuchando radio. Ahora, durante tu ayuno, vas a tener que SATURARTE DE ANA. Todo va a tener que estar relacionado con ella.
¡Cuidado! Quizás puedas desarrollar una mente abierta, una mente nueva y vas a empezar a pensar diferente. Ahora estás llena de energía, no necesitas la comida. La palabra de Ana te alimenta lo suficiente como para sobrevivir. ¡Date cuenta, podrías vivir sin comer y nada sería malo! ¡Serías pura y perfecta!
5. Meditá
La mente humana es genial. Uno puede convencerse de cualquier cosa últimamente. Y así como aquella vez te convencieron de que una medialuna tenía 10 calorías cuando en realidad tiene 160, uno cree lo que QUIERE creer. Así que meditá y CREETE que no necesitas otra cosa que a Ana en tu vida. Que podés ser independiente Y NO NECESITAS comida. Es cierto, creetelo. El hombre es un animal de costumbres.
Te vas a sentir tan poderosa... meditá mientras los otros comen, mientras corrompen su cuerpo, mientras ensucian sus intestinos. ¿Cuánto hace que no vas al baño? ¿Viste que podrías vivir sin baño?

6. Salí a caminar sola
Nubes, la brisa en la cara, flores, árboles, sol, luna y estrellas. Esas son las cosas que Ana te muestra para ayudarte a entender que la vida es hermosa sin comida, que el sol sigue ahí aunque no comas: para ayudarte a entender que las cosas imprescindibles se quedan, LO INNECESARIO SE VA (como la grasa y la comida y todo lo demás q no necesitamos).
7. Tomate un recreo, fumate un cigarrillo
Fumate un cigarrillo, calmá esa ansiedad. Sin interrupciones. Andá a un lugar donde nadie te moleste. El cigarrillo no es bueno pero peor es una hamburguesa.
8. Quedate quieta
Muchos de tus sueños y palabras no tienen sentido, eso van a decirte. Así que mantenete cerca de Ana, ella te va a guiar en el camino. No te ensucies la boca con palabras insignificantes. No des explicaciones de por qué estás ayunando. Nadie merece esas explicaciones, vos forjas tu propio destino y sabés que no estás sola. Así que quedate quieta, Ana y miles de otras chicas están ayunando al mismo tiempo que vos. Y solamente las más valientes, las que no tengan miedo, las que no sucumban ante la sensación y aquellas que se queden quietas, tranquilas y no se ensucien la mente con palabras insignificantes serán las sobrevivientes.
9. No sucumbas ante la tentación
Esa porción de torta no va a hacerte más feliz y en cambio ser perfecta sí. Imaginate, son dos minutos comiendo torta y la vida pagando las consecuencias; o no comer nada y ser perfecta y agradecerle a Ana toda la vida por haberte ayudado a resistir la tentación. Pensalo, es fácil. Durante el ayuno vas a estar rodeada de comida: amigos, familiares, novio, todos van a querer alimentarte "estás muy flaca", te van a decir. Y QUE EQUIVOCADOS ESTÁN! No existe "muy flaca", no-existe. No se puede ser demasiado rico ni demasiado flaco. Corré el riesgo, ¡tené hambre! explora el vacío de tu estómago, sentí tus costillas... ¡te falta tan poco para ser perfecta!
10. Dormí
Aprovechá, porque vas a estar cansada por no comer. Eso quiere decir que estás llegando a la perfección; el cansancio es la respuesta a todo ese esfuerzo que estás haciendo. Vas a ser cada vez más hermosa, cada vez más parecida a Ana, la perfecta. Vas a ser una diosa y todos van a envidiarte... todos van a querer estar con vos y vas a estar tan orgullosa de lo que sos que no vas a querer compartir con nadie el secreto. El secreto es que Ana te llevó a donde estás y no la querés compartir con nadie. Porque nadie más la merece en su vida. Lo hiciste. Llegaste, ayunaste.
Lo bueno de mi página era que llamaba a la solidaridad. Así, mis mejores amigas de ese momento eran quienes me ayudaban a mantenerme en forma. Muchas veces jugabamos competencias: a ver quién podía adelgazar más kilos en determinada cantidad de días. No me era muy difícil ganar, porque siempre fui muy obstinada. Podía pasar días y días sin comer: el problema no era mi voluntad o mi autocontrol, el problema eran mis viejos. Ellos eran la única razón por la que podía parar. Cuando veía que mamá me ponía muchas caras o la escuchaba llorar con mi papá, empezaba a comer de nuevo y perdía las competencias. Por eso solo bajé diez kilos, por eso pesaba cuarenta y siete y no treinta y ocho: por mis viejos, por mi ser consciente del mal que les estaba haciendo. Siempre que llegaba a ese límite volvía a la vida, a comer, a sufrir comiendo.
En mecomo además de grupos había testimonios que me enviaban chicas anoréxicas contando quiénes eran, qué hacían, de dónde eran, por qué eran anoréxicas y que sentían al respecto. Todas ellas me agradecían fervientemente que existiese mecomo y con ella la posibilidad de expresarse. En algún momento, además de los testimonios, abrí un “concurso” para escribir cuentos y publicarlos en mi página. Yo había escrito un par de cuentos y sorpresivamente muchas otras chicas también escribieron para mecomoami. Fue maravilloso saber que mi personaje, Lágrima, tenía tanto alcance.
Muchos de los emails que recibía se habían vuelto casi fanáticos: me decían que yo era su ídolo y que querían parecerse a mí y que tenían mis fotos en sus computadoras y billeteras. Todo aquello era la gloria para mí: siempre había sido una persona rechazada, en este momento miles de chicas conocían mi nombre (bueno, seudonimo), me adoraban y querían parecerse a mí. Era la gloria y sin embargo no tenía gusto a nada. En todo caso, el gusto se evaporaría tempranamente cuando surgiera otra gurú de la anorexia o cuando alguna periodista española intentara derrocarme, sin éxito.
De: malena ortelli
Asunto: ¿Qué estás diciendo?

Me he quedado asustadísima después de leer lo que has escrito animando a chicas a que sean anoréxicas. No tiene ninguna gracia lo que dices de vivir del aire. Sé lo que es ser anoréxica y, créeme, no es nada agradable ingresar en una planta de psiquiatría, ser entubada por la nariz porque te niegas a comer y permanecer así semanas y semanas hasta que llega un momento en el que el médico ve que ya eres capaz de tomarte una mísera naranja. En ese momento la pelas, la despellejas poco a poco intentando que sólo entre en tu estómago su jugo. Al final, no consigues salir de la anorexia porque ya tocaste fondo hace tiempo y nada ni nadie puede salvarte. Tus huesos se debilitan, tus parámetros sanguíneos son lamentables y tan sólo te queda una muerte lenta y agonizante haciendo sufrir a todos los seres queridos que te rodean y que no paran de preguntarse ¿qué hicimos mal? ¿por qué no pudimos evitarlo? Destrozas tu vida y la del resto.
Es muy triste no saborear la vida, ser incapaz de compartir una buena cena rodeada de amigos saboreando cada bocado que el plato, y la vida, te da. Si mis palabras no te han servido de nada, por lo menos permite que gente joven que todavía no ha tocado fondo, pueda escapar del vómito y abrazar una vida llena de colores. NO SIGAS ESCRIBIENDO MENSAJES ENVENENADOS, POR FAVOR.
Gracias.
Malena

De: Lagrima Japonesa
Para: Malena Ortelli
Asunto: RE: ¿Qué estás haciendo?

Mirá Macarena...
Yo estudio periodismo y si algo aprendí es que no se puede censurar a la gente. Yo odio la droga, la detesto, pero respeto a la gente que se droga. Mientras no me molesten a mí... no me interesa lo que hagan. Por otro lado, yo no estoy incentivando a las chicas a perder peso ni a seguir ningún estilo de vida, solamente estoy diciendo que nosotras tenemos derechos como cualquier otra persona y que NO pueden obligarnos a hacer nada si ya tomamos una dirección, un curso de acción en la vida.
Me molesto en contestarte porque tu email fue bastante respetuoso. Pero en todo caso el único mail envenenado acá es el tuyo, yo no estoy envenenada. Yo cada día soy más perfecta y cada día estoy más feliz.
Sinceramente,
Lagrima

De: Malena Ortelli
Para: Lagrima Japonesa
Asunto: re: ¿qué estás diciendo?

Lagrima,
Yo también he estudiado Periodismo y mi actitud no es de censura. Si me quedara callada, si no intentara abrir los ojos a la gente que me rodea y se equivoca (sea un drogadicto, un alcohólico o una anoréxica), si veo injusticias a mi alrededor y, simplemente, por el mero hecho de que a mí no me afectan directamente, me quedara callada, sería una egoísta y sólo podría calificarme de inhumana.
Entiendo que tú ya hayas alcanzado un grado en tu enfermedad en el que, lamentablemente, nada ni nadie te puede hacer despertar de la pesadilla en la que te hallas sumida. Pero no me puedo quedar callada al ver cómo os animáis las unas a las otras hacia el camino de la autodestrucción. Porque, desgraciadamente, tus palabras llegan a mucha gente, a muchas chicas que todavía no tiene forjada una personalidad madura y pueden hacerles mucho daño, pueden hacerles caer.
Poniendo tu ejemplo del drogadicto, igual que me parece abominable que un drogodependiente persuada a otras personas a meterse un tiro de coca, del mismo modo considero lamentable que alguien que se está muriendo por no comer, anime a otras personas a seguir el mismo camino. Porque el final, sea un drogadicto o una anoréxica, es el mismo: la muerte.

Malena
De: Lagrima
Para: Malena Ortelli
Lamentablemente o gracias a dios, no sabés de lo que estás hablando. Es muy difícil saber qué es lo que vivo cuando en realidad no estás al lado mío y lo único que lees son las cosas que escribo. En fin, tendré que darle explicaciones de lo que hago a quien realmente las merezca.
Me parece estúpido que presupongas que yo estoy incentivando a chicas a que sean anoréxicas, me parece tonto lo que estás diciendo. Es decir, no porque seas partidaria de algo tenés que estarle haciendo propaganda inevitablemente. Por ejemplo, tengo un amigo que se droga y no está haciéndole propaganda: "hey, fumen porro que está re copado". No es ESO lo que estoy haciendo.
Lo que yo quiero hacer es que la sociedad acepte a este pedacito de sociedad, a esta minoría que somos nosotras: las que hemos elegido un estilo de vida diferente al del común de la gente. Y gracias a dios tenemos la posibilidad de elegir todavía. Podemos elegir qué comer y qué no comer. Podemos elegir alejarnos de la gente que come asquerosamente y engorda y después se lamenta diciendo que está gorda. Me parece estúpido que estés haciendo una campaña en contra de Ana, aún sin saber lo que es.
Con estos emails no vamos a llegar a ningún lado. Y yo estoy siendo una estúpida porque me re enganché con esto y seguramente solo me estés sacando información para una revista, un periódico, una radio o un informativo. De todas maneras mi Orgullo Anoréxico y yo te pedimos que desistas. No quieras hundirnos porque vamos a elevarnos de nuevo, como el ave fenix. Vamos a resurgir de las cenizas y seremos cada vez más fuertes.
Estoy segura de que ya entendiste que yo no estoy promoviendo el estilo de vida. Solamente estoy apoyando a aquellas que YA lo eligieron y que se sienten solas. Sin los grupos, sin las páginas, las chicas se sentirían muy solas. Estamos acompañadas ahora. Somos conscientes de lo que hacemos y así como yo no te obligo a no comer, dejanos en paz y no promuevas que nos obliguen a comer.
Lagrima

De: Malena Ortelli
Para: Lagrima
Asunto: RE: :)

Querida Lagrima,

No te preocupes, aunque te parezca mentira, no estoy tratando de sacar información para ningún reportaje, tan sólo te escribí espontáneamente porque me pareció muy duro lo que decías. Sé que soy una ilusa, porque es muy difícil conseguir cambiar a un enfermo psiquiátrico cuando ya ha llegado a un punto demasiado obsesivo. No lo conseguí con mi madre y sé que no lo voy a conseguir contigo.
Lo peor de vuestra situación es que no os consideráis enfermos. Tú misma ves tu enfermedad como un estilo de vida. Igual que un terrorista no ve sus asesinatos como un crimen, sino como un medio de acercarse más a Alá.
No sé cómo estará tu amigo drogadicto. No sé si simplemente se fuma unos porros o si verdaderamente tiene un problema. Pero en el caso de que esté verdaderamente enganchado, él al menos tendrá una muerte rápida: un ataque al corazón repentino o un derrame cerebral. No se enterará.

Desgraciadamente, a vosotras las anoréxicas no os ocurrirá. Vuestra muerte es lenta, muy degenerativa, consumiéndoos poco a poco en la cama sin poder levantaros, sin fuerzas y con dolor.
No sé si tienes familia y amigos (amigos de verdad, no anoréxicas), pero créeme cuando te digo que si los tienes no sabes hasta qué punto les estás haciendo sufrir. Es horrible querer a alguien y no saber cómo ayudarle. Es una impotencia tan grande que no se la deseo a nadie.
En fin, ya no te molesto más. Simplemente quiero terminar diciéndote que si alguna vez te sientes confusa y desolada, aquí tienes a alguien con quien hablar, aunque no te diga lo que quieres oír.

Suerte,
Malena

De: Lagrima
Para: Malena Ortelli
Asunto: RE: :)
Me resulta un tanto gracioso que compares a un terrorista que mata a millones de personas con una anoréxica que intenta salvarse. Realmente no tienen NADA que ver. De todas maneras, no nos vamos a poner de acuerdo. Y te recuerdo que NO somos pacientes psiquiatricas, estamos cada una en su casa, contentas de cómo somos. Si no estuviéramos orgullosas de lo que somos estaríamos encerradas en algún lugar llorando por los rincones. Yo no ando por la calle con insignias pro-anorexia. No demando atención, la gente que me quiere sabe de mis elecciones y las respetan. De todas maneras te agradezco la gentileza de prestarme el oído.
Ojalá algún día entienda cómo pensás... lo que no me queda claro es la comparación anorexia-terrorismo... ¡es increíble cómo puede imaginar la mente de un periodista! No, en serio. Lo que te quiero explicar, no para que te quedes tranquila por mí, sino por todas las chicas que están conmigo, es que yo no estoy enferma. Yo peso 50 kilos. Eso no puede considerarse anoréxico en desde ningún punto de vista. El peso más bajo que tuve fue 47 y el peso que quiero tener ahora es 45 nada no-saludable. Yo no me quiero morir de anorexia, el día que quiera morirme me voy a tirar de un 10mo piso. La anorexia es una manera de enfrentar mis problemas y de controlar mi vida que estuvo muy descontrolada hasta que llegó Ana.
Hasta siempre,
Lagrima

De: Malena Ortelli
Para: Lagrima
Asunto: re:re: :)

No sabes lo que me alegra lo que dices, ¡eso significa que todavía estás a tiempo de dejar esa locura del "Ana" como tú lo llamas! ¿Tú sabes cómo te puedes quedar con 45 kilos? A no ser que midas 1,50 m, ese peso es de extrema delgadez!

Lo único que te pediría es que antes de que empieces con tu campaña hacia la muerte, te pases por la planta de psiquiatría de cualquier hospital y hables con las anoréxicas allí ingresadas, con sus familiares y con los médicos que las atienden. Y veas el verdadero significado de ese "estilo de vida" que consideras tan divertido y respetable.
Por como escribes, pareces una chica muy inteligente y es una pena que lo eches todo por la borda...
Malena

¿A favor de Malena o de Lágrima? Qué difícil decisión; digo, para mí, hoy por hoy. Entiendo a Lágrima y me da pena Malena desde su impotencia. Yo sí pesaba 47 kilogramos y no quería de ninguna manera pesar 50, pero eso no lo sabía esta periodista. Desafortunadamente yo tampoco sabía que me estaba descarrilando y que aquel tren no tenía frenos.

Anoréxicamente correcta

Estaba desbarrancada pero no podía notarlo. Aún así, dentro del despliegue de maldad y hambre sabía que tenía mis propios límites para respetar. Vivía basada en aquellas dos leyes que había inventado para mi mundillo hambriento, pero aún así había algo mucho más poderoso que mis reglas y eran mis padres. Nunca pude contra ellos porque en realidad nunca quise ir en su contra. ¿Cómo puedo no ser condescendiente con la gente que me hospeda en su casa? Así los sentía: las palabras “papá” y “mamá” ya no salían a borbotones por mi boca, ahora vivía en “la casa de mis viejos”. No pertenecía a ningún lugar y en ninguno me sentía cómoda.
La universidad se había vuelto un fastidio: mis supuestas amigas (que en aquel momento no lo eran tanto) comenzaba a fastidiarme a diario con miradas inquisidoras ya que ninguna se atrevía a preguntarme si me estaba muriendo definitivamente. Supongo que en estas situaciones siempre es más fácil hacer la vista gorda o mirar para otro lado. Y la gente suele elegir lo más fácil, claramente, porque es lo que demanda menor esfuerzo. ¿Quién podía gastar algo de sus fuerzas en intentar ayudar a alguien que pensaba que no necesitaba ayuda? Bien, nadie; pero eso no lo sabían: ellas no sabían si yo quería, necesitaba o estaba dispuesta a recibir ayuda. Nunca me lo preguntaron y quizás así me facilitaron el camino directo a la perdición.
No podía contar con ellas porque mi mundo era algo excéntrico. No iban a entender mis juegos, ni mis leyes, ni lo mucho que me molestaba que comiesen en frente mío; por eso era mejor dejar de verlas tanto y por eso necesitaba irme a vivir sola. Ya no quería tener que estar inventando que iba a dormir a lo de Pilar o María o Dolores o quién fuera: necesitaba mi propio departamento. En mi casa se estaban viviendo momentos de agobiante tensión que ni mi cuerpo ni mi alma podían soportar y a la vez, sentía que estaba matando a mi padre y desahuciando a mi madre. Mis hermanos nunca se enteraron de nada de lo que estaba pasando, mi diálogo con ellos era casi nulo en ese entonces. Mejor no involucrarlos, son chicos. Ana me había convertido en una marginal o yo había elegido serlo con tal de serle fiel a mi diosa adquirida, me escondía de mis padres porque quería evitar peleas, me escondía de mis amigas porque quería evitar que se dieran cuenta de todo lo que me estaba pasando… ¿qué me quedaba? La respuesta a todos mis problemas: Alejandro. Me iba a refugiar en él, una vez más.
No iba a ser tarea fácil volver a verlo porque ya estaba viviendo en Monte Grande con aquella mujer y su hijo, así que pensé que no iba a ser bien recibida en aquella casa. De todas maneras, por aquella época ya mantenía un dialogo mucho más fluido con Alejandro y nos habíamos vuelto a ver espontáneamente.
Una noche de octubre que más parecía diciembre por lo calurosa, salí con Dolores y Pilar a tomar algo cerca de Palermo. Una vez ahí Alejandro me llamó por teléfono y me dijo que estaba con su amigo Petho, que nos podíamos encontrar todos. Me pareció una idea fantástica así que manejé hasta Plaza Serrano con mis amigas en el auto. Cuando lo vi estaba sentado en una mesa con una cerveza en la mano. Lo acompañaba Petho, un personaje de mi pasado de chat, a quien no veía desde 1999 en aquella maldita reunión de chat donde lo había conocido a Alejandro. Saludé a Hogweed primero y luego a Petho, quién dijo entusiasta: “¡Clarita! ¿Cómo andás?”. ¡Si supieras, Petho, lo lejos que estaba Clarita aquella noche!
Pilar, Dolores, Ale, Petho y yo estábamos sentados hablando de temas estúpidos que solo pueden tocarse los sábados por la noche, cuando de repente Alejandro hizo una observación: “miren, en la mesa de al lado hay una parejita que recién se conoce; apuesto a que hicieron una cita a ciegas y se conocen del chat”. Dolores y Pilar son únicas, nunca tuvieron problemas para dialogar con extraños, para robar por minutos gorras, anteojos o cualquier otro accesorio masculino con tal de atraer atención. Así, dignas a su estilo, le hablaron a la pareja al lado nuestro: les preguntaron si se conocían del chat y dijeron que sí, que hoy era la primera cita. Aquello fue para mí un baldazo de estalactitas puntiagudas todas sobre mi sien: pensé en advertirle a aquella desconocida que no se metiera con gente del chat, pero ¿qué le iba a decir? Además me ganó Alejandro: “nosotros también nos conocimos por Internet, hace ya cinco años”. Dolores y Pilar aplaudieron con ganas y cantaron graciosamente: “¡piquito! ¡piquito!” pidiéndoles que se dieran un beso. La mujer se mostró algo insegura y su pareja se inclinó sobre la mesa y le dio un beso. Todos aplaudimos, nos reímos con ganas y solamente yo me sentí hundida en un frío polar que me obligó a ir al baño donde había paredes y me iba a resguardar un poco del clima que solo yo sufría a causa de mi falta de calorías.
Cuando volví del baño noté un ambiente extraño en la mesa. Un par de horas más tarde, Alejandro me dijo si quería irme con él y accedí. Antes de irme, Dolores me dijo: “hablé con Condorito, después te cuento”. No entendí lo de Condorito, así que me fui con Ale a lo de Petho. Obviamente él no quería que fuese a su casa y conociera a su perfecta familia de cartón, con su esposa trabajadora y su hijo adoptado. Así que fuimos a lo de Petho. A la mañana siguiente, me despedí y volví a casa intentando recordar qué me había dicho Dolores, pero sin éxito. Cuando llegué a casa la encontré en el chat y eso me aclaró las cosas.
jirafa extranjera dice:
Después te tengo que contar lo que hablé con Condorito
Lagrima dice:
¿Quién es Condorito?
jirafa extranjera dice:
Alejandro
Lagrima dice:
¡Contame ya! Me muero de intriga, dale.
jirafa extranjera dice:
Yo estaba un poco borracha y suelto fácil la lengua. Le pregunté si te quería y me dijo que sí. Y yo le dije que para mí era un aprovechador de gente, porque no pensaba en vos, o sea, que está con vos y no sabe lo que significa para vos. También le dije que el amor implicaba respeto; me dijo que te respeta y que vos sos adulta y podes tomar tus propias decisiones. Igual re metida porque cada relación es un mundo y no me tengo que meter pero bueno, yo te quiero y no te quiero ver mal. Y le dije que no te dijera que estabas gorda y fea porque él es gordo y feo, no vos.
Lagrima dice:
¿¿¿Le dijiste q era feo y gordo???
jirafa extranjera dice:
No se lo dije tan directamente, pero digamos que lo rebajé bastante. Cree que tiene todo claro y no es así; es pendejo y no sabe cómo manejarse.
Lagrima dice:
¿Hablaste algo más?
jirafa extranjera dice:
Sí, me dijo algo más pero de eso quiero hablar con vos personalmente.

A partir de ese día mi vida consistía en evitar a Dolores; no quería enterarme de que Alejandro había dicho algo malo de mí o respecto de mi anorexia. Rezaba anónimamente a cada minuto para que todos mis planes siguieran durmiendo en la oscuridad de la ignorancia. No quería que nadie supiera lo que estaba haciendo, planeando o imaginando. ¿Qué era tan terrible que Dolores quería hablarlo personalmente conmigo?
Una mañana en la universidad, Doli me tomó desprevenida y con sueño. “Tenemos que hablar” me dijo. Mi mundo tembló. En aquel momento quise ser gorda y no haber conocido jamás a Alejandro ni a Ana ni a la UCA. Dolores enmarañadamente me comentó que ya sabían todas acerca de mi enfermedad. “Sabemos que estás enferma, que vomitas, que no comes, que tomas pastillas. Lo único que quiero decirte es que confíes en nosotras y que te queremos muchísimo y que no queremos que te pase nada malo. Buscá ayuda, por favor. Entendemos lo terrible de tu situación y queremos ayudarte. No nos aisles. Mi prima hace diez años que está internada con bulimia y anorexia y se está muriendo. Era hermosa y ahora es simplemente un vegetal, está completamente loca. Nos tiene hartos a toda la familia, vos no sabés lo que es. No quiero que te pase eso, por favor cuidate”.
Me quedé helada. Nunca me hubiera esperado esa sinceridad brutal. Le dije que no sabía de qué estaba hablando: “¿Vos me ves esquelética a mí? No. Así que no tenés de qué preocuparte. Por favor, en serio, ocúpense de sus cosas y dejen que de las mías yo me haga cargo. El día que me vean mal o muriéndome dígame algo, pero ahora que estoy buscando mi bienestar, por favor, no me molesten. Te agradezco muchísimo esto pero no necesito ayuda y estoy espléndida. ¡Gracias de todos modos!”. Mentira, me sentía terrible. Dolores se fue cabizbaja y yo corrí a llorar al baño, donde me encerré por quince minutos: decidí que ahora que se habían metido en mi vida mi anorexia iba a tomar control total de mi vida y que no iba a parar hasta pesar cuarenta kilos. Aquel intento de ayuda solo había concebido un monstruo aún más poderoso dentro de mi cuerpo y mi malgastado cerebro: ahora iba a ser más dura que nunca. Ahora iba a ser la mejor anoréxica del mundo.
Aquella tarde cuando llegué a casa hablé indignadísima con Alejandro. Le conté lo que me había dicho Dolores y me llevé una desagradable sorpresa: él tenía más información que yo respecto de eso. Me dijo que cuando yo subí al baño aquella noche, Dolores le contó que yo estaba anoréxica y él había accedido a contarle su parte de la historia. Me dijo también que pronto Dolores confesó que habían llamado a mi casa. ¡Habían llamado a mi casa! “Y más de una vez –me explicaba Alejandro- llamaron para preguntarles a tus viejos si te veían comer y para decirles que están muy preocupadas por vos”.
Los insultos salieron de mi boca como vómito cósmico mezclado con mucha agua. Me invadió de pronto una impotencia escalofriante: ¿qué iba a hacer? Les dieron aviso a mis padres, ahora no tengo dónde esconderme. Necesito desaparecer o morirme: las estúpidas que se hacían llamar mis amigas me habían complicado la vida eternamente. Me las iban a pagar muy caro.
Según Alejandro mis padres les dijeron que se quedaran tranquilas, que yo en casa comía, lo cual era cierto. Yo podía pasar noventa y ocho horas sin comer pero si mis viejos me miraban raro, hacía mi mejor esfuerzo por complacerlos a la hora de la cena (y no es que me costara… ¡estaba desahuciada de hambre!). Así que pronto empecé a cenar con ellos todos los días para que las cosas se calmaran y en consecuencia empecé a vomitar cada cena después en la ducha mientras me bañaba. No iba a permitir que Dolores y compañía se salieran con la suya, no.

28 de octubre de 2003
Hogweed dice:
¿Vas a contarme qué pasó?
Lagrima dice:
Es largo, después te cuento. Lo único que te puedo decir es que me tienen cagando con las comidas y todo eso. Están haciendo que todo empeore. Y mi viejo está mal, por culpa mía. Se metieron con mi viejo que tiene un infarto encima. No tuvieron ni un poco de consideración, no lo pensaron. Un minuto de análisis ¡por favor!
Hogweed dice:
Yo no lo hubiese hecho pero hablar con vos, si se me complica a mí, me imagino a ellas...
Lagrima dice:
Es algo que tengo que resolver yo. No tengo diez años, ya es obvio que no hago lo que me indican. Hago lo que me parece que es mejor para mí. ¿Por qué pensaron que iban a lograr algo hablando con mis viejos? Lo único que consiguieron fue crear un caos en casa y que yo raje y no esté nunca acá.
Hogweed dice:
Mostrales que lo podés manejar y todo va a volver a estar OK, o mejor quizás
Lagrima dice:
Sí, no es tan simple. Quisiera tener la certeza de que a partir de ahora las cosas que te cuente quedarán entre nosotros. Sea lo que sea. Porque si tengo que limitarme hasta con vos ya sería el colmo.
Hogweed dice:
Son las desventajas de crecer y empezar a tener complicaciones pero ¡ojo que está bueno! Enfrentar "situaciones límite" es una de las formas en las que surge el pensamiento, la filosofía...
Lagrima dice:
Cuando está en juego la salud filosofar no resulta tan divertido, no está "tan bueno".
Hogweed dice:
¿Tu salud está en juego? Pero si vos lo tenés controlado... ¿o no?
Lagrima dice:
No seas irónico, no hablaba de mí salud. Ayer a mi viejo lo vi mal. No sabe bien qué me pasa pero hoy me dijo: "Cieli, no estés mal... que me pongo mal yo”.
Hogweed dice:
Bueno, te ocupa tranquilizarlo ahora. Mostrale que tenés todo "controlado" como me lo aseguraste a mí pero tratá de que él te crea
Lagrima dice:
¿Vos no me crees?
Hogweed dice:
¿Que lo tengas controlado? No.
Lagrima dice:
¿Te parece que ni siquiera soy capaz de controlar esto?
Hogweed dice:
Te creo capaz de mucho más pero me parece que el primer paso es asumir qué te pasa y no lo hacés.
Lagrima dice:
Habértelo contado es asumir lo que me pasa. Si hubiera sido grave no te lo habría contado.
Hogweed dice:
Si fuese grave y no me lo contás quiere decir que no confiás en mí tanto como me asegurás
Lagrima dice:
De hecho te lo conté y vos se lo contaste a otras.
Hogweed dice:
Y si asumís que te pasa, no veo por qué tenés que escondérselo a tus viejos. Y estás equivocada: no se lo conté a otras, porque las "otras" lo saben hace tiempo
Lagrima dice:
Lo sospechaban, manejaban hipótesis. Vos confirmaste todo. La culpa es mía por hacer que se junten mis mundos, no tienen ni que conocerse mis amigas, mis viejos y vos.
Hogweed dice:
Manejaban algo más que una hipótesis si fueron a hablar con tus viejos
Lagrima dice:
Fueron a hablar con mis viejos colgadas de un hilo, porque no sabían nada con certeza.
Hogweed dice:
Aunque yo no hubiese existido, con tus viejos iban a hablar igual. Cielo... no subestimes ni a tus amigas ni a tus viejos
Lagrima dice:
Igual no entiendo por qué no lo consultaron conmigo antes de mandarse tremenda cagada.
Hogweed dice:
Ese es otro tema y comparto tu opinión
Lagrima dice:
Ahora ni estoy con ellas, no quiero saber nada. Bueno, ya está. Ahora hay que arreglar todo acá en casa.
Hogweed dice:
¿Por qué no enfrentás la situación con todo y punto?
Lagrima dice:
"Aunque me odies, me quieras matar y no me hables más en tu vida si te veo mal voy a seguir hablando con tus viejos"- me dijo María. Ellas me subestiman a mí.
Hogweed dice:
Me pone mal que pienses que te defraudé
Lagrima dice:
Si estás tan seguro de que lo que hiciste fue correcto, entonces me vas a convencer tarde o temprano.
Hogweed dice:
¿Cuando nos veamos vas a venir dispuesta a soportar mi batería de inquisiciones?
Lagrima dice: Mmmm... Voy dispuesta a que me convenzas.
Hogweed dice:
No voy a hacerlo, a no ser que un par de mordiscones ayuden

La usurpadora

30 de octubre de 2003
Me levanté temprano, fui a la facultad y me quedé leyendo Bauman al sol, sabiendo que a las tres de la tarde me encontraba con Alejandro. Mi plan realmente era estudiar Bauman a la mañana, ver a Alejandro no más de 3 horitas por la tarde, por ejemplo hasta las 6 y después volverme a mi casa para seguir estudiando. Creo que por primera vez la realidad superó mis planes.
Pasó a buscarme por la UCA aquella tarde y caminamos muchísimo hasta el puente de la mujer y nos sentamos en un café allí mismo. Hablamos de mi “problema” y me dijo que no va a mentir por mí. Me parece bien que no se meta, es lo que tendría que haber pasado desde un principio. Es ridículo que la gente se meta con mi estilo de vida, yo no sanciono a las gordas porque se van a morir a causa de grasa acumulada ¿por qué ellos tienen que vigilarme a mí?
De todas maneras, no tenía ganas de discutir. Estaba con Alejandro en Puerto Madero tomando un agua mineral: no podía ponerse mejor que eso. Me equivoqué, sí podía: “Bueno, muy lindo Puerto Madero, pero nos podríamos ir a la mierda ¿no?”- dijo. En ese momento me desilusioné porque todo muy bonito pero también muy escaso, pensé que quizás nos podríamos haber quedado un rato más. De todas maneras tenía que estudiar para el examen del día siguiente así que no dije nada más que “bueno, me voy a seguir estudiando”. Pero cuando dije eso, Alejandro me dijo: No, vos te venis conmigo. “Pero hay un problemita –le dije- estoy indispuesta”. Se le transformó la cara en un signo de pregunta. “Cielo- me dijo- no tiene importancia. No nos tenemos que revolcar cada vez que nos veamos”. Muy bien, si eso no era amor ¿entonces qué?
Subimos al auto y junto con las palpitaciones aumentaban mi buen humor y las esperanzas de que Alejandro quizás no solo me quisiera para tener un par de horas de buen sexo. Aproveché que tenía que cargar nafta y bajé al kiosco de la estación de servicio a comprar chicles de menta (no había comido nada y el aliento a desnutrición era inminente). Cuando volví Alejandro me dijo: “Cielo, te estaba viendo recién cuando venías. Y ahora que te veo de lejos me di cuenta de que nunca te había visto tan flaca. ¿Estuviste tan flaca alguna vez? ¿Cuándo recién empezábamos a salir? Yo creo que no. Nunca te vi así”. Yo le aseguré que sí, que tuve mis épocas de flaca. Después cambié de tema porque aunque me gusta que se preocupe por mí me irrita bastante que me obliguen a hacer cosas que no deseo hacer y ya estaba empezando a darme clases de nutrición.
Desvié la mirada hacia la autopista. ¿Autopista? ¡Me estaba llevando a Monte Grande! ¡Iba a conocer a Romina! Quería estar ahí pero disfrazada de alien persa. Anhelaba conocer a la mujer que me estaba reemplazando y al niño que se creía hijo de Alejandro. Quería conocerlos y a la vez tan solo pensar en ellos me provocaba nauseas. “No pasa nada entre Romina y yo” me venía repitiendo hacía semanas Alejandro y sin embargo, la idea de vivir con la gemela del amor de tu vida seguía pareciéndome intrincadamente escabrosa.
Pronto estuve en Monte Grande por primera vez en mi vida (y por cierto ¡qué lejos quedaba!). Alejandro vivía en una casa de paredes lilas, bastante raras y portón negro automático. Dejamos el auto y cuando entramos vi que una mujer de pelo corto limpiaba el jardín. Era Romina.
Romina, la mujer que está ocupando mi lugar. Yo quiero dormir en la misma casa que él, yo quiero comer de las comidas que haga, yo quiero tomar mate con él a la tarde, yo quiero que escuchemos música juntos, yo quiero ver una novela a las diez de la noche con él, yo quiero ayudarlo cuando tiene un problema, yo quiero lavarle los calzoncillos y plancharle las camisas. Yo quiero, pero lo hace ella. Romina es una mujer hermosa de pelo corto y pelirrojo. Tiene ojos celestes cielo y una nariz perfecta. Es linda, armoniosa, de ninguna manera me la hubiera imaginado así. Cuando la vi tan linda me pareció un cachetazo injusto para mí ¿qué habrá pensado Romina de mí?
Cuando se percató de que en el auto no estaba solamente Alejandro, siguió barriendo como si nada hubiese pasado. Bajamos del auto y ellos se saludaron amistosamente. “Ella es Cielo” le dijo a Romina (y dio absolutamente por entendido que yo tenía que adivinar quién era ella y sobreentendido quedaba que él me había hablado al respecto).
Entramos y Alejandro me mostró la casa. Vimos a Ulises que dormía como un ángel, y nos hicimos unos mates. Yo estaba un tanto incómoda: no podía hacer y deshacer según quisiera y no sabía exactamente cómo manejarme porque no era solo territorio de un hombre. En aquella casa vivían una mujer y su hijo. Al mismo tiempo que intentaba adaptarme se acercó Romina a la mesa. Sorpresivamente se sentó en frente mío y al lado de Alejandro y pidió un mate. Con Romina sentada a la mesa, mi existencia se convirtió en nulidad exasperante. Hablaban de impuestos y de la luz y del trabajo de Alejandro y de las camisas que había planchado ayer Romina y se reían mientras intercambiaban comentarios graciosos que solo ellos entendían. “¡Porque vos dejas toda la ropa tirada!” “¡Si pero viste que también cocino rico!” “¡Callate! ¡Si no cocinara yo nos moriríamos de hambre!” “Ah, Ale. Hoy Uli me hizo un dibujito…”. Basta. Me quería ir de ahí, eso no era lo que Alejandro me había dicho. ¿Cómo puede ser que dos personas puedan vivir juntas de esa manera y aún así no se tocaran un pelo? Era completamente irreal y sin embargo, yo creía cualquier cosa que él me dijera.
Después de un rato se despertó Ulises. “¡Mamá!”- se escuchó desde otro sector de la enorme casa. Tengo que admitir que temblé: que tembló mi voz y mi alma se llenó de angustia (aquellos gritos se parecían tanto a los que imaginaba de Ursula). Romina se levantó de la silla y fue en busca de su hijo. Volvió con Ulises en los brazos. Un Ulises que al verme puso cara de enojado con preocupación. Claro, no entendía nada. ¿Quién es esta mujer que está en mi casa con mi “papá”?
Fue una situación por demás incómoda pero pudo haberse puesto peor y eso sucedió: “ya vuelvo”- dijo Alejandro. Me quedé sola con Romina y su hijo. Romina le dijo a Ulises: “Ella es Cielo, la amiga de Ale. Bah, la novia, no sé”. Yo me limité a sonreír y disfruté muchísimo la posibilidad de que al nene le hubiera quedado en la cabeza que Cielo es la novia de Alejandro. Como para que se entere que él tiene su propio papá y no es él, justamente. Y el eco en mi cabeza repitió “la novia de ale… bah, no sé” “bah, no sé…” “no sé”.
De todas maneras tenerle rabia o querer asesinar un infante no son íconos de mi comportamiento habitual así que pocos minutos después Ulises y yo estábamos pintando con crayones de colores en hojas blancas. Prometió hacerme un dibujito y antes de comer me lo regaló. Le enseñé a escribir “Cielito” en un papel y él me escribió “Ulises” en el dibujo. Alejandro lo trataba como a un hijo. Claro, pobrecito, no quiero imaginarme la confusión que tendrá en la cabeza. ¿Ellos no pensaron que al bebé le puede hacer mal? Mientras Alejandro lo sostenía en sus brazos y jugaba con él, me detuve a inspeccionarlo: rubio, con los mismos ojos celestes y nariz perfecta de la mamá.
Después de tomar muchos mates Alejandro me dijo que fuera a estudiar a su habitación mientras él iba a comprar cosas para cocinar. Subí las escaleras, entré en su habitación, me acomodé en la cama con mis libros y se me hizo casi imposible estudiar: escuchaba risas y frases indescifrables de la parejita feliz allí abajo. ¿Cómo podía pensar en filosofía de segundo año de Periodismo cuando en la planta de abajo estaban sucediendo cosas inexplicables? Finalmente me concentré y estuve dos horas arriba estudiando. En un momento, Alejandro entró en la habitación donde yo estaba, se acercó, me besó en la frente y se fue cerrando la puerta. Me di cuenta muy obviamente de que enfrente de Ulises ni me dio la mano, ni me dio un beso, ni me habló demasiado, porque no quería que se diera cuenta el bebé de que yo estaba con él. Por las dudas, supongo. “Pregunta Ulises dónde está Sol”- me dijo Alejandro sonriendo. No puedo evitar enternecerme.
“Celeste ¡a comer!”- gritó Alejandro. Cuando bajé las escaleras me encontré con una patética escena familiar, y digo patética porque me di cuenta que estaba completamente de más, estaba sobrando. Alejandro cocinaba una salsa, Ulises se abrazaba a las piernas de la mamá y Romina planchaba una chomba rosa de Alejandro. Yo me quedé un poco pasmada con ese panorama. Me senté a la mesa, sola, mientras esperaba que alguien notara al menos mi existencia, hasta que no aguanté más. Le pedí a Alejandro un poco de agua, me dio jugo y subí a tomar unas pastillas porque me dolía la cabeza (además quería escapar de ese hábitat extraño). Después volví y nos sentamos a cenar. Alejandro terminó su plato en seguida, come como un hombre. Romina tardó un poco más porque al mismo tiempo le daba en la boca a Ulises y yo ni probé mi plato. Me di cuenta de que Alejandro me miraba compulsivamente cada vez que agarraba el tenedor y me lo llevaba a la boca.
Después cuando estuvimos solos me dijo: “No comiste nada. Ni los probaste. ¿No te gustaron?”. Yo le respondí dulcemente: “no me jodas”. Después de cenar, nos quedamos los tres sentados mirando televisión. Yo estaba un tanto más relajada y nos reímos un rato. El bebé se quedó dormido y lo llevó su madre a la cama.
Él se fue a bañar y Romina y yo nos quedamos tomando un café, fumando y charlando de cualquier cosa que hiciera que el tiempo pasase más rápido. Me dijo que a Alejandro le molesta muchísimo que fumen y que ella fumaba dos atados por día hasta que se mudo con él. “Le molesta el humo, el olor, todo. Viste que él es re ordenadito, todo limpito. Y yo ahora estoy fumando porque estás vos, sino no”.
Alejandro volvió de bañarse y me dijo: “No sé tú, pero yo me voy a dormir”. Besó a Romina deseándole buenas noches y nos fuimos a dormir. Pero en cuanto nos acostamos, yo primero me tenía que sacar el corpiño ya que iba a dormir en bombacha y con la musculosa blanca. Entonces me saqué el corpiño por debajo de la musculosa “¿Te da vergüenza que te vea?”. Lo cierto es que me daba vergüenza que apareciera alguno de los dos integrantes de esa casa. Apagó la luz y yo me acordé de un detalle. “Esperá, prendé que te quiero mostrar algo”. Entonces me bajé un poco la bombacha y le mostré mi tatuaje. “Hogweed”. Me lo había hecho días antes a escondidas a la salida de la universidad.
“Estás loca”, me dijo. “¿Es de henna? ¿Se va?”. “No –le expliqué- es para siempre. Te voy a tener para siempre acá”. Su respuesta fue un beso apasionado. “¿Y? ¿Te gustó?”. “Sí, pero estás loca. ¿Qué les vas a decir a tus viejos cuando lo vean? ¿Ellos saben lo que es Hogweed?”. Le expliqué que el lugar es estratégico para que nadie me lo vea. “Excepto algún que otro amante. ¿A ellos qué les vas a decir?”. “Bueno –expliqué- por eso me puse hogweed y no ALEJANDRO”. Así que nos dimos un beso y le dije: “Te quiero mucho”. Y él me contestó: “Yo también te quiero mucho”. Así que nos acostamos y él me acarició. “Ya no tengo de dónde agarrarte”. Me di cuenta de su preocupación porque me acariciaba la panza, las costillas (que me sobresalen bastante).
Y así nos dormimos, abrazados, amándonos hasta que tocaron la puerta. Era Romina: “¡Ale! ¡Sacame los mosquitos! ¡hay mosquitos en mi cuarto!”. No solo irrumpió mi escena romántica sino que además se acostó entre Alejandro y yo en la cama boca abajo y repitió contra la almohada “dale, no puedo dormir si no me sacas los mosquitos”. “Por mí quedate a dormir acá”- dijo Alejandro. Entonces me senté en la cama a verificar que aquel despliegue digno de un circo no fuera un sueño. Efectivamente, no era un sueño, era bastante más real que muchas cosas que habían sucedido esa tarde. Alejandro y Romina se quedaron hablando mientras yo esperaba azorada que se retiren y en caso de que tuvieran ganas de consiguieran un cuarto donde no estuviera yo para estar juntos. El problema era que la casa era de ellos y la única desubicada era yo. Hice como si no me molestara que Romina estuviese acostada entre Alejandro y yo (toda una alegoría ¿eh?) y esperé pacientemente. Alejandro se levantó y se fue con Romina a “matar mosquitos”. Me quedé dormida.
A la mañana escuché “buen día, buen día” y sentí un abrazo fortísimo que me despertó. Eran las siete de la mañana y para variar yo no había escuchado el despertador. “¿Te querés dar un ducha? Andá al baño antes de que te lo ocupen otros”. Sí, otros que no tendrían que estar en esa casa. Bañarme fue un placer porque me había muerto de frío toda la noche (Alejandro duerme tapado solo por una sábana ¡y yo sin calorías en el cuerpo estaba helada! ¡Me muero de frío todo el tiempo!).
Antes de bañarme Alejandro me preguntó: ¿Qué vas a desayunar? “Un té”, le contesté. “¿Pero para comer? ¿Tostadas? ¿Galletitas?” “No, nada gracias”. “Cielo, no almorzaste, no merendaste, no cenaste, ¿ahora tampoco vas a desayunar?”. Y yo inventé: ¿Cómo sabés si no comí ayer? Además cenamos juntos ¿o no te acordás?
Así que bajé a desayunar y estaba Ulises con Romina que lo estaba cambiando con la ropa de gimnasia del jardín de infantes al que asiste. Ulises tomaba Nesquik con una bombilla de mate y yo tenía mi té preparado. Le pregunté a Alejandro si él no tomaba nada y me dijo “yo ya tomé mate antes con Romi”. Fantástico: los adultos desayunaron primero y ahora los nenes tomábamos chocolatada.
Cuando Ulises y yo terminamos de desayunar, los cuatro nos subimos al auto de Alejandro y llevamos al bebé al jardín de infantes. Luego volvimos a la casa y la dejamos a Romina. Alejandro bajó a la casa a buscar una campera y quedamos la usurpadora y yo en el auto. Antes de bajarse me dijo: “Bueno Cielo, un gusto. Yo le digo a Ale que te traiga a cenar, que vengas. Vení cuando quieras ¿eh?”. No podía quejarme, no tenía nada en contra de ella: simplemente que vivía y ocupaba la posición que me pertenecía.
Alejandro volvió al auto para llevarme a la UCA. “Cielín, ¿te puedo pedir una cosa? Tomate un Actimel aunque sea. No sé si es rico o no, pero te da vitaminas. Y no engorda, no seas tonta. Aunque sea eso tomá. Mirá, tan feo no debe ser porque Ulises a la mañana se toma tres seguidos”. ¡Ulises a la mañana se toma tres seguidos! ¿Podemos dejar de hablar de eso? ¿Podemos evitar al niño con nombre parecido al de mi hija nonata? ¿Podríamos intentarlo siquiera?
Durante lo que restó del viaje me habló acerca de mi salud (o mejor no-salud). Así que me contentó otra vez con su preocupación extrema por mi salud. Estacionó justo en frente de la universidad y puso las balizas. Me fui caminando sintiéndome muy mareada y sin ganas de volver a tocar el libro de Bauman. Sintiendo en mi piel el olor de la suya, de su cama, de todo lo que había vivido esa noche, esa tarde. Con su perfume entre mis dedos, su nombre tatuado en mi cuerpo y la cabeza llena de Ulises.

Contigo cigarrillos y agua mineral
(porque el pan y la cebolla me dan asco)

Una mentira a mis padres, un pequeño bolso, montones de esperanzas desmedidas y nervios que me consumían la vida. Empaqué y me encontré con Alejandro en Independencia y Nueve de Julio. Nos íbamos a Mar del Plata y esta vez sin vómitos de por medio. Era catorce de noviembre de 2003 y también el mejor día de los últimos años. ¿Por qué era tan importante? Porque era uno de aquellos escasos días cuando la realidad puede más que mi imaginación; días cuando suceden cosas imprevistas y que no son para torturarme o convertirme en una mujer aún más desafortunada. Iba a viajar con Alejandro a Mar del Plata y nada iba a arruinarlo.
Cuando llegué con mi bolso a aquella esquina emblemática me desesperó no encontrarlo. Entré en el kiosco de la estación de servicio que hay en la esquina y compré un paquete de galletitas para comer (que él comiera) en el viaje. Yo iba a volver hermosa, feliz y flaca. Aquellos eran mis propósitos.
Salí del kiosco y vi el auto con balizas. Y después a él, saliendo del auto y abriéndome la puerta trasera para que acomodara mi bolso. Lleve poquísima ropa porque pensaba vivir del aire y de él (de su cuerpo, entiéndase bien).
El viaje fue de aquellos momentos que no voy a olvidar jamás: me sentía novia por primera vez y sentía también la seguridad del amor. No tenía dudas acerca de lo mucho que lo amaba, pero sí de las razones por las cuales Alejandro me tenía/quería/aceptaba en su vida. Algunos años creía que era solo por sexo, después en días como estos pensaba que quizás podríamos hasta casarnos y formar una familia (Ursula, hermosa ¿dónde estás?) siempre y cuando él desechara la que poseía en aquel momento.
Hablamos de banalidades, escuchamos buena música (no era coincidencia que nos gustaran los mismos cds), cebé mate y comió galletitas. Le pregunté si Romina sabía que nos estábamos yendo juntos a Mardel y me contestó, como siempre, evasivamente: “sabe que solo no voy”. Respuesta que no respondía a mi pregunta concisamente. Acostumbrada a quedarme colgada con la pregunta en la boca, decidí que era mejor no tocar ciertos temas y no volví a hablar acerca de Romina ni su hijo usurpador.
Llegamos a su casa que era ciertamente más cercana a Miramar que a Mar del Plata y dejamos los bolsos. Después de una escena romántica se me ocurrió que quizás mis padres querrían saber de mí, así que mandé mensajes a sus celulares diciendo que estaba bien y que volvía el lunes. Jamás hubieran permitido que me fuera de viaje con Alejandro y sin embargo, yo no encontraba lo pernicioso en dar un paseo con la persona que amo. Ellos no lo hubieran entendido, hice bien en mantenerlo en secreto. En cualquier caso era siempre mucho mejor decir que estaba visitando el pueblo nativo de una amiga mía de la facultad. Sí, más fácil pero mucho menos creíble.
Los primeros días fuimos felices con leves precipitaciones hacia la hora de la comida. Almorzar y cenar habían mutado en castigos maya. La eterna pelea era “¿salimos a comer o comemos en casa?”. ¡No me interesa! Quiero estar con vos, donde sea. Si querés ir a comer vamos a comer y sino nos quedamos. No quiero elegir, no me gusta elegir. Quiero estar con vos. Nunca lo entendiste.
Finalmente si salíamos a cenar (salimos siempre) la discusión se presentaba más a menudo cuando yo llenaba tres tenedores de aire y simulaba comer. “No sé para qué venimos a un restaurante si solo voy a comer yo”- decía indignado. Entendí que era algo incómodo así que le di un par de mordiscos a una lechuga que me habían traído. “Eso no es comer”- repetía incansablemente. “No me jodas”- le respondía dulcemente.
La última noche de nuestro viaje fue la peor: hacía mucho frío y ciertamente tenía más ganas de ser porrista que de probar bocado. Entiendo su enojo porque fui consciente de lo poco que comí, pero tampoco creo que la comida sea la base del bienestar humano. Es decir ¿nadie entiende que así yo me siento bien? Bueno, la respuesta es no: nadie lo entiende. Yo creía en ese momento, y sigo creyendo fervientemente, que lo importante es el bienestar del alma, del ser humano como conjunto. A algunas personas solamente les interesaba verme comer, aun sabiendo que aquello me ponía de pésimo humor, me hacía sentir obesa y sumamente infeliz. Si él hubiera querido lo mejor para mí no habríamos tenido una discusión aquella noche en el restaurante.
Cuando volvimos a la casa, después de comer, nos acostamos en la misma cama aunque estábamos a miles de kilómetros de distancia. Estaba temblando de frío y sin embargo me corrí a un costado de la cama para no tener que tocarle siquiera el pie (para que no se diera cuenta de mi escarcha corporal). En la mitad de la noche me levanté y bajé al garaje donde estaban nuestros bolsos haciendo el mayor ruido posible. Quería que se despertase, que me abrazase, que me cobijase y me diera calor. Seguía temblando y él roncando. Encontré mi bolso y dentro del mismo: medias y un pulóver. Me los puse y volví a la cama, que estaba más fría que nunca.
A la mañana siguiente me despertó y me preguntó si quería ir a la playa antes de volver a nuestras ciudades. Le dije que sí, pero en cuanto pusimos un pie en la arena se nubló el cielo como obligándonos a emprender retirada. Hicimos aquello y durante el viaje abrí un paquete de galletitas de chocolate y comí dos, a modo de reconciliación. Alejandro se dio cuenta de mi buen gesto y mi sacrificio y pasamos un viaje inolvidable hasta Capital.
Cuando llegué me puse a evaluar el viaje y saqué en claro que aunque tuvimos aquella noche negra, valieron la pena la mentira, el frío y el hambre con tal de pasar cuatro días al lado del hombre que ocupaba mis sueños de día y de noche.

2 de diciembre de 2003
Hogweed dice:
Salí de ese círculo nefasto en el que estás
Lagrima dice:
¿Y cómo salgo?
Hogweed dice:
A la fuerza. Dejá de participar de esos foros pro anorexia, hablá con tus viejos de frente y dejá de cuidar TANTO tu imagen por lo menos hasta que puedas pensar con un poco mas de claridad
Lagrima dice:
Ana no tiene nada que ver acá. Los que joden son mis viejos. Y no creo que esté mal preocuparme un poco por mi imagen, vos mismo dijiste que no tendrías una novia gorda
Hogweed dice:
Un poco no es nada pero vos vivis pendiente de eso y te está trayendo serios problemas. Vos no te das cuenta la negación que tenés encima. No te quiero cagar a pedos ni discutir pero no me voy a quedar con los brazos cruzados y mientras no salgas del lugar en que estás, me voy a poner peor.

3 de diciembre de 2003
Lagrima dice:
Estoy harta de estar en mi casa. Me quiero mudar YA. Me tiene cansada Mamá, me hace responsable hasta de los problemas cardiacos de mi viejo. "Y... te ve con la botellita de agua y la lechuguita todo el día, ¿cómo querés que no pasen estas cosas?" Y yo no puedo dejar de sentirme culpable
Hogweed dice:
Tu viejo debe tener mil preocupaciones, no te sientas culpable. Decile a tu vieja que no te haga sentir culpable pero así y todo, tenés que cambiar tu actitud por él y por VOS
Lagrima dice:
No es justo que mi mamá esté todo el tiempo agrediéndome.
Hogweed dice:
Hablá con ella, decile lo que pensás, que no te parece justo, etc. Decile lo mismo que me decis a mí, te va a entender. Pero no deja de tener algo de razón si te dice que tu viejo se preocupa por vos…
Lagrima dice:
Pero yo no le causo malestares del corazón ¿O si?
Hogweed dice:
Cuando estuvo mal la otra vez no fue tu culpa, tiene predisposición a tener enfermedades cardíacas pero uno de los factores de riesgo mas importantes es el stress, la "mala sangre" y si él está preocupado por vos, eso influye
Lagrima dice:
Es verdad. Voy a hacer que no se preocupe por mí.
Hogweed dice:
Creo que es lo mejor: andá a verlo, hablá con él también. ¿No vas a ver a tu papá?
Lagrima dice:
Está con mi vieja haciéndose el estudio. No es que se tenga que quedar.
Hogweed dice:
¿La llamaste?
Lagrima dice:
Si, ni bien me levanté llamé. Estaba entrando igual no sé si voy a estar acá cuando vuelva…
Hogweed dice:
Si estás con ellos, te vas; si estás sola, te aburrís: date cuenta de que el problema no son ellos, está pasando por otro lado.
Lagrima dice:
Bueno, ¿te agrego a mi lista de agresores? Tengo bastantes problemas como para bancarme que vos también te me pongas en contra.
Hogweed dice:
Sabés que soy cruel pero te cacheteo para que reacciones no para agredirte. Ya me conoces.
Lagrima dice:
Bueno, es que me molesta un poco que vos también me molestes con la comida y con algunas cosas, pero bueno…
Hogweed dice:
Tomalo o dejalo; no me voy a callar porque te moleste si estoy convencido de que te estás haciendo mal
Lagrima dice:
Pero tampoco que sea un tema cotidiano. Lo podemos hablar una vez, pero no todo el tiempo.
Hogweed dice:
Es un tema cotidiano, no cesa, continúa y empeora
Lagrima dice:
Bueno, yo no voy a discutir más esto, no tiene sentido. Yo te digo que como, vos decis que no como…
Hogweed dice:
Decirme que comés cuando no lo hacés, es lo mismo que decirme "sos un boludo y te digo lo que se me canta"
Lagrima dice:
Quiero que confíes en mí, gordo. Cuando no como nada te lo digo, entonces creeme cuando te digo que como. ¿Querés que te de acceso a mi diario donde anoto lo que como?
Hogweed dice:
Estás enferma y no te das cuenta.
Lagrima dice:
Me estoy cuidando, no es lo mismo. ¿Estás enojado conmigo?
Hogweed dice:
No tengo por qué estar enojado, si no te entran los conceptos con palabras, te entrarán a los golpes.
***
Mi vida se complicaba a pasos agigantados. Mis memorias eran cuadernos llenos de mentiras escritas con minuciosos detalles. No iban a hacerme cambiar de opinión. Por primera vez era líder de un grupo que funcionaba mundialmente: mecomoami me había llevado a un éxtasis hasta ese momento desconocido. Chicas que me pedían consejos, que me creían su ídolo, que querían parecerse a mí, que clamaban por mi atención. Ana y Lágrima fueron sinónimos y me sentí por fin reina del universo (al menos de aquel pequeño universo privado y cibernético). ¿Quieren destronarme por envidia? ¿Lo hacen porque ellos no pueden dejar de comer? ¿O realmente están convencidos de que estoy enferma?
Estaba segura de mi salud, de mi buena salud. Sabía que no iba a morirme de anorexia: también entendía que mi muerte me esperaba pronta en cualquier esquina, pero Ana y la Muerte no se parecían en nada. Aquella era una cara oscura y aún más esquelética que me buscaba cada noche y de quien conseguía huir con éxito cada vez. “Esperame, todavía no”.

4 de diciembre de 2003
Hogweed dice:
No quiero una mujer al lado mío con "cultura anoréxica". Tildame de retrógrado pero me parece una terrible estupidez. De psicología no sé un pomo, pero buscá ayuda urgente porque no vas a salir más de ese círculo enfermo en el que te metiste. No puedo soportar verte como te hacés mierda y que además estés convencida de que eso está bien. Te entiendo y entiendo que estás enferma y que necesitás una ayuda que yo no puedo darte porque por más que te hable cada vez estás peor.
Lagrima dice:
No estoy peor, estoy bien. Me cuido. Y no te preocupes de más, no va a ser más que un momento.
Hogweed dice:
Mi pronóstico es muy pesimista
Lagrima dice:
Podés equivocarte
Hogweed dice:
No mientras no comas y consumas pastillas para mantenerte caminando. Te voy a seguir persiguiendo. Hasta que no cambies tu actitud, voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para forzarte a que lo hagas, aunque pierdas la confianza en mí
Lagrima dice:
Ayer cené pizza y helado, por ejemplo. No soy tan restrictiva y cedo ante la presión, lo sabés. No quiero que esto sea un infierno.
Hogweed dice:
¿Fuiste a vomitarlas en el mismo orden?
Lagrima dice:
¡Qué cruel podés ser cuando querés!
Hogweed dice:
Entonces alimentate como corresponde (la pizza y el helado no son precisamente buenos ejemplos) y dejate de joder
Lagrima dice:
Bueno, dejemos las amenazas...
Hogweed dice:
Cumplí con tu palabra y abandona esa manía enferma de no alimentarte. Sabés que no quiero ni pelear, ni seguir con esta mala onda y menos terminar hablando con tus viejos por este tema
Lagrima dice:
Vos sabés lo que hacés y sabés qué es lo que NO conviene hacer.
Hogweed dice:
Precisamente por eso te digo que abandones esa manía, porque desde mi clandestinidad no puedo hacer mucho pero si tengo que salir de este estado por tu salud, lo voy a hacer y no es una amenaza.
Lagrima dice:
¿Es una advertencia? Además, ¿qué pensás? ¿Que les vas a dar una noticia a mis viejos? ¿Que me van a obligar a comer? ¿Querés que me internen?
Hogweed dice:
Quiero que estés bien y los responsables siguen siendo ellos. Si ellos no quieren hacer nada que se desliguen del problema y me lo encarguen, pero yo de brazos cruzados no me quedo.

Una casa no es un hogar

Cuando sos anoréxica, bulímica y te rehusas a buscar ayuda porque crees que te las sabés todas, empezá a buscar una lápida que te guste porque estás cerca de la muerte. La situación empeoraba cada día más: Alejandro me presionaba para que les cuente a mis viejos, mientras que mis amigas ya los habían dado por enterados y yo no siquiera podía confiar en nadie. No podía contarles mi malestar a mis amigas porque automáticamente habían dejado de serlo; tampoco podía hablar con mis viejos, tenía mucho miedo de que me internasen. Lo único que me quedaba por hacer era hablar con Alejandro, aunque supiese que tarde o temprano iba a cansarse de lidiar con mi estilo de vida y mi obsesión congénita a su persona. Tenía que elegir: ser perfecta o estar con Alejandro y tener amigas y una familia que me amaba. Elegí ser perfecta, o intentar serlo al menos.

15 de diciembre de 2003
Lagrima dice:
No soporto más esto, me quiero ir de esta casa, no puedo estudiar. Los odio a todos. Vos no sabés lo que es esta casa, no sabés. Me parece que me voy a vivir con mi abuela.
Hogweed dice:
Intentá relajarte un poco. No seas extremista, porque sin duda hay muchísimas peores. Tenés todas las comodidades posibles, solo tenés que mejorar o manejar la relación y punto. No tomes en cuenta solo lo "malo" que tus viejos te hacen, porque estarías siendo muy injusta. Tu vida depende hoy por hoy de ellos, te guste o no.
Lagrima dice:
No es que están mal conmigo, ellos están mal entre ellos y descargan conmigo y no lo puedo soportar más. Hay mala onda por todos lados, en cada rincón de la casa, soy muy receptiva con esas cosas. Si puedo evitar impregnarme de eso, lo evito. Y estando acá no hay más remedio que contagiarme el stress familiar.
Hogweed dice:
Bueno, a mí no me parece que sea tan terrible y deberías empezar a acostumbrarte a estar en climas hostiles, no pienses que te van a tratar bien en todos lados
Lagrima dice:
Flaco, vos podés estar en climas hostiles pero ¿vivir permanentemente inmersa en esto? No, me niego. No quiero, no puedo soportarlo, soy débil.
Hogweed dice:
No sos débil, estás débil.
Lagrima dice:
En serio, esta mala onda me está tirando abajo. Me quiero ir a Mar del Plata hasta marzo.
Hogweed dice:
¿Así allá no comés?
Lagrima dice:
Así no me joden. Ni siquiera puedo rajar a capital ahora que está todo mal con mis compañeras.
Hogweed dice:
¿Con todas está todo mal? ¿Por el tema de que hablaron con tus viejos?
Lagrima dice:
Dejé de hablar con ellas, ya no puedo confiarles nada, por obvias razones. No me interesa seguir estando con ellas. No las puedo querer sabiendo que me traicionaron y por lo tanto seguir con ellas sería usarlas. Ni siquiera ganas de usarlas tengo. Antes todo era perfecto, no sé qué pasó acá en casa. Me hace sentir horrible.
***
Mi error fue ese: creer que las cosas eran perfectas. Siempre tuve por seguro que mi familia era la familia perfecta, que mis padres eran los mejores, los más dedicados; que mis hermanos y yo éramos perfectos. Nada más lejos de la realidad, pero tenía que aparecer Ana para que nos diésemos cuenta. No quiero decir que yo fui la causa del desequilibrio que sufrió mi casa, mi familia, sino que gracias a lo que me sucedió se destaparon varias mentiras y cayeron paredes que en realidad eran cartones.
Al mismo tiempo que estaba faltando considerablemente a las clases en la universidad y que no me hablaba con mis padres, empecé a vivir a través de Internet. No existía el teléfono para mí, todo era “cyber” (no es difícil entender por qué estoy escribiendo un libro y no contándoselo a la gente directamente). Las personas con las que me relacionaban eran Tomás (el chico con quien me topé de casualidad cuando lo fui a buscar a la facultad a Alejandro) y las chicas de mis grupos pro-anorexia.
Empecé a salir con Tomy regularmente: íbamos a jugar al pool, al teatro, a tomar algo; todo siempre como amigos. Aún así, no contaba todavía con plena confianza así que no le conté acerca de Ana, siempre me limité a decir que era una infeliz sin remedio. Una de las noches que salimos, me llevó en su auto a Martinez, a un bar cerca del río. Después de tomar una gaseosa light y charlar unas cuantas horas, me decidí a contarle la verdad (no era muy creíble que era una mujer triste simplemente porque me iba mal en la facultad). Creía que Tomy necesitaba saber la verdad, así que cuando salimos del barcito nos sentamos al lado del río. Tenía muchísimo frío aunque era diciembre, pero estar con Ana al lado del río no era una combinación muy adecuada para mí: una mujer con huesos de pasta dentífrica.
“Te tengo que contar algo, Toto”- le dije. Supongo que él pensó que le iba a decir cualquier otra cosa excepto lo que escuchó aquella noche. “Vomito después de comer… bueno, en realidad trato de no comer. Después de esta confesión espero dos cosas: que no me dejes de querer y que no sientas lástima por mí”. Me abrazó y me dijo que su ex novia también había sido bulímica y yo confirmé mis sospechas: no éramos amigos porque nos habíamos caído bien, creo fervientemente que las personas son atraídas por percepciones y de alguna manera Tomy sabía que en algo me parecía a su ex novia. Éramos malditas bulímicas, muy romántico.
Me llevó hasta nueve de julio e Independencia donde había dejado mi auto (sí, soy masoquista) y me dijo: “¿Cie, podés llevar a una amiga mía que está en Capital y vive en tu misma ciudad?”. Le respondí que sí, así que la esperamos en la estación de servicio mientras tomábamos otra gaseosa. Entonces llegó ella: rubia despampanante, con un cuerpo escultural y voz entre ronca y disfónica: Chechu. Hablamos diez minutos juntos en la misma mesa y me dijo: “¡Gracias Sky por llevarme!”. Saludamos a Tomy y emprendimos camino hacia nuestras casas.
Chechu vivía en un barrio cerrado cerca de mi casa y no me causaba ningún trastorno llevarla… y pronto aquello que podría haber sido una carga se convirtió en el viaje más divertido de la historia. Era una mujer increíble, tenía algunos años más que yo pero era divertida y nos entendimos perfectamente desde el primer momento. Los que siempre eran tediosos cuarenta y cinco minutos de viaje, se volvieron mágicos y apasionantes mientras Chechu me contaba acerca de sus desamores: ¡te entiendo, Chechu! ¡Te entiendo! Llegamos a su barrio privado y me dijo: “no te vayas ya ¿no querés que nos quedemos dando unas vueltas con el auto?”. Dije que sí, aunque ya eran las cinco de la mañana. Nos reímos, bailamos en la caja de mi camioneta y nos pasamos nuestros respectivos emails.
La segunda vez que la vi a Chechu, me estaba esperando con Tomy en un auto para irnos a Mar del Plata. ¡Una locura! Las cosas imprevisibles son las que mejor terminan. Le pregunté a Alejandro si le molestaba que me fuera a la ciudad del mar plateado con un amigo y su amiga y me dijo que no tenía problemas (claro, no le importaba absolutamente nada lo que hacía o dejaba de hacer). Les expliqué rápidamente a mis padres quiénes eran Chechu y Tomy; los saludé cariñosamente y entré en el auto de mi amigo.
¡Nos vamos a Mardel, Sky!- dijo Chechu entusiasmada. Yo estaba con seguridad más contenta que nadie de hacer ese viaje: por fin iba a despejarme. Sin amigas, sin Alejandro, sin padres, sin comida. ¡Iba a ser el viaje perfecto! Tener a Chechu al lado era un recordatorio permanente de lo que quería ser: rubia, cuarenta y cinco kilogramos, unos diez centímetros más baja que yo, busto enorme, cuerpo perfecto. No iba a comer, pero como premisa primera: iba a divertirme.
Fueron cuatro días divertidísimos donde Chechu y yo nos hicimos pasar por prostitutas brasileras de la mano de Tomy. Él le decía a la gente que nos miraba: “son brasileras, no entienden lo que hablamos… ahora nos vamos a dormir los tres juntitos ¿no chicas?” y nosotras en un castellano precario respondíamos: “Sí, sí” entre risas.
El drama llegó la última noche: Tomy quería irse a la mañana y yo a la tarde. Chechu se había puesto de novia con Santi, un jugador de fútbol que la esperaba en Pinamar, así que Tomy y yo volvíamos juntos a Capital. Ningún viaje es perfecto y menos si Alejandro estaba en el medio. “¿Qué día volves de Mardel?” me preguntó Alejandro. Le respondí que el domingo y me dijo: “bueno, a tu ciudad volvés el lunes ¿qué te parece?”. Me propuso quedarme en su casa aquella noche y Tomy no estaba de acuerdo. Peleamos en el medio de un boliche la noche antes de irnos. Me tomé un taxi hasta el departamento (de Tomy) y le dije que iba a ir a la terminar a buscar un pasaje a Capital porque “si sos tan egoísta como para no hacerme caso y querer volverte solo, bueno, hacelo. Pero yo me voy en micro”.
Finalmente Tomy fue víctima de mi manipulación y me dijo: “Cie, volvemos a la hora que vos quieras”. Feliz, llamé a Alejandro y le dije que me esperara en la esquina de siempre a las diez de la noche del domingo. El viaje con Toto fue muy divertido, escuchamos la música que nos gustaba y nos reímos mucho. “No me gusta que te encuentres con este tipo que te hace mal, boluda. Pero bueno, por lo menos prometeme que vas a comer algo”. Le prometí que cuando llegase a Monte Grande iba a comer algo. Mentí.
Llegué a lo de Alejandro, llamé a mis padres y les dije que iba a quedarme una noche más en Mar del Plata con Tomy y Chechu y les pareció bien. Disfruté aquella noche con Alejandro pero me ahorcaba el miedo: tengo que volver a casa, no quiero volver a casa. No es que no quisiera a mis padres: pero me estaban volviendo loca. Me hacían comer, me trataban mal, me culpaban de estupideces y se vivía un clima demasiado tenso. Mi estabilidad mental era precaria y no soportaba grandes desafíos, así que hubiera preferido no volver jamás a aquella casa que no era un hogar.
Lamentablemente tuve que volver a mi ciudad, a la casa de mis viejos, a los calambres en piernas y manos y a mecomoami y a mi obsesión mayor: comida y Alejandro. O mejor: la falta de ellos. No quería ser una carga para él, no necesitaba otra persona en mi contra y sin embargo no podía evitar hacer comentarios tendenciosos acerca de lo mal que me sentía o lo bien que me veía. Pronto caí en cama, con mucha fiebre, descompensaciones de todo tipo y dolores que parecían no abandonarme jamás. Mis padres resolvieron que lo mejor era que me inspeccionara un médico.
Me llevaron a un pediatra amigo de mi papá que me tomó el pulso y me dijo: “Cielo, te veo muy desmejorada. Tu peso no es normal, aunque los estudios de sangre dan bien”. Me hizo abrir la boca e inspeccionó mi garganta con auténtica minuciosidad. Luego les dijo a mis padres que se retiraran y me acosó a preguntas: “Cielo, estás vomitando. Me doy cuenta por tu paladar, por tu garganta. Tu viejo no está bien, yo te diría que reviertas la situación porque a esto le sigue otro infarto o una posible internación tuya. Tus viejos te quieren mucho, hacelo por ellos”. Muy bien, estaba cansada de hacer las cosas por los demás. ¡Nadie se preocupaba por mí, lo importante era que mis viejos estuvieran tranquilos en su castillito de cristal! Genial, iba a hacer lo que el médico me pidió: iba a dejar de vomitar, pero también iba a dejar de comer por completo.
“Hagamos un trato- me dijo el médico- yo les digo a tus papás que vos estás bien y estable pero vos me prometes que no vas a vomitar más y que te vas a portar bien y vas a comer”. Yo redoblé la apuesta: “Además de decirles que estoy bien les vas a sugerir que me alquilen un departamento en capital para que yo pueda vivir más relajada… yo prometo que voy a comer”. Así que el médico hizo su parte y fue el único que cumplió. No iba a ceder ante extorsiones de ningún tipo. Había una sola persona en el mundo que podía controlarme y convencerme y no era ese médico amigo de mi viejo.
Necesitaba aliados así que volví a hablar con las chicas de la universidad, no podía estar sola. Estaba muy enojada con Dolores porque pensaba que ella había tenido la idea de advertir a mis padres, pero estaba completamente equivocada. De todas maneras, a Pilar la quería tanto que no podía siquiera pensar en que ella me hubiera traicionado. Seguí visitando a Pilar y yendo a su casa como si fuera la mía.
Las cosas estaban yendo bien hasta que una tarde de diciembre se me ocurrió llamar por teléfono a Alejandro:
-Hola
- Hola flaco, ¿Dónde estás?
- Adiviná…
- No sé… ¿Dónde? ¿Quiénes están ahí con vos?
- Me estoy yendo a Mar del Plata con una chica de pelo cortito.
No, no me hagas esas bromas. Por favor, no. No era una broma. Se estaba yendo a Mar del Plata con una mujer de pelo corto que supuse se llamaba Romina. Muy bien, la parejita feliz se estaba yendo de viaje con su hijito perfecto y yo vomitando soledades y lechugas, sufriendo calambres y reemplazos. No era justo, no. Quería desaparecer.
-¿Y cuándo volvés?
- Me voy por el fin de semana, supongo.
- Bueno…
- Bueno, te dejo porque Ulises quiere bajar a hacer pis
- Bueno…
- ¡Chau!
“Bueno”. Era todo lo que tenía para decir: bueno. No era bueno, no era positivo de ninguna manera. Me había quedado petrificada: ¿qué es Alejandro en mi vida? –pensaba- ¿Qué lugar ocupo en su vida? Ningún lugar importante, con seguridad. Me sentí estúpida, usada, maleable como arenilla vencida. Una estúpida. Porque para viajar prefería a Romina y a su hijo… ¿para qué me quería a mí entonces? Aquel fin de semana vomité cósmicamente, como nunca lo había hecho. Me despertaba a horas inusuales a abrir la heladera e ingerir cualquier cosa: no distinguía entre lo dulce o lo salado, lo frío o lo caliente.
Todo me daba lo mismo, necesitaba llenar con comida el hueco que sentía adentro. Así, mientras esperaba que se hicieran las tostadas comía un chocolate amargo, mientras les ponía manteca a los panes, tomaba café y gaseosa light; todo me daba lo mismo, necesitaba comer, necesitaba tener cosas en la boca y masticar y sentir el gusto de la comida de nuevo y masticarla a Romina, despedazarlo a Alejandro y tragarme a Ulises. Minutos después me encontré en el inodoro vomitando todo lo que había consumido. Me daba cuenta de que ya no quedaba nada adentro mío cuando salían hilos de sangre en lugar de comida y un gusto ácido me llenaba el cuerpo de soledad otra vez.

Traición carmín

29 de diciembre de 2003
Hogweed dice:
¿Estás enojada?
Lagrima dice:
¿Qué te hace pensar eso?
Hogweed dice:
Que no me llamaste y sería lo más lógico y natural
Lagrima dice:
Hasta a vos te parece lógico y natural.
Hogweed dice:
Claro, solo que yo no soy lógico y nuestra relación tampoco es natural. No somos novios, ni pareja, ni amantes, ni nada con nombre. No es natural. ¿Qué pasa? No te estoy diciendo nada nuevo, nada que no supiéramos
Lagrima dice:
Me molesta un poco no ser nada en tu vida, no tener título.
Hogweed dice:
si te sirve de consuelo, yo no tengo títulos en el hospital y manejo 80 casi- personas. Ni vos tenés titulo, ni yo tengo título; no debería ser una preocupación
Lagrima dice:
Es que podría ser de otra manera y es de esta. Y no es eso lo que me jode, eso me molesta siempre, todos los días. Me molesta tu viaje y era muy previsible que iba a molestarme.
Hogweed dice:
No lo tomes como un abandono, porque no es así
Lagrima dice:
No me llamaste ni un día
Hogweed dice:
Yo viajo cuando puedo, como puedo. ¿Llamarte el fin de semana? ¿Para saber si estabas con tomy en el country?
Lagrima dice:
¿Vos te das cuenta que tenés actitudes de mierda?
Hogweed dice:
Sí, no puedo ser perfectito
Lagrima dice:
No me voy a bancar que me trates así, con esta ironía, con este desprecio. ¿Qué te pasa? ¿Por qué me hacés daño?
Hogweed dice:
Antes que nada te pido disculpas y no quiero tratarte mal pero hay situaciones que me desbordan. Vos no te bancás mi trato y yo no me banco tu actuación, tu mentira
Lagrima dice:
Pero ni siquiera tiene sentido lo que estás diciendo. Me tratás mal A MÍ porque le MIENTO A OTROS.
Hogweed dice:
No sé hasta donde esos "otros" no me involucran… perdí confianza en lo que me decis y en lo que no
Lagrima dice:
No des vuelta el asunto.
Hogweed dice:
Y no me causa ninguna gracia que le mientas a todo el mundo, no doy vueltas; es más, quizás hasta sea demasiado directo
Lagrima dice:
Si, Alejandro, das vueltas. Vos metiste la pata. Si te parece que estás actuando correctamente está bien, bárbaro. Si te parece que me merezco un mejor trato pensalo.
Hogweed dice:
¿Meter la pata? ¿Por haberme ido?
Lagrima dice:
No por haberte ido... pero sí por haberme dejado sola cuando sabías que estaba todo mal acá.
Hogweed dice:
Te di mis explicaciones cuando correspondían, te dije que me voy cuando puedo y como puedo
Lagrima dice:
Bueno.
Hogweed dice:
Y si puedo irme los fines de semana de acá hasta el día que me muera, lo voy a hacer. Creo que vine siendo bastante claro y te dije que tu postura no me gusta. Vos negás todo, mentis... y eso no va conmigo, para nada
Lagrima dice:
A vos no te miento y además ya te dije que se terminó todo. De todas maneras eso no te da derecho a tratarme así.
Hogweed dice:
No pasa porque me digas que se terminó y que no me mentís porque demostrás otra cosa completamente diferente y de alguna forma me tratás como a un estúpido, igual que al resto
Lagrima dice:
Me voy... estoy muy triste
Hogweed dice:
No juegues de víctima conmigo. Aprendé a enfrentar los problemas y dejá de evadirlos.
Lagrima dice:
No puedo creer que seas tan cruel
Hogweed dice:
Es la única forma que encuentro para que cambies tu postura, yo te dije que no voy a quedarme de brazos cruzados esperando y menos cuando todo empeora.
Lagrima dice:
Si tenés ganas de hablar o de que nos veamos, llamame.
Hogweed dice:
Tengo ganas de verte, por supuesto, pero no esperes que te haga de amigo bueno y que te diga que tenés razón… de esos ya tenés y no me necesitás para eso
Lagrima dice:
¿Qué te pasa?
Hogweed dice:
Nada, ¿por qué? ¿Yo no puedo irme el fin de semana con mi esposa, pero vos si con tu amigo?
Lagrima dice:
Me fui.

Ustedes son testigos de esta conversación tergiversada: ¿cómo puede siempre querer tener razón? ¿Cómo puede siempre quedar él como la víctima? ¿Cómo puede ser tan manipulador? Siempre queriendo tener razón, escapando de los temas que lo incriminan y disertando sobre aquellos que lo hacen quedar como una persona inteligente y que se preocupa por uno.
Su ironía me sulfura, me derroca el cerebro, me hace trizas. Quiero vomitar, quiero vomitar sin haber comido siquiera. Quiero deshacerme de los sentimientos negativos, de los celos corruptos que siento, quiero deshacerme de Romina y su hijo, de aquella casa de puertas lilas, del departamento de la calle Estevez, del golf gris con vidrios polarizados, de la universidad católica argentina, de Ana, de la computadora, de Cielo y de mi semilla. Me quiero morir: ¡ya!
No sé cómo decirlo, pero sé que se me está acortando la existencia y no precisamente por anorexia o bulimia sino por la melancolía que me ataca y no me deja existir. Si vivir es tan trágico entonces no quiero seguir viviendo. Se me ocurren mil cosas horribles para herirme y ni una para sanarme. No sé cómo se llama esta enfermedad que padezco pero es muy dura y no me deja vivir tranquila.
La anorexia es tan solitaria que casi me obliga a apartarme de mis afectos. Con mis compañeras de la facultad casi ni hablo y Alejandro es solo un sobrenombre que aparece en mi computadora todos los días. Hoy me trató con tanto desprecio y crueldad que no se merece ser llamado persona. No sabe que me está matando y un día cuando aparezca muerta va a sentir un poco del dolor que todos los días me provoca.

31 de diciembre de 2003
María dice:
¿Cómo festejas esta noche?
Lagrima dice:
En la casa de mi tío. Y a dormir. ¿Vos?
María dice:
Mmm hasta lo del tío igual... después a bailar
Lagrima dice:
Yo mañana salga con Tomy seguramente
María dice:
Está bueno que salgas de tu celda vip, que te diviertas, que viajes, que no limites tu vida a este ser innombrable ¡¡¡que puedas ser feliz!!!
Lagrima dice:
No es una celda vip, yo elijo estar en casa. Y no me divierto saliendo, pero al menos tengo menos ganas de pegarme un tiro.
María dice:
¡¡¡Basta de pensar en esas cosas feas!!!
Lagrima dice:
No puedo dejar de pensar en eso. No puedo tomarme la vida en joda, ojalá me gustara ir a emborracharme con mis amigas. Ojalá me diera lo mismo tener sexo al primero que pase. Me gustaría q me preocupara todo menos. Pero soy así y si no me entienden desaparecen. No tengo problemas en borrar contactos de mi vida.
María dice:
NO, NO ES LA CUESTION.... ni para vos ni para nadie es bueno estar solo... igual no pasa por emborracharse o tener sexo... eso es lo de menos... la cuestión es estar bien con vos misma, no tener que hacerte reclamos a tu persona y justamente si tanto te gusta estar sola poder disfrutar de tu propia compañía
Lagrima dice:
No tengo problemas conmigo.
María dice:
Mmm… ¿segura? ¿Entonces por qué pensas en pegarte un tiro?
Lagrima dice:
Porque mi vida es una mierda, porque estoy mal con Alejandro, estoy mal con ustedes, estoy mal con mi familia. Porque soy un ser que puede existir sin estar con nadie y porque nadie me necesita.
María dice:
Alejandro no sé... pero nosotras te queremos demasiado... pasa que vos sabes que tu personalidad es digamos impredecible y es por eso que a más de una le da cosa enfrentarte porque no sabemos con qué vas a salir... pero sos debate constante, tenemos ganas de que vuelvas a ser la cielo de antes porque esa nos gustaba mucho más
Lagrima dice:
No va a volver porque ustedes cambiaron conmigo y no confío en ustedes y no me dan ganas de contarles mis cosas, porque siento todo el tiempo que me van a traicionar.
María dice:
Eso es triste... pero supongo que muy verdadero. Si te sirve, yo creo que cada una hizo lo que creía mejor para vos...
Lagrima dice:
Nadie pensó en lo que era mejor para mí. Y es lógico porque cada uno piensa en sí mismo. Pero si hubieran actuado diferente yo no habría cambiado tanto.
María dice:
¿Qué esperabas vos?
Lagrima dice:
No importa. ¿Qué importa?
María dice:
A mí me importás. Bueno, no me creas, no confíes, ya veré como se gana de nuevo tu confianza... y una duda: ¿en quién confias ahora?
Lagrima dice:
No confío en nadie. Y me tengo miedo, así que es como una paranoia crónica.
María dice:
Está bien y ¿qué esperas para el futuro? Porque así no podés seguir...
Lagrima dice:
¿Sabés qué es lo peor? No espero un futuro.
María dice:
¡Basta! ¡Me desesperas! Por ahí te suene chocante lo que te voy a decir pero es lo que pienso. Creo que ninguna de nosotras te va a poder ayudar y que lo mejor es que empieces terapia. Por tu bien te lo digo.
Lagrima dice:
No quiero que me ayuden. Y voy a empezar terapia, después de las vacaciones.
María dice:
No es lo que vos querés, es lo que queremos y debemos hacer. Estoy preocupada y pensando en cómo llegaste a estar así...
Lagrima dice:
Fue progresivo, supongo. Pero el día que me enteré que habían llamado a mis viejos se me dio vuelta la cabeza.
María dice:
Me quedo con lo que fue progresivo
***
Claro que sí. Siempre es más fácil delegar culpas. Mis “amigas” y Alejandro estaban haciendo exactamente lo mismo. Ellas pensaban que la culpa la tenía Alejandro, por alimentarme la obsesión y a su vez él suponía que la culpa la tenían mis padres que me prestaban poca atención. Ninguno de ellos asumía las pequeñas porciones de culpa que les tocaban. Ninguno se quería hacer cargo. No los culpo, cada uno tiene suficiente con su propia vida y yo también. No necesitaba hacerme cargo de infartos o desconfianzas ajenas. Tenía suficiente con mi vida: nadie sabe lo que piensa un suicida antes de morirse, porque los pocos que no lo logran no tienen el valor para contarlo. Quizás sea este un documento valioso de una mujer que acarició la muerte para después darle una bofetada en vida.

Feliz año nuevo

Necesitaba mudarme: el clima familiar no era hostil, era peor. Siempre mi cabeza fue más rápida que mis impulsos aunque muchos me cataloguen de impulsiva. La anorexia me había convertido en una mujer calculadora y fría. Necesitaba mudarme y mis padres en consecuencia pedían de mí una imagen muy lejana a la real. Decidí que les iba a dar aquello que me imponían como condición única para mudarme: un cielo alimentado. También me pedían que estudiase, que fuera buena alumna, que tuviera algo de relación con ellos y que no lo viera a Alejandro. Estaba dispuesta a empezar a comer de nuevo, de eso estaba segura. Una vez mudada iba a hacer lo que me placiese.
Aquella noche de enero salimos a cenar en familia. Tenía que comer, quería que se sintieran bien (la historia de mi vida, intentar anónimamente complacer a otros) y necesitaba creer que no estaba enferma, que podía contra un plato de comida. Intenté hacerlo, juro que lo intenté dignamente.
Me senté a la mesa y bromeé con mis padres. La moza trajo el menú y lo inspeccioné más porque todos hacían lo mismo que por otra cosa. Hacía semanas que no probaba bocado y ya sabía lo que iba a comer siquiera antes de decidir si iba a hacerlo: ñoquis a la crema gratinados, mi comida preferida. “¿Ya elegiste Cieli?”- preguntó papá inocentemente. Le contesté y a continuación hicieron sus pedidos. Tenía hambre, pero no el suficiente espacio como para que cupiera un plato de pastas en mi estómago. Finalmente llegó la comida. Miré el plato: blanco, de porcelana, lleno de harina, papa y crema. No veía ñoquis, veía consistencias de color blanco espeso con pintitas verdes. Tomé el tenedor sin esfuerzo y pinché el primer ñoqui. A continuación sentí sobre mí las miradas de todos los comensales: ¿estaban jugando a algún juego del que yo era partícipe ignotamente? Sí: juguemos a cuántos ñoquis come Cielo esta noche.
Comí un cuarto del plato que me habían servido y no impedí que mi papá me sacara algunos cuantos. “No está tan mal” pensé y no sabía lo equivocada que estaba. Dejé el resto de la pasta aburriéndose en mi plato y me dediqué a hacer chistes mientras enredaba el tenedor dando vueltas los ñoquis como jugando un partido de jockey sobre pasta.
Una vez terminada la cena, mis hermanitos quisieron ir a tomar un helado. No iba a negarme: me pierde el helado. Frutilla al agua y chocolate, eso pedí. Lo comí todo, incluyendo el cucurucho que nuca supo tan bien como aquella noche pero pocos minutos después, en el auto camino a casa, empezó la tempestad.
En mi estómago estaban invitados los alimentos a un carnaval del que yo era partícipe sin quererlo. Los ñoquis y el helado bailaban sonora y dolorosamente dentro de mí. Había una fiesta en mi estómago y en mi cerebro resonaba un eco repetitivamente: “necesito vomitar”, “necesito vomitar”. No QUIERO vomitar; NECESITO vomitar. Luces de colores, eso veía ahora alrededor mío, luces y ecos tan sonoros que parecían reales. Era Ana hablándome desde un rincón olvidado aquella noche, recordándome que la había traicionado, que tendría que purgar mis culpas. Iba a vomitarlo, pero faltaba aún una hora para llegar a casa. No podía contener la comida, que viajaba desde mi estómago hasta mi garganta una y mil veces provocándome arcadas fácilmente reconocibles. Cerré los ojos, me mareé aún más, como aquella noche en la calle Estévez. Esta vez no era alcohol, era un veneno aún más nocivo: era comida en mi cuerpo por primera vez en miles de horas.
Cuando llegamos a casa estaba dormida, demasiado como para acordarme de las luces, los ecos pero no tanto como para aguantar el dolor en mi estómago. Le pedí a mamá un digestivo y a continuación tomé un laxante. Pedí perdón una y mil veces, no a Ana sino a mí misma. ¿Cómo había podido hacerme aquello? No sabía cómo pero sí porqué: necesitaba vivir sola.
Los días siguientes fueron peores que la muerte misma. Las discusiones con mamá habían aumentado en intensidad y cantidad conforme pasaban los días. Una tarde ya no aguanté: mamá me gritaba cosas de las que no puedo acordarme pero que sonaban así como “¡en esta casa no se puede vivir!”. No puedo olvidarme de lo que sentí: no vivía en esa casa, era un huésped no querido. Pronto empecé a sentirme de más: me peleaba con mis padres y con mis hermanos, no tenía un segundo de paz. Sobraba en esa casa, quería irme. En respuesta a los gritos reiterados de mamá, me encerré en mi habitación a llorar histéricamente: era vómito de llanto, no podía parar, era compulsivo. Tiré almohadas y ositos y cualquier cosa que estuviera encima de mi cama o al alcance de mi mano. Tenía que descargarme de alguna manera. Mamá golpeaba la puerta de mi habitación y gritaba a voz viva que saliera en ese preciso instante. Los golpes de la puerta desequilibraban mi delicadísima salud mental; con cada golpe ensordecedor se abría una grieta en mi cuerpo por donde escapaban los últimos vestigios de sanidad. ¡Abrí la puerta o te interno!- gritaba mamá desaforada.
Yo sentía miedo, mucho. No quería que me internasen pero mucho menos apetecible era la idea de abrir la puerta: ¿Qué me iban a hacer? No abrí, me quedé llorando histéricamente contra la almohada y a tiempos me levantaba y golpeaba con fuerza las paredes lastimándome los puños. Un último grito desaforado me obligó a abrir la puerta “¡Llamá a la amulancia! ¡Que vengan ya mismo! ¡Hay que internarla… que le den algo para que se calme!”. Y pronto la voz de mi papá, en un volumen hasta ese momento desconocido por mí: ¡Cielo abrí la puerta ya o te reviento! ¡Te reviento!
No, no quería que papá me reventase. Abrí la puerta y un tigre, quiero decir mi mamá, se abalanzó sobre mí y me pegó fuera de sí. Me pegaba fuerte pero me dolía más su tristeza, su impotencia, su rabia contenida. Entonces grité yo: ¡BASTA! ¡No me pegues más porque si te pego yo te hago mal, mamá! Siguió golpeándome, casi sin control de sí misma. Papá la sacó de encima mío mientras ella repetía gritando: “¡LLAMÁ A OSDE AHORA MISMO! ¡LLAMÁ O LLAMO YO!”.
No quería que me internasen. Salí corriendo sin destino. Me escapé de las manos de mis padres y corrí raudamente con las pocas energías que todavía me quedaban. Fueron los peores días de mi vida: mis padres querían deshacerse de mí. ¿Por qué lo hacían? ¿En qué clase de monstruo me había convertido? Salí de casa desprovista y corrí por los menos un kilómetro hasta que me caí en la calle. No podía contener el llanto, me faltaba el aire. Nadie me perseguía, pero no iban a tardar en salir a buscarme. Entonces vi la casa fantasma: la llamamos así porque aunque está terminada nadie vive allí. Corrí hacia ella e intenté abrir la puerta; estaba cerrada. Las lágrimas corrían infinitas sobre mis mejillas mojando mi cara y mi ropa.
Me caí en el pasto, semi-escondida en la casa fantasma. Intenté calmarme y respirar pausadamente. Recordé a Alejandro una vez más: “intentá respirar: 1- 2- 3. Relax”. No me servía su método, estaba en un estado de psicosis que no iba a ser fácilmente solucionable. Quizás sí debieran internarme, pensé. Me miré: estaba descalza y me sangraba el pie izquierdo. Con seguridad había pisado algún vidrio en la calle mientras corría sin rumbo. Ahora estaba a salvo, pero empezaba a anochecer y hacía frío. Todo lo que tenía era un jean (ahora impregnado de barro y mocos) y una remera blanca que era gris.
Me recosté en el pasto mientras las nubes hacían fila en el cielo: iba a llover y yo estaba descalza y desabrigada en una casa fantasma. Apoyé mi cara en la tierra y un batallón de hormigas se acercaron a mí: estoy muerta. No, no estaba muerta pero tampoco estaba viva. Las hormigas me evitaron, no era más que un cuerpo sin vida en la tierra a mojada por mi llanto.
Me quedé dormida y un hilo plateado de frío me recorrió desde la cabeza hasta los pies. Estaba helada, tenía mucho hambre y miedo de volver a casa. No tenía dónde ir descalza y sin dinero. ¿Por qué me había escapado tan desprovista? Entonces recordé: “me escapé porque sino me mataban a golpes”. Me miré los brazos violetas de tanto que los había estrujado mi mamá. ¿Cómo pudieron hacerme esto? “Salí sin celular… ¿qué voy a hacer?”. No tenía salida ni medios de comunicación ni zapatillas.
Después de una hora, cuando ya estaba más calmada y era de noche, caminé sin rumbo por las calles hasta que vi la luz de mi auto venir hacia donde yo estaba. Corrí en dirección opuesta aunque era inevitable. Era papá que cruzó su camioneta prohibiéndome el paso. Bajó y me dijo: “subí YA”. Entiendo que pudieran estar preocupados por mi desaparición pero yo tenía los brazos morados y estaba completamente desprovista ¿a dónde podría haber ido?
Subí en la camioneta y no hablamos una palabra. Llegamos a casa y le supliqué a papá; casi de rodillas le grité “¡quiero irme a lo de Pilar!”. Casi no podía hablar, ni gritar, ni modular, ni abrir los ojos. Era un trapo. Otra vez en mi habitación seguí gritando que quería irme de esa casa, que quería ir a lo de Pilar. Entonces escuché que papá hablaba con alguien en el teléfono: “Hola Pilar, ¿puede ir Cielito a tu casa? No se siente bien, está en un estado de crisis y no sabemos qué hacer. A la única persona que quiere ver es a vos”.
Minutos después (y habiéndome armado una valija bastante contundente) papá me llevó a Caballito. Le dije que me podía ir en micro pero insistió en llevarme. Pobre papá, él no tenía la culpa de nada. La hora de viaje me la pasé llorando. “Cielo, no estés mal, por favor. Decinos cómo podemos ayudarte”. No había manera de ayudarme, ya estaba muerta y a aquella casa no iba a volver nunca más.

Estás muerta

Entiendo a mis padres ahora que lo veo desde lejos. Estaba completamente loca, desquiciada y pensaba que ellos eran la causa de todos mis males. No podía hacer otra cosa: quería morirme más que nada en el mundo; quería desaparecer y dejar de ser una molestia y un mal recuerdo para todos. Me iba a ir a vivir a lo de Pilar hasta que decidiese el día de mi muerte.
Pilar me recibió como siempre con los brazos abiertos. No me pidió explicaciones del barro en mis jeans o de lo morado de mis brazos. Me abrazó y nos fuimos a dormir temprano aquella noche. A la mañana me despertaron risas femeninas en la habitación contigua: había llegado una amiga estadounidense a la casa de Pilar que más parecía un hotel donde las comidas no eran obligatorias. Ese día caminamos por la plaza Rivadavia, nos reímos mucho y paseamos por un paseo de compras cercano. Me mostró Caballito y me enamoré: decidí que allí iba a vivir en caso de sobrevivir esta crisis.
Los días siguientes no hablé con mi madre, pero sí con papá. A él le preguntaba cómo estaban todos y él siempre respondía que lo importante era que estuviese bien yo. No estaba bien, ni él, ni yo, ni mi familia, ni la situación. Aquella semana el padre de Pilar fue internado por un tumor en el colon. Acompañé a mi amiga al hospital y le prometí jamás separarme de ella. ¡Tanto había hecho por mí, tanto! No podía negarme, necesitaba serle útil también. Decidimos estudiar juntas para las materias que nos habían quedado en febrero.
Hablé con Alejandro y le dije que iba a vivir intermitentemente en Caballito en la casa de Pilar y a veces en mi ciudad, porque algún día tenía que volver. No me seducía la idea de volver a aquel barrio donde estaba mi castillo de cristal con mis padres y miles de recuerdos que me congelaban la sien.
A medida que pasaban los días el clima con mamá se fue descongelando y hasta volvimos a hablar por teléfono. Papá tres veces por semana viajaba a Capital y me llamaba. Usualmente nos encontrábamos en un paseo de compras de Palermo. Le conté que aprendí a usar el subte y que me gustaba mucho vivir en Capital, que me llevaba muy bien con Pilar y que estaba comiendo. La mentía deliberadamente pero cualquier cosa para ver feliz a Papá. Le preguntaba siempre por mami y me decía que me extrañaba mucho y que quería que volviese a casa. Yo, extorsionadora como siempre, respondía que solo iba a volver a casa el día en que ellos se decidieran a dejarme vivir sola en Caballito. Sola, no con Pilar.
Papi siempre me invitaba a almorzar: muchas veces le decía que ya había almorzado y otras tantas hacía el esfuerzo de comer en el patio de comidas. Después tomábamos café (¡cómo extrañaba los cafés todas las tardes con mis padres!) y helado. Frutilla al agua con chocolate, cualquier gusto tenía el mismo destinatario: el inodoro más cercano. Casi siempre terminábamos llorando y abrazados. Los extrañaba, los extrañaba demasiado pero no me olvidaba de cómo me habían tratado cuando estaba en casa. No podía volver, tendría que hacerme valer y demostrar que era una mujer independiente que sabía manejarse sola.
Cuando lo despedía a Papá quedaba confundida: quería irme con él. Siempre que lo veía alejarse lloraba amargamente pero lo reprimía pensando: “ya va a pasar, Cielo, vas a ser feliz”. Decidí ayudarme por primera vez a ser feliz y llamé a mi obra social para consultar con un psicólogo. Me derivaron a un tal Néstor que iba a atenderme. Néstor vivía en mi ciudad y no por nada elegí un psicólogo tan lejos: quería estar en casa, quería estar cerca de mi familia… no eran mejores o peores que yo, eran ¡mi familia! Los amaba a pesar de todo.
Una vez por semana iba a lo de Néstor y le contaba banalidades. Le contaba sin tapujos que no comía y que no pretendía volverlo a hacer a menos que mis padres me permitiesen vivir sola en un departamento en Capital. “Solamente así voy a ser feliz, el clima que se vive en casa me hace muy mal”. El clima en casa no me cerraba el apetito, por el contrario: hacía que yo comiera el doble de lo necesario. Mi angustia oral crecía día a día. Iba a engañar a mi psicólogo como engañaba a todos los demás: usando mis estrategias más severas. Iba a ser sexy, iba a confundirlo a contarle cosas sin sentido y a convencerlo para que les dijera a mis padres que no estaba desquiciada y que podía sin ningún problema vivir sola y valerme por mí misma.
No me costó demasiado: para finales de enero ya estábamos buscando departamentos con mis padres. Vivía ocasionalmente en lo de Pilar y en casa de mis padres dependiendo del buen o mal humor de estos últimos. Los días que iba a ver a Néstor usualmente me quedaba en casa. Cuando estaba allí comía como una persona normal (sí, vomitaba, pero al menos comía) y así logré convencer a mis padres de que no estaba tan loca como creían y que mi problema de anorexia se había solucionado por completo. Al menos creían que estaba luchando con fuerzas en contra de mi diosa Ana.
No estaba luchando en contra de nadie más que de mí misma. Estaba pendiendo entre la vida y la muerte, esperando sin esperanzas que apareciese un signo, una persona, un gesto, un abrazo, una palabra que me salvase de mi muerte inminente. Y la nada misma. Nada.
Alejandro se había ido de viaje a Brasil y yo me sentía más sola que nunca. Me enviaba emails de vez en cuando diciéndome cuán bien la estaba pasando y yo le contaba mis novedades pero en cómodas cuotas, no quería que se asustara… que me dejara porque estaba desquilibrada. A decir verdad, tenía mucho miedo de estar loca.
Trastorno de personalidad fronteriza, ese fue el primer diagnóstico de mi psicólogo (enfermedad más conocida por su nombre en inglés “Borderline”). Según me explicó Néstor, es una finísima línea entre la neurosis y la psicosis. Después me interesé en el tema (siempre quise saber quién soy, por qué y qué me pasa) y averigüé algunos otros datos que me describían detalladamente y sin errores.
Leí que los borderline nacen con una tendencia biológica innata a reaccionar más intensamente a niveles bajos de estrés y a tardar más en recuperarse. Que son criados en ambientes en los cuales sus creencias sobre sí mismos son continuamente devaluadas o invalidadas y que estos factores combinados crean adultos que no saben cuáles son sus propios sentimientos y por eso corren de un extremo a otro.
Se les hace difícil decidir quiénes son. Eso es exactamente lo que me sucede: no sé bien qué me gusta, cuál es mi color o comida preferidos, qué asiento prefiero en el avión, qué cosas me molestan, cuales me dan placer. Me cuesta muchísimo describirme sin estar mintiendo acerca de mi misma. No puedo describirme porque no sé quién soy.
Tengo problemas de constancia con la gente: cada acción, cada palabra, los tomo como si no tuvieran un contexto, como si no pendieran de algo más. Y el insoportable sentimiento de sentir que está “todo bien” o “todo mal”. Conmigo no hay medias tintas, con los border no hay grises. Lo pavoroso es que lo que en este momento está bien en cinco minutos puede terminar siendo lo peor que me sucedió en la vida.
Algunos otros síntomas del trastorno de personalidad fronteriza:
• Dificultad de ver las acciones hechas por una persona durante un periodo de tiempo, porque no ven las cosas en general como una acción completa. Tienden a analizar individualmente las acciones de las personas y a proporcionarles a esas acciones significados individuales. Así, las personas son definidas según cómo actuaron por última vez.
• Pensamientos mágicos: creencias que los pensamientos pueden causar acontecimientos.
• Omnipotencia, proyección de características displacenteras en otros e identificación proyectiva, un proceso donde el border trata de obtener en otros los sentimientos que él mismo está experimentando.
• Relaciones extremas: episodios sicóticos, negación y amnesia emocional. Relaciones inestables e intensas donde el borderline siempre sale herido
• Comportamiento autodestructivo repetitivo, a menudo causado para buscar ayuda.
• Miedo crónico al abandono y pánico cuando es forzado a estar solo. Percepciones/pensamientos distorsionados, particularmente en lo que respecta a las relaciones e interacciones con otros.

Sufro todo aquello y algunas otras delicias: depresión crónica, desesperación, sentimientos de inutilidad, culpa, rabia, ansiedad, soledad, aburrimiento y vacío. Pensamientos extraños (si adelgazo Alejandro me va a querer), percepciones inusuales (estoy gorda), gestos de suicidio, desviación sexual, intolerancia a la soledad, abandono, sumergimiento, dependencia (sin vos me muero), relaciones tempestuosas (sí, claro), manipulación, masoquismo, exigencias.
Y lo más grave, si es que se puede hacer este paréntesis, es no saber quién uno es, qué deportes le gustan, qué discos queremos escuchar: tendemos a ser la persona con la que estamos. No por nada compraba cada disco que veía en su habitación, no por nada me sabía todas las letras y me gustaba su cuadro de fútbol y leía sus libros. Quería ser él… porque yo no era.
No sé cuáles son las razones que me llevaron a ser esto que soy, que no soy, que intento no ser, que no quiero ser. Confiaba en que mi psicólogo me ayudase a salir de aquel círculo sin retorno… pero después de algunas sesiones me di cuenta de que nadie podía ayudarme. No era negativa, pero mi pronóstico era oscuro, como aquella noche en la casa fantasma.
Flirteaba con Néstor y sin embargo quería que me ayudase. ¿Cómo podía un psicólogo ayudar a una paciente a vivir? No lo sé. No creía que pudiera hacerlo y sin embargo quería vivir. Si moría no iba a ver los ojos de Úrsula cuando finalmente naciera del todo, no iba a ver a Alejandro entre mis brazos otra vez; no vería crecer a mis hermanos ni envejecer felizmente a mis padres. Me faltaba mucho por ver y tenía mucho por hacer, pero no podía seguir viviendo de esa manera.
Hay una diferencia abismal entre querer morir y no querer vivir de determinada manera. Yo no quería seguir viviendo como hasta ese momento, pero decididamente no hice buenas elecciones y me encaminé hacia el oscuro pantano que tenía como única salida una muerte escabrosa.

El último clavo de mi féretro

Los días transcurrían abruptamente en Caballito. La convivencia con Pilar
era magnífica y aún así, necesitaba un tiempo sola. Quería volver a casa, abrazar a mamá, a papá, a mis hermanos; y por otro lado la idea me espantaba definitivamente. Tenía que volver. Por aquellos tiempos los verbos “necesitar” y “tener” eran imperiosos en mi vocabulario. Siempre necesito y quiero y sino me muero, pero en enero de 2004 aún más.
Sobreviví a las fiestas lo cual no es poco. Las navidades en casa siempre fueron muy divertidas hasta que crecí. Uno de mis tíos se viste de Papá Noel y pocos minutos antes de las doce nos juntamos todos a aplaudir mientras cantamos desde que tengo noción, la misma canción cada año: ¡que venga Papá Noel! ¡Que venga Papá Noel! Eventualmente poco después de las doce aparece algún tío disfrazado en el techo de la casa de turno. Con él lleva una campana que da aviso, segundos antes, de su presencia. Cuando aparece Papá Noel todos aplaudimos fervientemente y animamos a los más chiquitos a que lo saluden desde abajo. Él después de saludar baja con una soga una sábana llena de regalos. Y cuando digo llena de regalos, créanme porque está llena. Una gran bolsa blanca con regalos para más de cincuenta miembros familiares. Antes de abrir los regalos Papá Noel baja del techo por otro lugar y aparece en tierra firme junto con nosotros los mortales. Los más chicos lo miran atorados entre el miedo y la sorpresa; los adultos lo aplaudimos y nos sacamos fotos.
Odio a Papá Noel. Lo detesto. Gordo vestido de colorado, sábana a modo de bolsa llena de regalos, familiares sonrientes y obsequios para todos. Después se va y a continuación me invade un vacío. Me siento y los miro: algunos abren los regalos entusiasmados, otros tantos ya saben qué se compraron y los abren desganados. La escena de los obsequios dura por lo menos media hora, en la cual se escuchan los gritos de algún familiar desafinando nombres. “¡Marina! ¡Fernanda! ¡Agostina! ¡Carlos!”. Cada uno va en busca de su regalo y yo miro. No me gusta navidad y no me gustan los regalos. En general no entrego mis regalos a ese hombre disfrazado que simula ser San Nicolás; los abro antes porque para mí ya no hay sorpresas. Sí, canto “que venga papá Noel” pero tampoco tengo muy en claro por qué. Cada año pienso que la adrenalina de verlo aparecer por los tejados no se va a ir en cinco minutos y cada año dura menos. Después del gordo colorado me invade un vacío espeluznante y este año también frío e incertidumbre ¿será esta mi última navidad? Yo no tengo una hija para darle un regalo. A mi hija me la quitaron.
Año nuevo no es muy diferente pero es quizás una fecha aún más violenta. No tiene sentido que lo explique: cena familia, subirnos a un banquito, contar descendentemente a partir de diez y al llegar al uno gritar ¡feliz año nuevo! ¿Feliz? A continuación bajar del banquito con el pie derecho (nunca me acuerdo de eso) y saludar a cada uno de mis familiares, abrazarnos y moquear con algún otro. Aquel año nuevo de 2003-2004 lloré verdaderamente pensando en que era mi último año de vida. Ojalá me hubiese equivocado. Feliz año nuevo.
Pero en febrero las fiestas ya se olvidaron y vuelve la universidad y las materias que todavía no rendimos aunque a mí me ocupaba otro tema. En uno de mis encuentros con Papá me confesó que había hablado con mi madre y con mi psicólogo y que habían decidido alquilarme un departamento. A mamá no le gustaba la idea y a papá mucho menos, pero cualquier cosa para conservar la frágil salud de su primera hija. Solo allí pensé que quizás podría tener otro año nuevo, otro año de vida.
Decidí volver a casa. Mis padres habían tenido suficiente. Pensé que quizás podría dedicarme a comer un par de semanas hasta que mis padres estuvieran seguros de que yo iba a estar bien. Lo cierto es que mi fragilidad y mi demencia nada tenían que ver con la comida, o en todo caso, tenían mucho que ver con otra cosa. No es fácil de entender lo que un borderline es capaz de hacer por conseguir sus metas. Es difícil explicar la depresión como un estado constante. Nada me hacía feliz, con nada sonreía. Todo lo hacía amargamente casi en un estado de inercia. Vivía, sí, pero no sabía por qué. ¿Por qué estaba viva? Eso me preguntaba cada noche antes de llorar y antes de dormir.
Néstor se dio cuenta de mi condición y me pidió que nos viésemos dos veces por semana en lugar de una, incluso quiso que hiciera terapia hasta tres días a la semana. Dos eran suficientes. Pronto mi vida se trató de encontrar el departamento perfecto: la universidad no existía, solamente quería mudarme. Sorpresivamente desde que empecé a comer mis padres estaban mucho más calmos conmigo y no me gritaban a menudo. Engordé dos kilos en un mes. “Recuperaste dos kilos”- me dijo Alejandro. Como fuera… estaba gorda pero también estaba por mudarme.
Aquella tarde a fines de enero visitamos el departamento de la calle Guayaquil en Caballito. Entraron primero Papá y un señor de la inmobiliaria, los seguimos mamá y yo con cara de preocupación y una sonrisa respectivamente. “Bueno, este me gusta”- dijo Papi y a mí me dio un vuelco el corazón. ¿En verdad querían que me mudase? ¿Tan rápido? ¿Por qué ese departamento? ¿No podíamos seguir viendo otros? Un nudo de angustia me atravesó el corazón y se instaló en la garganta. ¿Quería vivir sola? ¿Iba a poder soportarlo? “Yo creo que este está bien”- confirmó Papá.
Sí, el departamento estaba más que bien; la del problema era yo. ¿Cómo iba a sobrevivir sin mis padres? El departamento estaba a cinco cuadras de la casa de Pilar, pero aún así, no podía depender de ella para que me ayudase. Vivir sola, me di cuenta tarde, significa mucho más que fumar sin ataduras y comer cuando a uno se le antoja. Vivir sola es más que lavar algún que otro plato y poner las mejores sábanas cuando se quede a dormir Alejandro. Había muchas otras cosas en las que no había pensado hasta que aquella tarde Papá decidió que iba a vivir en la calle Guayaquil entre Doblas y Viel.
El departamento era chico: dos ambientes, con paredes recién pintadas de blanco eclesiástico. Una cocina apartada del living, un pequeño balcón que servía a modo de lavadero, un baño y una habitación. No necesitaba más. Más tarde el departamento llegó a parecerme un laberinto interminable y sin embargo aquel día de enero felizmente le dije a papá que iba a vivir ahí.
Lo inspeccionamos una vez más y mamá tuvo una mala corazonada, por alguna razón que no podía explicar no le gustaba aquel departamento. Enseguida me enojé y le dije que ningún departamento le iba a gustar, ni ese ni uno en puerto madero, ni en Belgrano, ni nada. “Mamá, queda cerca de la facultad, estoy a cinco cuadras de lo de Pilar, está buenísimo. Ya está, me mudo acá”. Me convencí más por llevarle la contra que porque realmente quería vivir allí.
Cuando abandonamos el edificio mi papá y el señor de la inmobiliaria arreglaron una fecha para firmar los papeles y darme las llaves. Quería gritar: ¡mamá! ¡papá! ¡no quiero mudarme! ¡Quiero vivir para siempre con ustedes! ¡Nunca me dejen! No podía hacerlo, mis padres estaban cumpliendo mi voluntad y no iba a dejar pasar la única oportunidad que creía tener para salvarme. Iba a vivir sola a mi manera, no había escapatoria. Camino a casa pensaba en los malos ratos que me habían hecho pasar y quería convencerme de que estaba haciendo lo mejor para mí. “Voy a poder estudiar tranquila, voy a aprender a manejarme sola, voy a cocinar (¿a cocinar?), a limpiar, a ordenar, a hacerme la cama. Tengo que vivir sola, no puedo quedarme en casa de mis padres”. Mamá, no quiero vivir sola. No quiero. No me dejes.
Papá pensaba que yo estaba contenta y quizás hasta lo estaba a ratos. Me daban pena mis padres. ¿Por qué les estaba haciendo eso? Porque creía que la otra opción era morirme y aquello iba a ser peor. O me moría en casa de mis padres o intentaba darme una segunda oportunidad en aquel departamento blanco y deshabitado.
Los días siguientes me encargué de persuadir a papá para que me ayudase a planificar la mudanza. Finalmente llegó el día de la firma. Junto con mi mamá, mi papá y yo fueron mis abuelos (los padres de papá). ¿Por qué tenían que estar metidos ellos? Pronto voy a estar muerta y no quiero que sufran. La situación me abría los ojos y yo presionaba fuerte intentando cerrarlos. No quiero que mi familia sufra ¿qué puedo hacer? No había escapatoria. Tenía que vivir sola o morirme.
Entramos en una habitación con una mesa larguísima como mi tristeza y nos acomodamos en varias sillas. Mis abuelos se sentaron inocentemente deseándome lo mejor y mis padres se sentaron cerca de mí. Mamá me miraba angustiada y los ojos llorosos de papi contradecían una sonrisa dulce. Recuerdo pensar: ojalá pase algo. Que no se pueda firmar este papel. No sé si quiero vivir sola, no sé si quiero pasar por esto. No, bueno, es lo mejor. No, no es lo mejor… ¿Y si me muero? ¿Y si no tengo hijos? ¿Y si me arrepiento y vuelvo a casa de mis padres? No. Antes de volver con la cabeza gacha prefiero estar muerta. No creo que haya mucha diferencia entre la muerte y mi estado actual”.
“Muy bien, felicitaciones. Aquí tienen las llaves”. ¿Ya las llaves? ¡¿Ya?! ¿Por qué nos las dieron ahora mismo si todavía no me voy a mudar? Si falta hacer el depósito ¿por qué ya tengo las llaves? No quiero las llaves. No me voy a ir hoy al departamento… tengo miles de cosas que hacer antes de mudarme. Ahora no se me ocurre ninguna, pero estoy segura de que voy a tardar bastante.
Mis padres me abrazaron emocionados y soltaron algunas lágrimas. Yo inmutable, incapaz de demostrar mis sentimientos o de admitir que estaba cometiendo un error, los abracé sonriente y alcé un brazo con las llaves en la mano. Foto. En esa foto papá sonríe amargamente, mamá está seria y mis abuelos no entienden demasiado lo que está pasando. En mis ojos está aquella tristeza latente que me perseguía desde siempre; desde la gorda rechazada del primario hasta esta mujer esquelética a punto de morir.
“¿Papá, podemos ir a visitar el departamento antes de volver a casa?”. Mamá preguntó para qué si estaba igual que como lo habíamos dejado, pero me llevaron de todas maneras. Fue la primera y última vez que mis abuelos tocaron esas paredes y pisaron esas maderas. Lo observé detenidamente: quizás pueda ser feliz acá. Lo voy a hacer mi lugar, con mi decoración, con mis cosas, lo voy a llenar de amigos y de amores. Va a ser mío, mi refugio.
Cuando volvíamos a casa la idea de mudarme no me parecía tan descabellada, quizás pudiera rehacer mi vida en Caballito; un barrio que sigo nombrando y que aún ahora me da escalofríos.
Mientras tanto seguí yendo a lo de Néstor pero a ratos le contaba toda la verdad. Le decía que quería desaparecer de mi casa y le pedí que me diese antidepresivos. Él pensó que por el momento no eran necesarios (así son ellos, los súbditos de Freud; van a hacer cualquier cosa antes de medicarte) y me instó a que sigamos con la terapia hasta que se pudiera. Yo sabía que con la terapia no iba a llegar a ningún lado pero necesitaba aferrarme de una esperanza y aquella luz era Néstor. Un Harry Potter de treinta y siete años que iba a curarme con su varita mágica. Siempre el personaje de Rowling me hace acordar a Néstor: los dos tienen el mismo pelo, anteojos, mirada, boca, color de ojos. Siempre pensé que Néstor podría ser un actor de Hollywood si hicieran Harry Potter en el futuro.
No iba a conseguir antidepresivos y Néstor no tenía varita mágica: tendría que empezar a manipular gente nuevamente. Mis padres estaban complacidos porque estaba yendo a terapia, sinceramente creían que eso podía ayudarme. Lo cierto es que podría haberme ayudado si a los catorce años cuando le dije a mami que quería ir al psicólogo me hubiera llevado. Ahora no había tiempo suficiente para intentar empezar a ayudarme, era demasiado tarde. Mientras tanto Alejandro y yo no estábamos pasando por nuestro mejor momento: “no puedo estar con vos porque lo único que te interesa en la vida es pesar 25 kilos”. Es cierto, pero si tenía que elegir entre Ana y Alejandro, ya sabemos que los kilos se pierden y el amor se recupera.
Finalmente el seis de marzo de 2004 me mudé. Con gran esfuerzo mis padres me ayudaron a hacer los viajes pertinentes hasta caballito, llevando una cama de dos plazas, un televisor, un equipo de música, la heladera que sabía no iba a usar, muchas perchas, valijas llenas de ropa y algunas otras pavadas. Nos quedamos en Guayaquil toda la tarde: papá instalaba luces, acomodaba la mesa con las sillas. Mamá y la empleada doméstica limpiaban la cocina y yo intentaba limpiar un baño por primera vez en mi vida. “Dejá, ocupate del cuarto”- dijo mamá y se lo agradecí infinitamente.
Ver a mis padres trabajando tan duro por mí me pareció a la vez una falta de respeto y la demostración de amor que tanto necesitaba. Mis padres me amaban, ellos querían lo mejor para mí. En algún momento dudaron, tuvieron miedo de que yo viviese sola y dejara de comer del todo o cometiese un acto imprudente; ahora, al parecer, estaban convencidos de que con la terapia iba a mejorar y que vivir sola me iba a hacer madurar y crecer.
Aquel sábado cuando ya se había hecho de noche y nos estábamos volviendo a la casa de mis padres, les pregunté si me daban las llaves y ya me podía quedar a dormir esa noche. “¡Pero está todo sucio!”- dijo Mamá. “Sí, pero estoy contenta y quiero limpiarlo”- respondí. Era cierto pero no quería limpiar, quería quedarme. Una vez que mis padres se fueron sentí una libertad inenarrable. Me acosté en mi cama de dos plazas y miré el techo blanco y brillante, después miré hacia el costado izquierdo y vi las cortinas que papá había instalado. Lloré: gracias por las cortinas. Mamá, Papá, gracias. No merezco todo esto. ¿Por qué les estaba haciendo aquello? Pronto me encontré tan sola en el departamento que tomé el teléfono y lo llamé a Alejandro. Aquella noche no le importó que mi última meta fuera pesar veinticinco kilos y se quedó a dormir conmigo en mi nuevo departamento. ¡Feliz estreno!
Durante la semana vivía de día en la casa de mis padres y de noche me iba a dormir a mi departamento. Todo se trataba de ver a Pilar, a Alejandro o a Chechu. Esta última vivía lejos y por eso algunas veces se quedaba a dormir conmigo en mi departamento. El departamento de su abuela quedaba a tres cuadras del mío así que nos veíamos bastante seguido. También pasaban a visitarme Toto y algunas de mis compañeras de la facultad. ¡Eso era vida! ¡No estar encerrada en un barrio privado con mis padres en otra ciudad! Amigas que me visitaban, otras que se quedaban a dormir, viajes insólitos a cualquier lugar en cualquier medio de transporte: era la libertad total y sin embargo no sabía aprovecharla. La mayor parte del tiempo me la pasaba adentro del departamento limpiándolo y preguntándome para qué diablos tenía una heladera si nunca la había usado. Mientras no empecé a cursar en la universidad viajaba a casa de mis padres todos los días, pero a mediados de marzo las cosas cambiaron. Me levantaba a las siete de la mañana todos los días, tomaba un vaso de gaseosa light, me fumaba un cigarrillo, me bañaba, cambiaba y pintaba un poco y caminaba cuatro cuadras hasta la esquina donde me pasaban a buscar Pilar con su hermano para ir a la facultad. Después de clases me juntaba con alguna de las chicas o las veía comer, después a estudiar cada una a su casa. Yo no tenía muchos ánimos de estudiar, así que llegaba al departamento y lo limpiaba una vez más, o escuchaba la radio, o pensaba en planes para la noche siguiente. Muchas de esas tardes me las pasaba esperando un llamado de mi mamá. ¡Cómo la extrañaba! Y cuando eventualmente me llamaba (creo que no lo hacía mucho porque no quería coartarme la libertad ni que la sintiera pesada) me ahorcaba una angustia solo comparable a lo que me hacía sentir Alejandro. Él era mi placebo: siempre después de hablar con mamá o con algún miembro de la familia lo llamaba a él para compensar y ponerme feliz.
Mamá al teléfono me decía que se aburría, que extrañaba a su Cielito, que quería volver a reírse conmigo. Yo no podía contener el llanto y muchas veces tuve que cortar para correr a la cama y llorar desesperadamente; justo como ahora mientras escribo este texto.
Mamá, si supieras cuanto te extraño… ¡cómo quisiera estar en esa casa y sin embargo siento que soy una molestia para todos ustedes! Mejor que viva afuera, mejor que me olviden de a poco, que no se note tanto mi ausencia para cuando esta sea definitiva. Quiero volver a mi casa y sin embargo no puedo estar allá. Quiero volver.
Una tarde fue definitiva, fue diferente de las otras. María se iba a su departamento para más tarde ver al novio, Doli iba a “Solsac”, donde el padre tenía un programa de radio y ella lo ayudaba, Pilar se iba a su casa y más tarde a visitar a su padre; y yo… yo no tenía nada que hacer. Salí de la facultad y miré el cielo: celeste sin una sola nube. Caminé llena de tristeza hasta la parada de colectivos para esperar el que me llevaba desde Puerto Madero a Caballito y sin embargo cuando por fin llegó, dejé caer una gota de mis ojos y decidí pensar dos veces qué iba a hacer esa tarde.
Caminé cerca del río y me dediqué a osbservar a la gente: hombres de traje atareados caminando rápido, mujeres mayores paquetas tomando cafés en restaurantes carísimos, jóvenes corriendo con mp3 en sus orejas, estudiantes gritando y agitando libros, novios abrazados, dandose besos… todo aquello y además yo, sola como nunca. Como siempre.
Me senté en la vereda y lloré amargamente hasta que una señora paqueta que paseaba su perro me preguntó si estaba bien. A continuación enjugué mis lágrimas y le dije que me había ido mal en un examen en la facultad y desvié el tema. Ahora hablábamos de su perro, la mujer le hablaba como si fuera una persona. Así voy a terminar yo –pensé- hablando con los gusanos, pero seis metros bajo tierra.
Cuando la señora paqueta se retiró, me volvieron a invadir las lágrimas. Intenté calmarme y lo llamé a Papá “si está en Capital me vuelvo con él y sino me voy al departamento”. Papá atendió y me dijo que no estaba en Capital pero que si quería me iba a buscar. Le dije que no, no iba a hacerlo recorrer ciento veinte kilómetros solo porque yo estaba triste, solo porque me estaba muriendo todos los días.
Entonces decidí hacer algo por mi vida y caminé hasta Paseo Colón, unas cinco o seis cuadras desde donde estaba, y esperé el micro que me dejaba cerca de la casa de mis viejos. Una vez adentro del micro me arrepentí toda la vida de haberlo tomado: “ahora van a pensar que me alquilaron el departamento en vano, que no quiero estar ahí”. Y por primera vez iban a estar en lo cierto.


Todo sobre Ana

Para cuando empezó abril mi vida ya era un despropósito. Haberme mudado, los nervios en la universidad y las visitas a la casa de mis padres me habían hecho engordar. Pesaba cincuenta y un kilos y aunque estaba raquítica yo no podía dejar de verme obesa. Así que me dediqué full time a la facultad y a no comer. Empecé a hacer ayunos caprichosos de cinco días a la semana. Pronto mi vida familiar se había regularizado. De lunes a viernes no comía nada, con excepción de los miércoles cuando venían mis hermanos y mis padres a cenar a mi departamento. Más tarde vomitaba, más porque ya no toleraba comida en mi estómago que porque quisiera. Los jueves también eran de ayuno total y los viernes a la noche cenaba en casa con mis padres. Los sábados solamente almorzaba y vomitaba y los domingos almorzaba en la casa de mi abuela como siempre desde que tengo noción de vida.
Así que hacía cuatro comidas en siete días: dos cenas y dos almuerzos. No puedo explicar lo que no-comer produce en el cerebro. Creo que todavía no estoy abstraída totalmente como para contarlo así, con aires desentendidos, pero al menos voy a intentarlo. No comer genera desgano, genera enemistades inexistentes, hace que quienes te aman muten en enemigos mortales. Hace que quieras huir de tu casa, de tu cuerpo, de tu cabeza: todo te agota, te hace sentir un cadáver odioso al que todos temen acercarse. Muchos porque no saben qué esperar de vos y otros tantos porque tienen miedo de que te mueras si te hablan. Yo me estaba muriendo aunque la gente no se me acercaba. No comer, además, vuelve el alimento un enemigo íntimo: “lo que me alimenta me destruye” solía decir. Es una frase conocida dentro del ambiente pro-anorexia “Quod me nutrit me destruit”. Aquella cita podía ser aplicada en muchos sentidos y de diferentes maneras en mi vida. En mi caso dos cosas importantísimas me alimentaban y destruían a la vez. Una, la comida. La segunda era Hogweed. La comida que ayudaba a mi desarrollo físico y mental también destruía mis ganas de vivir; Alejandro alimentaba mis ganas de estar viva y a la vez me destrozaba. Contradicciones, mi vida fue siempre una absurda contradicción donde lo que hoy es mañana quizás no lo es tanto, donde lo que hoy me hace vivir en tiempos futuros puede aniquilarme. Siempre tuve miedo a escondidas. Miedo de mí, de por fin terminar comiéndome.
Cuando llegué a casa no me sentí en paz: no sabía qué hacer. Sentía en aquella época que no pertenecía a ningún lugar. Que era una desterrada, una ignota a quien le daba lo mismo vivir o morir. Y la situación se complicaba porque de a poco me interesaba un poco más en encontrar en cualquier esquina la muerte.
De todas maneras no perdía el tiempo y seguía queriendo que lo poco que me quedaba de vida fuera agradable así que decidí darme algunos lujos: no iba a focalizar mis pocas energías en aprobar materias en la facultad; iba a encargarme de hacer el mejor documental de la historia de aquella universidad. En la materia “producción audiovisual” nos habían dividido en grupos de seis personas y cada una tenía que llevar la clase siguiente un esquema de cómo sería el documental. Después de leer todas las ideas, los miembros del grupo junto con los profesores decidirían cuál se llevaría a cabo.
Mi idea no podía ser otra: los sitios pro-anorexia ¿combatirlos o apoyarlos? Básicamente mi documental ponía en duda la irracionalidad de los sitios pro-desordenes alimenticios. No era un documental “a favor de” ni “en contra de”, era auténticamente objetivo pese a mis claras preferencias. Mi grupo en el documental eran mis amigas: Dolores, María, Pilar y demás. Todas habían llevado sus ideas pero convenimos en que la mía era la más viable o la más fácil de llevar a cabo porque ya tenía(mos) muchísima información. Mis profesores quedaron alucinados con la idea, me felicitaron y nos incitaron a empezar en seguida. La universidad nos prestaba cámaras profesionales, micrófonos, luces, todo lo que necesitáramos para hacer entrevistas y filmar lo que se nos ocurriese. Yo tenía contactos anoréxicos en todas partes del mundo ya que me escribía y hablaba por teléfono con adolescentes y mujeres de Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, España y otros tantos países; así que las entrevistas iban a ser grabadas por teléfono y hasta algunas de mis amigas se habían ofrecido a enviarme vía correo electrónico videos dando su testimonio. Iba a ser un documental de primera clase. Decidí que se llamaría “Todo sobre Ana”.
Mis amigas no estaban demasiado convencidas de hacer mi idea porque pensaban que me podía afectar. Yo necesitaba hacerlo, aunque estaba en pleno proceso anoréxico, Todo sobre Ana significaba para mí una excusa para quedarme en este mundo, una meta a largo plazo. Tendría que quedarme viva si quería ver el documental alguna vez proyectado. TSA me llenaba de vida y de ganas de hacer cosas, de moverme, de contactarme con gente, de dar lo mejor de mí y de demostrarme que no estaba tan muerta como creía.
Pronto aquel documental consumía mi vida: no hacía otra cosa más que pensar en detalles, en entrevistas, en personas relacionadas, en dar mi propio testimonio, en colorearlo, hacerlo bello, parirlo. Era mío, lo iba a engendrar y no iba a tolerar malos tratos o comentarios desdeñosos. Pronto me obsesioné y no quería que nadie dijera nada acerca de TSA, era mi bebé, quería hacerlo yo sola, que las ideas fueran solo mías, que sea perfecto, que sea un reflejo de lo que yo quería ser.
Escribí un pre-guión y lo entregué. Mis profesores estaban encantados con mi trabajo y eso me incentivaba aún más. Mientras el documental nacía mi vida se derrumbaba. Aquel departamento de la calle Guayaquil me traía recuerdos espantosos: no quería dormir sola, soñaba con estar con Alejandro todos los días. Muchos de ellos la llamaba a Pilar y pasaba por su casa, charlaba con su madre y sus hermanos, me sentía en familia. Extrañaba a mis padres y a la vez estaba agradecida de tenerlos tan lejos: mi decadencia se estaba haciendo notar y no era broma, pronto desaparecería.
Cada tanto Alejandro venía a visitarme y salíamos a comer a Magno, un restaurante a pocas cuadras de Guayaquil. Ñoquis con crema rosa, siempre que voy a Magno pido lo mismo. Después de comer volvíamos a mi departamento y se quedaba a dormir conmigo. A la mañana siguiente, nos levantábamos temprano y él se iba a trabajar y yo a la facultad en el mejor de los casos, porque muchas veces estaba tan débil que ni siquiera podía levantarme de la cama. La segunda noche que se quedó a dormir en mi departamento se encontró con dos de mis regalos: una copia de las llaves para que entrase cuando quisiese y un cepillo de dientes con su nombre en violeta. Nunca usó esas llaves, siempre tuve que bajar los siete pisos para abrirle. Para él aquellas llaves no significaban absolutamente nada mientras que para mí lo eran todo: tenés las llaves para entrar y salir, para hacer y deshacer como gustes. Esta tierra también es tuya, visitame, usala, compartila, hacela tuya. Y el cepillo de dientes no fue usado demasiadas veces tampoco: este significaba “esta es tu casa, donde están tus cosas, donde no tenes que sentirte un extraño”. Pero Alejandro en Guayaquil siempre fue un huesped.
Mientras tanto los mareos eran cada vez más usuales. Me levantaba de cualquier lado y veía todo negro: el mundo colapsaba; por diez segundos me invadía una ceguera impenetrable y mi cabeza mutaba en una montaña rusa. El mundo era mejor cuando estaba mareada: no podía ver o escuchar absolutamente nada; se me tapaban los oídos, perdía la noción del tiempo, del espacio. Cuando se hicieron más comunes los desmayos, aprendí a identificarlos antes de que apareciesen. Así, cuando sabía que iba a perder el conocimiento, me sostenía con fuerza y rapidez de cualquier pared, o baranda, o mesa que estuviera cerca de ese cuerpo que era más mío que nunca.
Me costaba dormir: la falta de alimento me ofrecía un insomnio imposible de rechazar, así solía quedarme despierta hasta las dos de la mañana habiéndome acostado a las once de la noche. Eran horas insoportables donde no hacía más que tocarme los huesos y repetirme que “es el precio que hay que pagar por ser perfecta”. Mentira, no era ningún precio, no estaba llegando a la perfección, me estaba hundiendo cada día más y más profundo. Pronto iba a llegar al límite donde no había nada más debajo mío y ese día iba a ser el fin.

14 de abril de 2004
La anorexia es ya un estilo de vida y algo de donde jamás voy a salir y no es que pretenda vivir mucho más, pero en la vida se toman decisiones y mientras no afecten a otros no se hace ningún daño. Ana es mucho más que un espectro deambulante. Es una razón, una meta, un camino y un fin en si misma. Es una diosa todopoderosa que se lleva de mí todo aquello que sobra, que no hace falta. Sus penas se arreglan con un café con edulcorante.
Ana no tiene muchas exigencias: solo me obliga a serle fiel. Y cuando no siente que la merezco, se acerca a mí otro ángel, la bulimia, y me ayuda a darme cuenta de que Ana es menos peligrosa y no me daña. No es una obsesión y es tan perfecta que no da a conocer su rostro, porque todos lo llevamos dentro, pero solo algunos elegidos sabemos cómo llegar a ella.
¿Qué te llevó, Ana, a elegirme? ¿Por qué me diste la gracia de conocerte? Comí del fruto prohibido y vi que era un monstruo pero con tu ayuda voy a convertirme en una mujer merecedora de tu amor. Mi admiración por vos va a ser el pago por ser perfecta, algún día, cuando mi carne haya desaparecido y solo queden mis huesos. Mis huesos y vos.
No te ofendas Ana cuando te abucheen. Perdonalos porque no saben lo que hacen. Rezá por mí, Ana, y liberame de este infierno congelado donde vivo. Soy tuya enteramente. Te amo hasta los huesos. Dejame cerrar mis ojos para siempre.
***
Me había convertido en lo que siempre había detestado: una fanática religiosa. Siempre me creí atea y sin embargo me había creado mi propia diosa, con particulares ofrendas y sacrificios que estaba dispuesta a entregar a cambio de la muerte, o de su bendición. Una bendición inexistente, que solo yo podía darme. Nadie iba a salvarme, nadie podía. Era demasiado tarde para buscar ayuda.
Alejandro desapareció: los hombres saben cómo solucionar los problemas de sus parejas, lo hacen huyendo. Ojalá algún día encuentre a un hombre que no sea un cobarde, que se comprometa conmigo y con mi historia. Que no tema a lo que soy, a lo que fui y ya no soy y a lo que posiblemente pueda llegar a ser. Pero no: todos ellos huyen, porque es más fácil desaparecer que hacerse cargo o tomar posición en una situación dolorosa. Nadie sabe enfrentar el dolor. ¿Cómo podía explicarle a Alejandro que mi deseo no era pesar cinco kilos? Yo quería desaparecer del todo. Un día dormirme y jamás despertarme. Quería una muerte silenciosa, una muerte que le quedase grabada para siempre en la consciencia, en el inconsciente y en todas partes de su cuerpo como una viruela mal curada. Quería que mis manchas se mudaran para siempre a su consciencia, que le quede en la cabeza una sola frase resonando como eco: “no quise ayudarla”, “no quise ayudarla”, “no quise ayudarla”. Y sin embargo, en su mediocridad, él creía que era acerca de la comida, que mi temor era ser gorda. No, Ale. Mi temor es estar viva para siempre, mi pavor más profundo es mi imaginación: verme de vieja, seguir viva, seguir sufriendo por siempre. Quiero morirme, reencontrarme con Ursula. Quiero que me ames, también. Y que me salves.
Una sola palabra hubiese bastado para salvarme. Una sola. Una llamada, una caricia, algo. Un indicio de preocupación, de que te importaba. De que querías que siguiera viva. Pero hiciste oídos sordos, te hiciste a un lado. No me escuchaste. Te aclaré una y mil veces que me estaba muriendo, que necesitaba salvarme, que contaba con vos para hacerlo. Que sin vos me moría, que eras lo único que me quedaba. Te sentiste presionado y me dejaste. ¿Tengo que sentirme culpable por mi muerte? ¿O hay más de un culpable? Quiero decirte algo: podrías haberme salvado.

No creo que otra persona entienda el deseo de morir tan acabadamente como lo entiendo yo o como lo entienden los suicidas. No sé si hay alguna sensación peor: sentirse mal por estar tan sano, querer morir, desaparecer fulminantemente. Y luego ver a tus viejos haciendo la cena y a tus hermanos jugando inocentemente al play station; todo mientras vos silenciosamente planeas tu muerte, exquisita, necesaria, inminente, inexorable.
Y llorar hasta el desmayo o el interminable dolor de cabeza que parece encarnársele a uno en lo más profundo de los sesos. Tener tanto odio por uno mismo, tanto que hasta nos parecen irreales e inentendibles todos aquellos años de convivencia con nuestras mentes perturbadas, tantos años de soportarse a uno mismo. Y luego llegan los reproches: ¿por qué no me di cuenta antes de que me odio? ¿Por qué no me eliminé tiempo atrás?
Lo pensás varias veces, intentas encontrar algo por qué vivir, por qué quedarse: las razones son tan frágiles como la convertibilidad y sos menos convincente que Fidel Castro izando la bandera de los Estados Unidos. Querés morirte y tenés millones de razones por las cuales hacerlo. Y sin embargo, todavía rogas por una sola razón para quedarte. Una razón te salvaría, solo una sería suficiente. Y no la encontras, no porque no sepas buscar, sino porque simplemente no hay. No existe la razón por la cual debieras quedarte en este mundo.
¿Por tu familia? ¿Quedarte por tu familia? ¿Que los suicidas somos egoístas? Es la gansada con menos sustento que escuché en toda mi vida. Empecemos a sacar un poco de lógica de todo esto:
Uno no quiere vivir porque sufre, porque está triste. Entonces algún ser muy inteligente (seguramente amigo o familiar) te dirá que todo el mundo te quiere, que todos te aprecian, que no podes HACERLE ESO A TU FAMILIA.
Muy bien, recapitulemos: entonces uno tiene que vivir en pena porque no se le puede hacer “eso” a la familia. ¿Eso? ¿HACER QUÉ?, me sigo preguntando yo, a través de los años. ¿Hacer qué mierda? Si uno está enfermo debería elegir cómo y cuándo curarse. Supongo que las personas con cáncer serían más felices si pudieran extirparse la enfermedad. Pues bien, mi enfermedad es estar viva. Y codificando y pasando en claro no me están dejando sacarme el cáncer de encima. Quieren que tenga cáncer, porque no puedo hacerLES eso. ¿Eso? ¿No puedo qué cosa? ¿No puedo extirpar mi dolor? ¿Debo vivir muriendo para que OTROS no sufran? ¿Tengo cara de Jesucristo? ¿Tengo cara de tener ganas de aguantar mi pena para que otros no lloren cinco minutos o cinco meses mi muerte y después continúen con sus vidas?
Entonces llámenme egoísta, pero no pienso soportar este dolor. La gente es tan moralista, tan hipócrita. No entienden lo que se siente; no lo pueden entender porque la depresión, la anorexia, la bulimia, llevan a la persona al extremo más límite. Te tortura, te viola, te deshace adentro. Tus tripas, tu estómago, tu garganta, tu pecho, tu sexo. Todo le pertenece a tu enfermedad: necesitás morirte porque sabés que no tenés nada más que hacer en este mundo. Que te duele demasiado estar vivo; y que aunque seas una excelente alumna, una hija adorable y una amiga incondicional, no tenés fuerzas para seguir jugando esos papeles.
Te das cuenta que te pasaste la vida actuando: pensando que si te disfrazabas con diferentes personalidades ibas a poder por fin tapar tu verdadero ser: el que quiere morir porque no puede elegir otra cosa. No puede elegir otra cosa.
Pero, por favor, díganme si estoy errada. ¿Si ustedes estuvieran muriéndose de dolor por alguna razón, no les gustaría acabar con ello? ¿O prefieren morirse de sufrimiento lentamente y caer en una completamente evitable agonía a fin de no molestar a terceros? Además, déjenme decirles: cuando hay dolor los demás dejan de existir. No se piensa en nadie más, no se piensa siquiera en uno mismo: porque dejas de existir como persona, pasas a ser simplemente un vegetal con ganas de suicidarse. No más que eso. Tu fin último es planear un suicidio con clase, con estilo, para al menos, no dejar todo ensangrentado. Los otros no existen: sos vos y la muerte. Son la muerte, las pastillas, la soga, el balcón, la bañera, el secador de pelo, el maldito tren, lo que fuera. Sos vos y tu muerte, más próxima que nunca. Y esta vez es claramente inevitable.

Como suicidarse y no morir en el intento

La segunda semana de abril de 2004 decidí que iba a morirme. No puedo explicar lo que se siente tener los días contados. Cuando tenés diecinueve años y decidis que vas a morir, los colores se sienten más vivos y los olores por primera vez te llaman la atención. Intentas despedirte de la gente casi sin que se den cuenta. Haces una lista de las cosas que vas a perderte porque ya no vas a estar viva: la lista es casi nula, no hay muchas cosas que te importen. Tus hermanos… sí, tus hermanos te importan y tus padres también. Pero lo que más te importa es que el culpable cumpla su condena. Él me había dejado morir, él podría haberme salvado.
Era una experta en mentir y planear, así que tendría que ser creadora del mejor de los planes ahora que iba a morirme. Cómo planear una muerte impecable: muy bien, tenía que pensarlo dos veces, esto era definitivo, digno de una película. Mi vida siempre había sido un largometraje tragicómico, no podía terminar bien, no podía comer perdices, iba a suicidarme.
Cuando decidí que iba a morirme, fui a lo de Néstor y le dije que tenía problemas para dormir, que necesitaba urgentemente pastillas porque no podía estudiar, ni dormir, ni concentrarme. El pobre me creyó y me recomendó una psiquiatra: La bruja Sabrina. Así la llamaba, porque nunca me gustó su aspecto ni cómo me trataba. Era un tanto insolente, y tengamos en claro que para soberbia e insolente estoy yo. No iba a permitir que aquella bruja me quitara el lugar. De todas maneras tenía que convencerla de que me recetara pastillas así que lloré en frente de ella y le dije que me costaba dormir y que me sentía débil. No me hacía falta fingir sueño: estaba muy cansada por la falta de comida y tenía ojeras violetas las veinticuatro horas del día. Me recetó Rivotril y me dijo que tomara medio después de comer (“no como, pero los voy a tomar cuando llegue de la facultad”) y medio antes de dormir (“muy bien, tampoco duermo pero… en fin, pretendo dormir hasta siempre”).
En lugar de salir feliz porque mi plan habia dado resultado, tuve espasmos de angustia mientras bajaba en el ascensor hacia la calle. Iba a tomarme el micro para ir a mi departamento en Caballito. No quería esas pastillas porque determinaban mi muerte. Ni en sueños iba a tomarlas como Sabrina me había dicho (maldita bruja). Caminé llorando hasta que encontré una farmacia abierta, me enjugué las lágrimas y le pedí al farmaceutico las pastillas. Me pidió la receta, se la di desafiante. Me las dio: ya las tenía en la mano, no había vuelta atrás.
De todas maneras, seguí poniéndome obstáculos. No iba a morirme aquella noche, todavía quedaban muchas cosas por hacer, incluído el documental. Tan agonizantes eran mis noches, tan llenas de llanto, con la mente tan nublada, que el documental había pasado a un cuarto plano. Solo me interesaba morirme o parar esa tristeza o decirles a mis padres cuánto los iba a extrañar (cuánto los extrañaba) y que Alejandro contestase alguna de mis llamadas. Iba a escribir cartas de despedida a las personas que más quería. Iba a matarme el día que escribiera la última carta. Aquella noche iba a escribir la primera.
Mientras esperaba el micro en la Terminal, me llamó Mamá al celular. Me preguntó cómo me había ido con Sabrina, la psiquiatra. Le dije que muy bien y que me había dado unas pastillas para que durmiera y que seguramente me iba a sentir mejor en poco tiempo. Mamá me dijo que tuviera cuidado porque seguramente las pastillas eran fuertes, me aconsejó que jamás tomara una dosis mayor a la que me había prescripto la bruja. Conteniendo el llanto le dije a mamá que no iba a hacerlo y que la amaba. Supongo que le habrá sonado a despedida porque no le decía que la amaba muy a menudo.
Ya estaba arriba del micro, busqué un asiento contra la ventana y observé mi ciudad, que quizás visitaba por última vez. Lloré amarga, compulsivamente, sin poder parar. Lloraba porque iba a morirme, porque no había razones para no hacerlo. Lloré porque mi plan había dado resultado, porque podía convencer a la gente de cualquier cosa y porque todo lo que planeaba me estaba saliendo bien. Lloraba sin consuelo, como ahora mientras lo recuerdo, porque me estaba muriendo, porque tenía en mis manos unas pastillas que bien podían salvarme o desterrarme para siempre. Si les daba un buen uso quizás me hicieran bien y si seguía con mi plan iban a ser destructivas. Un arma de doble filo. Una inconsciencia darle una caja llena de Rivotriles a una paciente psiquiatrica.
Y sin embargo no eran suficientes. Pocos días después, llamé a Sabrina y le dije que había perdido la prescripción, que me sentía muy angustiada y que necesitaba las pastillas urgentemente. Me dio otro turno y me recetó nuevamente las píldoras para dormir. Subí el ascensor temblando, con ese presentimiento de que iba a desmayarme. Logré sostenerme en la pared antes de tocar el timbre. La psiquiatra me atendió, me instó a sentarme y a contarle cómo estaba y cómo había perdido la prescripción médica. Le dije que en el viaje a Caballito se había traspapelado con quién sabe qué cosa le inventé y que no iba a contarle acerca de mi vida porque para escucharme estaba Néstor. Le respondí que no se metiera en mi vida cuando me dijo que estaba muy delgada y pálida. La odiaba y sin embargo sin su firma no obtenía los rivotriles. Le dije que estaba comiendo pero que me sentía muy triste y sola en aquel departamento. “Estas pastillas van a calmarte la ansiedad y a ayudarte a dormir; en pocos días vas a sentirte mucho mejor”. Sí, claro. ¿Firmaste? Muy bien, buenas noches y hasta nunca.
Cuando sabés que estás caminando una calle por última vez en tu vida sentis que te recorre un hilo plateado de frío. La gente en la calle te llama la atención ¿a dónde van? ¿Cuándo van a morirse? No saben que están pasando por al lado de alguien que en cuestión de horas será solo un fantasma. Entonces pasas por un kiosco, ves los helados, los dulces, los chocolates, las papas, todo aquello de lo que te venis privando desde que una diosa inventada te consume la vida. Ves todo aquello y sin embargo no lo deseas porque ya no estás en ese mundo. Ya estás muerta. Te da lástima la gente que mañana va a despertarse, que pasado va a despertarse, que tienen toda la vida para hacerlo. Sabés que vos tenés solo lo que te queda de vida y que aquello es demasiado poco. Y que la muerte es demasiado pronto.
Llegué a Caballito en un taxi que no me hizo preguntas acerca de mi llanto que duró sesenta kilómetros. En la radio sonaba una canción donde un pobre tipo cantaba que amaba todo lo que su amante era: “sus alegrías, sus tristezas, lo que mide, lo que pesa”. Me pareció irónico escuchar que alguien amara lo que uno mide y pesa. Quizás yo también amaba todo lo de Alejandro, incluso su estatura y su peso. Amaba los granitos que le salían cuando se afeitaba, su voz bajita, casi imperceptible, su excelente inglés, su sabiduría, sus jeans y sus remeras, sus discos, sus dientes desprolijos, su lunar, sus cejas cortas y espesas, sus ojos de traficante estafador, amaba todo de él. Aquella canción resonó en mi mente hasta que llegué a mi departamento. Intenté retener el nombre y el autor, pero no tenía sentido. Iba a morirme, no iba a llevarme ninguna canción a la tumba (“además, a Alejandro no le hubiera gustado”).
El taxista no sabía que estaba transportando a una mujer casi muerta y ¡qué cosas raras pensamos antes de morirnos! Me imaginé si el taxista sabría la mañana siguiente que yo me había muerto. No, probablemente nunca se entere de que estaba transportando un cuerpo congelado.
Aquella noche escribí mi primera carta, era para mis amigas de la facultad. Les pedía apasionadamente que a pesar de mi muerte siguieran con el documental y les decía que iba a ser la mejor manera de recordarme para siempre. Les indicaba qué música ponerle, cómo llamar a Rachel en Australia y a Tessa en Estados Unidos. Les pedí que les dijeran que había muerto pero que tenía buenos recuerdos suyos y que les agradecía por participar en Todo sobre Ana. Lloré la hora entera que tardé en escribirla. Era desgarradora. No les perdonaba que les hubieran contado lo de mi “enfermedad” a mis padres “pero las quiero de todas maneras. Entiendo que cada uno trata de protegerse como puede y que ustedes eligieron esa manera egoísta de actuar. Ojalá yo hubiera sido un poco más egoísta para disfrutar la vida y dejar de sufrirla”.
La mañana siguiente fue como cualquier otra, solo que sentía mi cuerpo más liviano… un pedacito de vida me había abandonado con aquella carta. Aún quedaban muchas por escribir y cuando las terminara por fin iba a pesar lo mismo que una pluma.
En la universidad observé a mis compañeras, a cada una de ellas, y me despedí mentalmente. Mientras me hablaban yo pensaba “¿qué me dirías si supieras que pronto voy a estar muerta?”. No dije nada, la vida tendría que continuar sin mí; la vida iba a continuar sin mí y en aquel momento creía que muchas de aquellas personas de las que me despedía mentalmente siquiera iban a sentir mi falta.
Por la noche, llamé a Alejandro en medio de una crisis desgarradora de llanto. Quería gritarle: me estoy muriendo, me quedan pocos días de vida, necesito verte, quiero hacer el amor con vos, quiero que me toques, quiero saber que estoy viva. Por favor, abrazame. Acostate al lado mío: quiero entender qué es estar viva; quiero sentir emociones, quiero sentir. No quiero desmayarme cada cinco segundos, quiero vivir. Creo que quiero vivir. Alejandro, salvame.
No le grité nada de eso, simplemente lloré al teléfono y le rogué que viniera a mi departamento.
- por favor, flaco
- no, cielo, estoy cansado de tus caprichos
- por favor, Alejandro, te necesito… vos no sabes lo que es esto
- …
- No te imaginas lo que estoy viviendo, ale. Me estoy muriendo, por favor, tenes que venir.
- No. Ya te dije que no, además Romina me está llamando para comer.
- Alejandro, por favor, no me hagas esto. Por favor.
- Te tengo que dejar, mañana hablamos.
- ¿Mañana? ¿Y si mañana no estoy?
- Basta Cielo, no me asustes. Mañana hablamos.

No era insensible, era un enorme hijo de puta. No le interesaba lo que me estaba pasando. Nunca le había interesado, había estado engañándome todo este tiempo. Miré su cepillo de dientes al lado del mío y lloré, lloré fuerte, gritando, queriéndome morir en aquel preciso instante. Todavía faltaban algunas cartas. No podía morirme. Eventualmente me quedé dormida en el piso, con los ojos colorados de tanto llorar y con los huesos doliéndome por todo el cuerpo. Aquella noche decidí que no iba a quedarme por Alejandro, que si sobrevivía iba a ser por otra cosa. Pero por supuesto, no iba a sobrevivir. Alejandro, el sostén de mi vida no me quería. Ni siquiera respondía a mis llamados de auxilio. No le interesaba, nunca le había interesado.
Después de dos días ya tenía todas las cartas hechas. El diecinueve de abril fue el cumpleaños de María y para festejarlo, después de la facultad, nos fuimos a “comer” a Mc Donalds. Sabía que podía llegar a ser mi última oportunidad de probar bocado y dije: si me ofrecen algo, voy a comer, de otra manera moriré de hambre. Cuando hicimos la fila para pedir la comida en la caja, unas a otras se preguntaban qué iban a comer. “¿Y vos Doli qué vas a pedir?” “Pilu ¿qué pediste?” “Mary ¿con mayonesa o sin ella?”. A mí nadie me preguntó nada. No pedí nada y no hicieron un solo comentario al respecto. Después de todo el dolor que me habían causado habían decidido por fin dejarme vivir (¿morir?) como yo quería.
Nos sentamos y nos sacamos fotos cuando terminaron de comer. Todavía tengo esa foto. Estoy sonriente y sin embargo mis ojos dicen: “pronto no voy a estar más”. Mis compañeras no sospechaban mi inexorable desaparición del mundo, pero si hubieran hecho un vistazo más profundo hubieran detectado las manchas del dolor, de la dejadez, de la hipocresía, del desgano, de los últimos adioses que desperdigaba por el mundo.
No podía dejar de verlas como las causantes de mis estragos, de mis malestares. Quería morirme y sin embargo rezaba por que quedase mi presencia fantasmal para ser testigo de los momentos donde se arrepintiesen por haber hecho de mi vida un calvario.

¿Estoy muerta?

Absurdas. Algunas de las cosas que se piensan antes de morir son ridículas. Un día antes de mi muerte planeada, decidí hacer todo lo que no había podido en mi vida inmediata. Tomé mis ahorros y fui al paseo de compras de Acoyte y Rivadavia. Compré las cosas que siempre había querido y que no había podido tener por miedo a quedarme después sin dinero para cosas importantes. Compré un almohadón con forma de corazón y un par de remeras que había visto unos días atrás. Salí llena de bolsas y fui a la peluquería: quería teñirme de rubio o plancharme el pelo con crema. Quería probar. En la peluquería me dijeron que era tarde, que volviese el día siguiente. Me hubiera encantado poder explicarles que no podía volver porque no iba a estar viva, pero era una historia demasiado larga y trágica.

20 de abril de 2004
Fui al cine con Pilar. Desde que tengo el Rivotril me siento mucho mejor porque me obligo a no pensar. Tendría que haber tomado este medicamento desde hace años. Estoy como dormida o relajada todo el tiempo. Eso es bueno pero no voy a vivir así para siempre.
A Alejandro lo voy a llamar esta semana seguramente. Y él me va a revolver los sentimientos y va a desatar de nuevo el huracán. Quizá lo llame el jueves o quizás mañana ¿quién sabe? Por ahora no siento la necesidad y si puedo evitarlo lo haré. Pero quiero tener una relación con él y si no lo llamo yo no hay relación porque obviamente él no me va a llamar.
Pienso en morirme pero no tan seriamente como antes, supongo que es el documental que me está recargando las pilas, aunque no me lo voy a llevar a la tumba. No tengo miedo y quizás exista la vida sin Alejandro. No va a ser tan pura, tan excitante, tan perfecta, pero puede llegar a asemejarse a una vida. ¿Cómo puede ser que no me haya llamado todavía? Quiero morirme, cerrar los ojos para siempre. Quiero estar con Alejandro en la tierra y en el cielo. Lo amo demasiado como para perderme la vida sin él. Él es mi comida, mi vida y todas mis razones para existir. No voy a llamarlo ahora, pero en cualquier momento lo hago. Quiero que se esté conmigo, que se preocupe por mí. Que me ame y me haga el amor. Eso necesito. Ya hace casi un mes que no lo veo… ¿cuánto tiempo más podré aguantar?
***
A esa pregunta retórica tengo la respuesta: veinticuatro horas. Me quedé dormida sumida en mis miserias y mi imaginación donde Alejandro venía a salvarme. Aquel departamento era en ese entonces una iglesia silenciosa donde cada palabra hacía eco. Cada uno de mis acongojados llantos retumbaba en las paredes y me penetraban con violencia. No podía dormir. Decidí hacer un collage: pegué con cinta adhesiva fotos de mi familia en la pared. Mi madre, mi padre, mis hermanos y amigas colgaban ahora de la superficie blancuzca. Cuando hube terminado me senté en una silla mirando directamente a la pared llena de fotos: “mi vida es una mentira” pensé. “Toda esa gente en la pared… nadie se preocupa verdaderamente por mí”. En ese momento sonó el teléfono: era Mamá que quería confirmar lo del día siguiente.
Mi tía Roberta es psicóloga y la íbamos a entrevistar para el documental. Le habíamos hecho preparar un speech y Roberta había accedido gustosa. Habíamos estado hablando por teléfono toda la semana para concretar la entrevista y finalmente era el día. Le dije a mamá que ni bien saliéramos de la UCA pasaríamos por casa para grabar.
Al día siguiente mamá nos recibió con medialunas y café con leche. Tomé una medialuna: no sabía cuánto me quedaba de vida pero quería que mami se quedara con un buen recuerdo. Grabamos a mi tía hablando pestes de lo que yo consideraba un estilo de vida y mi modelo a seguir: Ana. Mis compañeras intercambiaban miradas entre desdeñosas y cómplices de las que no era partícipe.
En algún momento sentí que María, la encargada de entrevistar a mi tía, hacía preguntas tendenciosas que giraban en torno a MI SALUD. Quizás solo estaba paranoica, pero con seguridad estaba en lo cierto. Irónicamente Mamá estaba en la sala presenciando la entrevista. Yo no podía mirar en su dirección, tenía muchísimas ganas de llorar, de abrazarla y de pedirle perdón por lo que estaba a punto de hacer. Últimamente no la abrazaba por miedo a que se espantase por mis costillas, no quería que me sintiera débil.
“Mamá, te amo. No puedo decirte lo mucho que te quiero. Sé que es lo mejor. No puedo seguir viviendo así, voy a ser egoísta una vez más pero en mi egoísmo quizás estoy pensando en ustedes, porque no son felices con una hija tan conflictiva. Voy a dejarlos y pronto reharán sus vidas. Voy a estar en un lugar mejor, Mamá. Te amo”.
Escuché una canción de Tori Amos, acerca de una violación. Canta en primera persona cómo de pronto se encontró con un desconocido apuntadole un arma en su espalda. “Pueden reirse, es algo raro las cosas que se piensan en momentos como ese. Pero todavía no visité Barbados así que tengo que salir de esta”. Yo la entiendo. Tori quiere salir con vida porque le faltaban cosas por ver, por visitar: ella quería ir a Barbados y en eso pensaba mientras la violaban. Yo quería pelarme, o teñirme, o cantar canciones. También quería que el documental saliera a la perfección. ¿Por qué habría de importarme un documental que no iba a ver jamás? Porque las cosas que se piensan antes de morir son ridículas. Porque la muerte es irracional y la mente no tiene límites. No pensé en hacer un viaje, ni en asaltar un banco. Me quedé con las pequeñas cosas, con los gustos más diminutos. Me contentaba con un cambio de look y con gastar algo de mis ahorros.
Pero estaba en casa presenciando la entrevista que le hacían a mi tía. Ya estaba en otro mundo, en otra esfera de la realidad. Cuando sabés que en horas vas a ser un fantasma no te preocupa lo que está pasando en el momento, sino lo que pasará cuando no estés. Es tiempo muerto, inexistente y sin embargo no lo es para los que se quedan. La muerte es el único viaje donde el que se va es el que menos extraña, porque no puede hacerlo, porque no puede ser, porque no existe, porque ya no es.
Ese día en casa llevaba puesta una de las remeras que me había comprado la tarde anterior, antes de ser rechazada en una peluquería de barrio. Recuerdo que el peluquero me dijo: “estamos cerrando, no podemos atenderte y en todo caso, no te recomiendo que te planches el pelo con crema porque se te va a dañar”. ¿Se me va a dañar? ¿Qué me importa? Bajo tierra no creo que a los gusanos les interese demasiado si mi pelo brilla o deja de hacerlo. Sin embargo no podía explicarle aquello al peluquero homosexual que me atendió. Simplemente me fui.
Me fui como en casa, donde estaba y no a la vez. Observaba la escena como en el cine, como si fuera una película. “No me está pasando a mí, yo estoy muerta”. Aún no sabía cuándo iba a quitarme la vida pero por las dudas antes de volver a Caballito le di a Mamá un abrazo sincero; la abracé sin importarme que me notase las costillas o el frío en la piel. Lo notó: Mamá estaba rota. Como si supiera que estaba por irme de aquel mundo, como si supiera que era la última vez que me vería… o al menos, que vería aquella versión de mi persona.
La besé, abracé y me fui. Pilar manejó hasta Caballito y me dejó en casa. Las saludé a todas cariñosamente, solo por las dudas. Cuando llegué a mi departamento y cerré la puerta perdí la consciencia por algunos minutos que quizás fueron segundos. Abrí los ojos y me vi tirada en el piso y junto a mí la pared llena de fotos, a mi derecha la mesa donde Alejandro se sentaba a desayunar, pero en lugar de un desayuno yacían sobre ella las cartas que había escrito. Estaban terminadas, cada una prolijamente escrita y destinada con nombre y apellido.
La última cena: abrí la heladera y me encontré con casi nada. Papá me había comprado queso rallado porque sabe cuánto me gustan las pastas. Lo había comprado en febrero y aquella noche de abril estaba vencido y aún sin abrir. Lo único que había además del queso era un vino blanco que había comprado hacía unos días porque esperaba la visita (improbable) de Alejandro. Él nunca vino, no apareció. A pesar de mis insistentes llamadas y mudos pedidos de auxilio no apareció. Nunca tocó aquel departamento de nuevo. Nunca usó las llaves. Alejandro me había matado.
Eran más de las diez y yo seguía llorando. No tenía nada que hacer, no tenía por qué vivir. Lo llamé y no contestó. Llamé a su casa y a su celular, no podía encontrarlo. Cuando sentis que perdes sostenes y no encontras de donde agarrarte, tomas el teléfono y haces llamadas desesperadas esperando que alguien conteste. Que alguien importante en tu vida conteste. Un simple “hola” me hubiera salvado. No hubo holas aquella noche.
Le eché un último vistazo a mi departamento y volví a la heladera: aquel vino era el recordatorio de lo tonta que era, de lo mal que me sentía. Ese vino era un letrero de neón diciéndome: “sos una estúpida, creíste que ibas a tomarlo con Alejandro. No, estás sola. Auténticamente sola”.
Sí, estaba más sola que nunca en aquel departamento decorado por mí y habitado por los espectros de los abandonos ajenos. Él me había abandonado de nuevo, no podía soportarlo. Entré en crisis: lloraba intensamente con una agonía hasta ahora desconocida para mí. No podía parar, intentaba calmarme (uno, dos, tres…) en vano. Intenté llamarlo de nuevo: tenía miedo, estaba muerta de miedo. No sabía de qué era capaz, ya no confiaba en mi consciencia, en mi racionalidad. Necesitaba escuchar una voz del otro lado. No atendió. Su celular no estaba apagado, simplemente había decido no contestarme. Pocas llamadas después lo apagó. Fueron ocho en total. Ocho pedidos desperados de ayuda, de salvación. No se hizo cargo, no me sostuvo y yo no tuve otra opción más que derrumbarme.
Abrí la heladera por tercera vez y tomé el vino entre mis manos heladas. Lo apoyé en la mesa, lo abrí y esperé sentada a que algo me salvara. Nada iba a pasar, estaba completamente sola. No, Cielo. No hagas así las cosas… siempre cuidaste bien los detalles. Necesitaba una estrategia para no echarlo todo a perder. Llamé entonces a Pilar para que no me esperara la mañana siguiente en la esquina de siempre para ir a la facultad. Aquel veintiuno de abril no iba a ir a la UCA ni a ningún otro lado. Ya no iba a ir. Ya no iba. Ya no. Me atendió su mamá e intentando contener el llanto le expliqué: “Ana (irónico, así se llama) no voy a ir a la facultad mañana así que decile a Pilar que no me espere. Bueno, muchísimas gracias”. Me había despedido de otra persona.
A continuación tomé mi celular y grabé un mensaje para el contestador: “ahora no te puedo atender, estoy en la peluquería”. No sé por qué pensé que si llamaban a mi celular era una buena excusa decir que estaba en la peluquería. Para ese entonces ya estaba bastante consumida por mi llanto y no creo que se hubiera entendido ese mensaje, pero tenía que hacer mis mejores esfuerzos para que nadie se preocupara por mi desaparición y me dejaran dormir en paz para siempre.
Volví a sentarme a la mesa y tomé mis cajas de Rivotril. No tomé uno por uno, no. Tomé un puñado y los metí mientras lloraba en mi boca y los tragué con vino blanco, aquel que había comprado para Alejandro. “Es tu culpa, maldito infeliz; espero que mañana entiendas que cuando te decía que me moría sin vos lo decía en serio”. Cuarenta. Cuarenta pastillas para dormir tomé aquella noche. Lo siguiente me viene a la cabeza como flashes, como fotos borrosas. Recuerdo haber puesto un disco que me gustaba mucho, Simple Things de Zero7; play. Mareadísima pero todavía algo consciente fumé unos cuantos cigarrillos mientras esperaba mi muerte. Tomé una lapicera y escribí las paredes. No sabía qué estaba escribiendo, pero las paredes de pronto perdieron su blancuzca palidez. Al lado de las fotos de mi familia hice flechas y comentarios: “Te amo” “Te adoro” “Nunca los voy a olvidar” “¡Idolo!”. Al lado de la foto de Alejandro una flecha rezaba “es tu culpa”. ¿Fue su culpa? Ya era tarde. Estaba muerta.

Reencarnación
23 de abril de 2004
No sé por qué estoy viva. La prescripción decía que yo debía estar muerta en este momento. Y estoy sola. No tengo amigas que me vengan a visitar. Solamente médicos, psiquiatras y familiares con caras oscuras.
No estoy muerta, estoy viva. Puedo controlar mi vida, pero no mi muerte. Cuarenta Rivotriles y una botella de vino blanco me iban a matar. Me acosté pensando que no me iba a volver a despertar jamás. Escribí todas las paredes con mensajes, escribí cartas para todos. No quiero que se sientan mal, yo me moría feliz. Yo quería que todo fuera perfecto.
Ahora, cuando me den de alta tengo que ir al departamento y pintar las paredes; ordenar todos los desastres que hice. Borrar las cosas horribles. Mi pelo no lo recupero. La bañadera está llena de pelos, mechones y sangre. Esa Gillette era demasiado filosa. Pero no tanto como para cortarme las venas.
Primero fue la muñeca izquierda. Cuchillo tramontina recién comprado. Filoso. Muy, muy filoso. Nueve fueron los primeros cortes. Una vez que pensé que podía soportar el dolor seguía más abajo. Mis manos sangraban, por supuesto, pero no me desagrandaba como para morirme. De todas maneras era de noche, nadie iba a llamar a casa. Y si no me moría desangrada el rivotril y la botella de alcohol se iban a encargar de llevarme al cielo.
Once chuchillazos desangraron mi brazo derecho. Tampoco fue suficiente. No salía sangre a borbotones. Pero yo lloraba. Lloraba porque me dolía, lloraba porque tenía miedo de no morirme. Lloraba por lo que podía llegar a pasar si seguía viva.
Llegó el turno de la mano derecha. Uno, dos, tres, cinco, seis, ocho cuchillazos en la muñeca. Me dolía demasiado, demasiado como para que los cortes fueran más profundos que eso. Pero sangraban y manchaban las sábanas. Ojalá me hubiera muerto en ese momento. Hubiera sido más fácil haberme clavado un vidrio en la garganta o encerrarme en la cocina con el gas encendido.
Esa muñeca no alcanzó. Me di cuenta que la vena más poderosa es la que está del otro lado del codo... entonces me arremangué la remera ensangrentada y me hice el tajo más profundo de todos, seguido por otro que me llevó al desmayo.
A partir de allí no recuerdo casi nada. Escribí las paredes con cosas horribles. Me paré en frente del espejo y con el mismo chuchillo con que me corté las muñecas y los brazos, me corté el pelo. De a poco, dolorosamente. Valía la pena el sufrimiento. Después vino la Gillete. Me gillettée un poco de piel, corría la sangre por mi cara, pero no me importaba. La sangre se secó en mi cara. ¿Qué importaba? Si en horas iba a estar muerta.
Inconsciente, mucho más tarde llamé ocho veces a Alejandro. Y cinco veces a mi analista. No recuerdo nada de esto, son solo reconstrucciones. Quería avisarles que me moría y que era de noche y que (jaja) no iban a poder hacer nada. Pero soy tan inútil que hasta esto me salió mal.
No sé qué me despertó. Alguna de las chicas de la UCA con el teléfono. María o Pilar. No llamamos a Tessa. No llamamos a Rach de Australia. No llamamos a nadie. Y yo no sé qué día es, ni qué pasó, ni qué va a pasar. Yo estoy internada. Los médicos decidieron que la internación sea en mi casa. No puedo salir de acá si no es acompañada. No puedo estar sola en ningún lugar. Y... chicas las extraño. Las amo.
Voy a pedir licencia para ir a la UCA solamente para hacer lo del documental, necesito hacerlo. NECESITO HACERLO. Y quiero volver a mi casita, pintar las paredes, sacar esos mensajes satánicos que no se entienden... que algunos se entienden y son horribles.
¿Por qué no me morí? ¿Por qué sigo acá?
No sé cómo aparecí en esta ciudad. Me acuerdo que Pilar me acompañó al psicólogo. La llevamos en auto a Pilar a la casa... pero no volví a tener noticias suyas. Mis hermanos no saben nada, piensan que es por moda que estoy toda rapada, sin cejas y ojerosa. Es la muerte que me viene a buscarme, que está cerca, todo el tiempo, con Ana. O quizás la muerte está disfrazada de Ana.
Hoy me sacaron sangre. Cuando le mostré el brazo al enfermero no me hizo ninguna pregunta. Era obvio que me había querido suicidar. Y lo digo honestamente, lo digo orgullosamente: me quise ir de esta vida de MIERDA.
Pilar se fue a su casa, yo dormida volví a la mía. Cuando llegué me fui a dormir, no tenía ya ni ganas de protestar. Cuando me levanté estaba toda mi familia acá: todos mis tíos, mi abuela, mi mamá, mi papá, mis gatos, mi tía alicia, mi tía de brasil, mi prima marina. Había mucha gente en mi casa y yo no entendía nada. ¿Qué hace esta gente acá? ¿Qué vienen a hacer? Parecía un velorio.
Hablé con algunos.
Vino mi psicólogo. Hablamos mucho tiempo tirados en el sillón. Mi internación no sé cuánto tiempo va a durar, hoy lo dirá Néstor.
Mi tía habló con Alejandro y el amor de mi vida se vino desde avellaneda a verme. No me quiso dar un beso en la boca. Supongo que le doy asco, sé que soy repugnante. Parezco la muerte de la pasión de cristo. Soy fea, sin cuerpo. Soy un asco. No soy más linda, no estoy más, no estoy más triste. Toda cortada, pelada, casi asexuada. De todas maneras me prometió que hoy a la noche vamos a salir. Me prometió que hoy a la noche nos vamos a ver. Y eso es lo que me mantiene viva. Eso es lo que quiero para mi vida: estar con él y terminar el documental. Eso es todo lo quiero.
Se fue Alejandro, se fue el psicólogo. Siguieron apareciendo familiares. Iban, venían. A algunos no los vi, porque las pastillas me duermen y me hacen olvidar qué día es hoy, que día fue ayer, o qué fue realmente lo que me pasó.
Llegó Marina, nos quedamos charlando hasta muy tarde. Y me quedé dormida.
¿Por qué no estoy muerta? ¿Quién me dio una segunda oportunidad? Quiero llorar, quiero caminar, quiero estar sola. No quiero estar internada. Quiero volver a mi casita. Quiero estar con mis amigas.
Quiero.
***
Aquello que acaban de leer lo escribí casi inconsciente días después del suceso. Le arreglé las faltas de ortografía a aquel ensayo ilegible. Algunas frases eran indescifrables y sin embargo me entiendo. ¡Qué ilusa! ¡Pensaba que iba a verlo a Alejandro! ¡Pensaba que la internación significaba quedarme dos días en la cama!
Lo cierto es que, después de haber recopilado información pude ver con más claridad lo que había sucedido. Después de tomar las pastillas y de cortarme el pelo dolorosamente, afeitarme la cabeza y las cejas, me quedé dormida en la más profunda de las muertes. Todavía tengo miedo de preguntar detalles acerca del suceso pero creo que puedo recomponer la historia sin tener que hacer pasar a los demás por tan angustiante trajín.
Pilar me contó cómo fueron las cosas. Su versión dice que a la mañana siguiente alguien me llamó por teléfono insistentemente y yo eventualmente atendí. No entendieron lo que les dije. “¿Estás bien?” me preguntaron y yo contesté: “Sí, a la tarde hacemos las llamadas del documental” o algo por el estilo. Pilar se preocupó así que fue a mi departamento. “Toqué timbre durante una hora. Una hora en serio. No atendías hasta que por fin lo hiciste. Me dijiste que bajabas a abrirme y sin embargo te demoraste sesenta minutos más. Yo te esperé pacientemente mientras tocaba el timbre”. Me esperó y finalmente bajé: pelada, sin cejas y con la ropa, los brazos y la cara ensangrentados. “Estoy bien”- le dije. “Vayamos a tomar algo”. Pilar no entendía nada, me pedía el teléfono de Néstor o de mi mamá o de Alejandro pero no se los daba. No porque no quisiese sino porque estaba en una realidad paralela donde Pilar no existía y esos nombres masculinos no me sonaban familiares.
Fuimos a algún lado. Nos sentamos y pedí un daikiri de frutilla. Llamé a Alejandro mientras Pilar lloraba y me preguntaba “¿qué te hiciste?”. Yo no podía hablar, no me salían palabras coherentes. Creo que Pilar habló con Néstor porque lo próximo que recuerdo fue estar en su consultorio. No sé cómo llegamos allí. Más tarde Pilar me contó que mis padres me fueron a buscar a lo de Néstor y que la llevaron a su casa en Caballito. Yo no sé qué me pasó.
Cuando volví a abrir los ojos estaba en un hospital y un enfermero me sacaba sangre. La gente me miraba extrañada: no todos los días se ve a una muerta viviente. Cuarenta y siete kilos de penumbras y abandonos, de sangre coagulada. Un ser asexuado, sin vida, sin cejas, sin pelo.
La bruja Sabrina quiso internarme en un instituto psiquiátrico pero Néstor (gracias, Néstor) les hizo caso a mis padres que pedían a gritos desmedidos que me internasen en casa. “Solo si siguen las reglas”. No podía salir, ni podía estar sola. No podía siquiera ir a la pileta o al jardín o ir al baño. Siempre alguien estaba al lado mío. Para cuando abrí los ojos no estaba completamente recuperada: ya estaba en casa pero no entendía por qué estaban tantos familiares allí reunidos. Pensé que era un cumpleaños, pero… ¿Quién en mi familia cumple años en abril? Nadie. No podía ser un cumpleaños porque no había más que caras grises y personas que iban y venían con los ojos apagados. Y después doctores de toda clase que me preguntaban cosas, que se sentaban a hablar conmigo, que querían explicarme que la vida era bella. No sabía qué era la vida, no concebía el concepto de belleza y no entendía que estaba pasando al lado mío. Me quedaba dormida siempre.
Sabrina y Néstor venían a casa religiosamente todos los días. Con el correr de los días Sabrina dejó de venir tanto pero Néstor se mantuvo firme. No había feriados para él: “que estés en tu casa no quiere decir que no estés internada”. Venía los domingos, los sábados, los viernes, los jueves, los miércoles, los martes y los lunes.
Una de las ventajas de no estar en un instituto mental era que existía Internet y que podía seguir hablando con Alejandro en cuanto recuperara la noción de existencia. No tardé en querer contactarme con él. Esta conversación no va a ser fácil de entender porque yo no sabía que estaba internada, yo pensaba que nada había pasado, que estaba en casa como cualquier día normal. Incluso le pedía que nos encontrásemos en un bar. Nunca una conversación tuvo menos coherencia que esta. Alejandro tampoco sabía qué había pasado pero tenía pocas noticias que le habían llegado de Pilar.
23 de abril de 2004
- Ya que no me atendes el telefono, podemos hablar por acá?
- te vuelvo a repetir, me parece que no es lo mas conveniente que nos veamos
- mirá, te entiendo, pero quiero darte tus cosas. Quiero verme una sola vez más. Discos tuyos, pavadas. Quiero verme, cinco minutos en un bar, en algun lado. No me hagas aparecer mañana en tu laburo.
-no creo que sea necesario que me devuelvas mis cosas. De vos me preocupa tu estado más que mis cosas que tenes.
- Quiero verte, ayudame
- Mi forma de ayudarte no hizo más que llevarte al borde del quiebre total. Sin dudas no sirvo para ayudarte.
- Solamente con verte me quedo tranquila y no te jodo más
- No me molesta que “me jodas” me molesta que sigas bajando de peso, por no comer, tomando pastillas, aislándote, teniendo tendencias suicidas, agrediéndote.
- Bueno, ¿nos podemos ver hoy a la noche? Me tomo un tren a monte grande. Hago cualquier cosa. Necesito verme. Verte.
- No voy a estar esta noche, tengo el cumpleaños de un amigo
- Dame la dirección de tu amigo, no me importa. Toco timbre, bajas, te digo lo que te tengo que decir y chau.
- No entiendo la urgencia. ¿Qué pensas hacer?
-Verte, charlar, que nos amemos como antes, que entiendas mis razones y yo las tuyas. Un café, una mesa, dos sillas, vos y yo. Hablando y sin retarme. Yo te escucho, te explico. No es tan complicado.
- Vos no me escuchas, sino no estarías en este estado. Te pedí por favor que pararas.
- Voy a parar. Antes quiero verte.
- Dejá de hablarme como una suicida
- Te juro por mi vida que cuando te vea paro con todo eso.
- Y no jures por tu vida, no me tomes por idiota.
- Necesito verte. ¿Hoy vas a la facultad? ¿Te veo cinco minutos en un recreo?
- ¡No!
- Es un segundo. Después de la facultad te espero en casa ¿dale?
- No me parece que tengas que estar en tu casa y menos sola.
- ¿Podemos hablar? Te voy a buscar al trabajo si es necesario.
- ¿Podes parar un poco y leer lo que escribo? Tu urgencia me enerva
- Tu desinteres a mi tambien. No tengo tiempo, por favor arreglemos ahora.
- No quiero verte porque es contraproducente.
-No es contraproducente, llamala a pilar y preguntale cómo es mi cara cuando te veo, preguntale si no cuento los días que faltan para verte. Necesito verte, me estoy muriendo. Quiero verte y me alivias, flaco. Cinco minutos. Un minuto. Medio minuto. Me rebajo más de lo que un ser humano es capaz. Necesito verte.
- Bueno, mañana a la noche. ¿Donde estás ahora?
- En la casa de mis viejos.
- ¿Tus padres qué opinan de tu estado? ¿Tu pelo?
- ¿Qué tiene mi pelo?
- ¿Qué le hiciste? ¿Ayer fuiste a la peluquería no? Lo decía tu contestador. ¿Qué hacen en tu casa por vos? ¿Tu mamá? ¿Tu papá? ¿Te siguen ignorando?
- ¿Qué querés decir? ¿Qué tendrían que hacer por mí?
- Si yo fuese tu padre (que casi soy) estaría loco intentando ayudarte. Ya que no hicieron nada antes, por lo menos no dejarte sola para que puedas drogarte, darte cariño y contención, preocuparse por tu salud y por tu vida.
- ¿Nos vemos el sábado?
- Sino la cosa es muy sencilla, hago una denuncia por intento de suicidio y abandono de persona y te van a internar y me voy a meter en problemas con tus viejos.
- Mis viejos están preocupados. No los metamos en esto ¿está bien? Yo te prometo que a partir del día que te vea voy a cambiar todo. Voy a ser feliz y voy a trabajar en mi documental y voy a ir a la facultad y esas cosas.
- Estoy hablando con muchos psicólogos y psiquiatras y me dicen que si es verdad que te estás tratando no lo están haciendo bien. Que estás en riesgo. Que si tus viejos no te dan bola (de hecho no lo hacen, sé que tu mamá estuvo en el documental con mirada gélida) y yo quiero hacer algo tengo que hacer la denuncia. Aunque me voy a meter en un quilombo y me van a llenar de preguntas, pero como vos no me das ni cinco de bola algo tengo que hacer.
- Flaco ¿quién es Miranda Glida? ¿Y por qué tenés quilombos judiciales?
- Mirada gélida, no “Miranda Glida”. Estás drogada, perdiste la consciencia.
- Bueno, ahora le digo a mi tía que es psicóloga que te llame y nos vemos el sábado. Te amo y vas a ver que está todo bien.

Paréntesis
Vuelvo a escribir después de algunos días de abandono. A veces los recuerdos surgen tan fuertes, tan prepotentes que tengo que calmarme y pensar (darme cuenta) que ya todo pasó, que no soy más aquello de lo que escribo. Me extraña y atemoriza saber que quizás sí soy aquello, una versión desmejorada de lo que fui. Desmejorada, pienso yo; mejoradísima pensarán otros. Yo no lo sé, simplemente quise escribir y vinieron a tocarme puerta decenas de fantasmas olvidados, de haches colgadas de mis músculos, cientos de ecos rellenándome los huesos. No quiero que me invadan y sin embargo los busco compulsivamente: los busco para terminar este libro, porque quiero cerrar un capítulo (por fin cerrar algo) en mi vida.
Quiero dejar de ser la mujer que tuvo un pasado oscuro, quiero ser la del futuro prometedor, la que sonría sin tener que esforzarse, que no está bien porque toma antidepresivos. Necesito saber, necesito tener garantías de que en algún momento voy a ser feliz con continuidad; que mis desvariaciones van a acabar en algún momento, en algún futuro cercano. Quiero dejar de ser inconstante y absurda y quiero por fin poder tomar una decisión que dure más de cinco minutos. Quiero ser fuerte. Quiero tantas cosas… y aquello es un signo de fortaleza, de crecimiento. Antes no quería nada, no quería, no. era la negación en persona, era la nada misma: nada de comida, nada de deseos, nada de nada. Solo la acuciante necesidad de dejar de existir, de ser nada.
Cuando volvemos al pasado, cuando sobrevolamos las penas es importante tener una referencia de realidad. A mí, esa referencia no me está funcionando, a ratos la pierdo y me pierdo. En mi caso, no estoy sobrevolando las penas: estoy penetrándolas con fuerza (o ellas a mí, en todo caso), inspeccionando cada una de ellas, revisando los ecos archivados, recordándolos, escuchándolos una vez más. Cada eco desintegra algo de mi entereza, de aquella que supe construir estos años; cada línea de este texto, que pretendía fortalecerme, está haciendo más y más vulnerable a las haches, a los ataques desprevenidos del pasado.
Muchas veces tengo miedo de hundirme en una dimensión desconocida, aquella entre lo absurdo y lo real, entre mi libro y mi vida. Es un tema que me ocupó varias sesiones con mi psicólogo. Suelo perderme, suelo no tener referencias. No sé si soy Abzurdah o Cielo, no sé qué me pasa, qué día es ni dónde estoy. El proceso de escritura nos aísla: debemos concentrarnos y “vivir” en un mundo diferente del resto. Entramos en contacto, en mi caso, con personajes del pasado, con vivencias, recuerdos, archivos en la mente y nos olvidamos de qué día es o sobre qué estamos escribiendo. Eso me sucede: a veces pienso, cuando cierro sesión en mi computadora, que estoy en el año 2004 y que estoy pelada, sin cejas y una gota de sangre se desliza desde mi frente hasta mis labios. Me miro en el espejo: esa no soy yo hoy. Si no tuviera espejos o si viviera sola me demoraría quizás días hasta encontrar una referencia de realidad que me indique en qué día estoy, qué hora es, dónde estoy o quién soy.
No quiero estar sola mientras termino este texto, tengo mucho miedo de perderme y no saber cuál de mis versiones soy. Estas noches suelo ir al cine demasiado a menudo y excesivamente sola. No porque no disfrute de la compañía sino porque no encuentro con quién compartir lo que me pasa. ¿Cómo puedo explicarle a alguien que dejo de escribir y no me acuerdo de quién soy? Nadie en mi círculo social puede entenderlo, es decir, nadie puede entender acabadamente el sentido de no saber quién soy. Pueden darse una idea y decirme: “ya vas a estar bien” pero no es eso lo que necesito. Néstor me entiende. Él se ofreció a ser mi referencia. “Cuando estés triste, sola o simplemente necesites una voz podes llamarme”. Espero no tener que molestarte- le contesté. No por molestarlo sino porque no quiero tener que hacerlo pues eso significaría que me perdí. No quiero perderme, por nada del mundo quiero volver a ser aquello que fui. No quiero tampoco renegar ni arrepentirme, simplemente ahora estoy (¿estoy?) en otra etapa de mi vida, donde tampoco tengo fuertes referentes ni pilares que me sostengan pero al menos soy un acróbata con lazos algo más fuertes y estables.
Me llena de impotencia y dolor escuchar frases que se repiten. Que algunas de las cosas que me llenan de ilusiones sean las mismas que me desalientan. Que una persona pueda seguirme causando rechazo y amor al mismo tiempo. Que pueda seguir amando y odiando con similar intensidad a la misma persona. Escuchar en boca de otro hombre las frases que Alejandro me decía me llena de miedos, de inseguridades ¿Soy yo? ¿Son ellos? ¿Qué está pasando? Entonces no entiendo si él es Alejandro o si son personas diferentes. Si es otra persona o si sigue siendo él vestido de hombre nuevo, con promesas de un probable amor duradero y las mismas mentiras que escucho desde que tengo quince años. ¿Quién sos? ¿A cuál de mis mundos perteneces? ¿De dónde saliste?
“Usá la tristeza que sentis, dale un sentido. Dale un porqué, hacela tuya. Ahora que te sentís así, ponete a escribir”- me dice uno. “Vamos, bonita, no estés mal. ¿Por qué no escribis algo? Me gusta cómo lo haces”- me decía otro. “No quiero estar con una mujer que tiene cultura anoréxica” escuchaba lejos en el año 2003. “No quiero estar con una enferma”- escuché siete días atrás. No quiero volverme loca, no quiero pensar que estoy proyectando, no quiero. Sé que las cosas que escucho son reales, ojalá pudiera grabar algunas de mis conversaciones con él, o con ellos. No sé quién es o si son la misma persona, no lo sé.
¿Cómo puedo no confundirme? Y al mismo tiempo estoy tan sola… tan rodeada de gente, de lugares comunes, de frases célebres y palmadas en el hombro que no me ayudan en nada. Tan sola me siento. Escribo en un rincón de mi casa, sola, durante horas. No quiero escuchar voces y sin embargo necesito escuchar pasos: eso me conscientiza (no estoy en Caballito, no vivo sola). La semana pasada fui al cine incansablemente: lunes, martes, miércoles. Y estoy sola. Busco referencias llamando por teléfono, porque cuando es lunes y es martes y es miércoles y caminas sola por las calles esperando que el reloj de más vueltitas, esperando que abra la sala (para sentarte sola y ver una película sola y salir sola y manejar sola hasta tu casa para dormir sola) necesitas referencias. Necesito saber que estoy viva, que si me muero alguien se va a preocupar, que alguien me espera en casa o que al menos alguien sabe dónde estoy.
Entonces lo llamo una vez y no contesta. Mil pensamientos cruzan mi mente, decido no hacerles caso. Llamo de nuevo con el mismo resultado: “usted se ha comunicado con…”. No, no me comuniqué con nadie. Son más de las once de la noche y estoy sentada en el banco de una acera esperando que abra la sala cuatro del cine San Martín. La tercera llamado tiene un diferente destinatario. Me atendés, hablas conmigo, me das un marco de referencia, corto. Respiro, estoy viva.
Ojalá él entendiese lo que significa Abzurdah para mí, ojalá supiese algo de lo que me pasa. No puede entenderlo. Muchas personas necesitan leerlo o verlo en fotos: no quiero que leas ni veas mi dolor en una foto ni un libro, quiero me sientas, que me toques, que sepas que estoy viva y que me duele y que te necesito.
Abzurdah me obliga a caminar al borde del abismo, un abismo infinitamente profundo. Estoy dispuesta a mirar lo que yace en el fondo o en el camino hacia el fondo del abismo, pero necesito una mano que me sostenga solo por si me resbalo. Quiero que lo entiendas, o quizás sea menos prepotente: me gustaría que lo entendieses.
Pero estoy sola, no hay manos que me sostengan. Aquellas que sé se ofrecerían sin dudarlo no son tan fuertes como para sostenerme sin caerse conmigo y no quiero que nadie lo haga. Si voy a hundirme lo haré sola, nadie merece hacerse cargo de lo que me pasa o de los recuerdos que me invaden. Debo ser fuerte, afrontar lo que me toque, ser artífice de mi destino e intentar por lo menos que quienes sufrieron conmigo no vuelvan a saber de mi dolor.

Pastillita de la felicidad (te dormiremos)

De a poco recuperé la consciencia. No tengo fechas exactas, como dije anteriormente, aquel período de mi vida es más una mancha que verdaderas vivencias. Algo era verdadero: el dolor y el sentimiento de fracaso. Estaba viva, nunca iba a perdonarme estar viva. ¿Qué era? Un monstruo, un ser asexuado, un asco. Eso era: la peor versión de mí y sin embargo, no me arrepentía por lo que había hecho. Es lógico, si se piensa dos veces. Una persona que decide acabar con su vida no toma decisiones a la ligera, entonces ¿cómo podría arrepentirme de tamaña decisión? No solo no me arrepentí sino que tenía fuertes charlas con Néstor donde le decía que iba a morirme pronto. “No sé por qué estoy acá todavía, no entiendo qué pasó y no voy a preguntar, pero no me queda demasiado tiempo de vida. Yo ya estoy muerta”.
Aquella era una de las frases que más se escuchaba de mi boca cuando entraba en conversación: yo ya estoy muerta. Eso sentía: la muerte en cada célula de mi cuerpo y es que me parecía bastante a la muerte. Los huesos se me salían por todos lados y no tenía pelos, era un ser inevitablemente desagradable y sin embargo no me interesaba. Yo me sentía hermosa, no iba a pararme un error, cualquiera que hubiera sido. Iba a morirme, pronto y hermosa. Tenía por seguro que esa etapa en mi vida, la de resucitación no iba a durar más que unas semanas o como mucho un mes. No podía soportar esa clase de vida: encerrada, viendo médicos y caras lúgubres. Eso no era vida.
A menudo lloraba y les pedía a mis padres que me dejasen visitar a alguna amiga. Cinco minutos después estaba dormida fundida en mi llanto: solía quedarme dormida en todos lados. Después del efecto “estoy muerta” llegó el “te dormiremos”.
Sabrina, la psiquiatra que me atendía, decidió medicarme hasta que muriera (o al menos eso sentía en ese momento). Tomaba altísimas dosis de antidepresivos y ansiolíticos. “La pastilla de la felicidad” y “la pastilla de dormir”, así las llamaba respectivamente. Nunca dejé de tomarme las cosas con cierta ironía, aún internada era capaz de hacer reír a quienes me rodeaban. “Mamá, siento que me quiero morir ¿me das una pastilla de la felicidad?”. Obviamente ni Mamá ni ninguno se reía, pero para mí era melodramático ver cómo todos hacían sus mejores esfuerzos para que sobreviviese mientras yo tenía muy en claro que no iba a estar más en esta tierra. Sabía y me había convencido de que no iba a existir mucho tiempo más. Hace algunos días encontré una grabación que dura treinta segundos. Soy yo, internada, llorando y susurrando lastimosamente algunas pocas palabras. Dejé pistas por toda la casa, pistas que gritaban “no estoy bien”, “no me están ayudando” y “pronto no voy a estar”. La grabación es siniestra y de ella se entienden estas pocas frases: “Me quiero morir. No quiero estar más acá. Me quiero ir. Si ya me mataron a mí, ya no estoy más. Ya me fui”.

Mientras yo me desangraba y abandonaba a los mortales Alejandro no sabía lo que había pasado. Pocos minutos después de la charla de Miranda Glida (lo siento, sigue pareciéndome patético y lo recuerdo con dolor pero me causan algo de gracia y pena mis genialidades a minutos de haber estado muerta) habló con mi tía Roberta. “Sería conveniente, sería oportuno que vinieras a visitar a Cielo”. Alejandro accedió: “¿puedo ir hoy? Estoy muy preocupado”. Sí, claro.
Llegó a mi casa esa misma tarde. Yo estaba todavía bajo los efectos de los estupefacientes así que no registré aquella visita. Mis familiares me contaron que llegó y habló con mis padres y con mi tía. Más tarde supe algunos otros detalles que no vienen ahora al caso. Entró en casa y me saludó. No me dio un beso, eso es lo único que recuerdo porque me hizo sentir horrible, despreciable, un ser humano que había decidido morir siendo la criatura más espantosa e indigna del universo. No era más la reina, ahora era un ente asexuado. No sé de qué hablamos aquella tarde, solo sé que estuvo cinco minutos y se fue. Quizás me quedé dormida, no lo sé. No quiero preguntar a quienes me rodean, ya bastante sufrieron como para estar recordándoselo. Alejandro se fue así como llegó, de improviso y por mucho tiempo más no volví a saber de él. Se desentendió del asunto, como hacen todos los hombres con los que alguna vez estuve. No asumió la culpa que le tocaba, no entendió que había sido partícipe de ese sacrificio… porque fue eso: un sacrificio.
Alejandro era mi Dios, la persona a quien yo idolatraba. Ya alguna vez hace muchísimos años le escribí una carta diciéndole que él era para mí lo que Dios para los católicos, era una postración continua y eventualmente mortal. Sin embargo, quiso no tener nada que ver con el asunto y desapareció, como suelen hacer los hombres cuando estoy mal: desaparecen. No encontré todavía a alguien con la entereza siquiera para encargarse de la pequeña parte de la torta que le toca. Nadie quiere hacerse cargo de lo que hace nacer en los otros, de lo que engendra y menos si aquello es autodestrucción y varios intentos de suicidio.

Mayo 2004
Esto es una especie de carta de protesta para todo el mundo. Digamos que es una carta abierta a la comunidad que está TAN DOLIDA por el atentado TERRIBLE que intenté cometer.
¿Por qué no se ocupan de Irak y de Bin Laden? ¿Qué tengo de especial? Por favor, déjenme sola. No me dan respiros. Estoy todo el tiempo tan agobiada que no puedo pensar. Aprovecho hoy, que mi familia está distraída abajo, para escribir esto que tengo atragantando hace días, meses, años.
Me voy a morir, como todos. Pero antes quiero escribir mi manifiesto pro-suicidio. Porque a algunas personas a veces se nos ocurre pensar diferente. Y ahí vienen todos los estúpidos personajes-cubo (léase: con cabezas cuadradas) tratando de encarcelarlo a uno o de meterlo en una clínica psiquiátrica. ¿Por pensar diferente? ¡Por Dios! Me hubiera gustado ser una ignorante, un personaje-cubo, o un mono, que es prácticamente lo mismo. Incluso los monos a veces logran ser más hábiles que las personas. ¡Por Dios! No deja de sorprenderme que la gente use un porcentaje tan bajo de su cerebro. Y si alguien viene con una idea nueva, ¿por qué no se lo escucha? ¡Ah! ¡Porque no! ¡Porque hay que tildarlo de loco en seguida! Por favor, nadie que revolucione, nadie que traiga ideas nuevas, por favor, nadie que complique esta estúpida tranquilidad artificial. Este pensamiento tan chato que tiene la gente, que por favor se quede así. Porque es más fácil controlar a los seres no-pensantes que a personas que piensan. Eso se sabe desde el tiempo de ñaupa. Y yo, que pienso, que tengo ideas nuevas o “revolucionarias” (que estúpido), soy tildada de loca. Y la gente da ejemplos estúpidos, idiotas y yo me guardo mi discurso en el bolsillo, porque nadie es merecedor de escuchar mi discurso. Nadie tiene el intelecto necesario, ni la capacidad de adaptación necesaria para escucharlo. Menos para comprenderlo. Dios mío. Por eso quiero dejar esto escrito, porque pienso que en el futuro (dios quiera) las especies van a evolucionar y van a tomar mis conceptos como normales. Porque ahora es una cosa horrible, pero espero que la ideología pro-suicidio crezca. Voy a intentar escribir sobre esto durante mis últimos días de vida.
***Inconcluso***

Nunca seguí con mi manifiesto pro-suicidio, aunque la idea no era tan descabellada. Muchas personas después del suceso me preguntaron qué siente un suicida antes de intentar morirse. No creo en las respuestas universales porque solo sé lo que me sucedió a mí y algunas otras personas con quienes me contacté. Todos coincidimos en algo: no podemos seguir viviendo. No quiero decir que queremos dejar de vivir, la sensación es de no poder hacerlo aunque quisiéramos. El mundo se nos vuelve las cuatro paredes donde estamos encerrados y todo lo que esta fuera de esas paredes es enemigo: familiares, amigos, compañeros, amantes, todo nos daña, nos empuja centímetros más hacia la muerte. Odio irracional hacia uno mismo, soledad intensa y mortal desasosiego. En mi caso, sentía que debía quedarme por mis padres pero no podía hacerlo, el aire no me alcanzaba, todas las puertas estaban cerradas y lo único que podía hacer era pararme frente a una pared y contemplar su blancura: no hay futuro, hay solo una pared que con el tiempo se enmohecerá. Yo no tenía tiempo para esperar a que se enmoheciera, prefería morirme con la pared blanca como estaba. ¡Esa era la sensación! No quería esperar a oxidarme para morirme, quería desaparecer así: lánguida, neutra, lacrimógena. No podía esperar a ver la peor versión de mí, ni quería que terceros tuvieran que sufrir viéndome.
En aquellos tiempos suicidio era sinónimo de salvación y de única salida. No creía positivamente que alguien pudiese alguna vez ayudarme a salir del lugar donde estaba varada. Quiero que se entienda: cuando estás por morirte pensas que nadie puede ayudarte, aunque miles de médicos y especialistas prologuen que sí. No crees es nadie, ni en vos mismo. Solo te queda aquella pared o mirar para atrás. Son el pasado y vos, juntos para siempre (y siempre es muy poco tiempo). Entonces lo único que queda por hacer es concederte la muerte, darte un gusto: aliviar el dolor que es insoportable, que jamás termina, que es imposible de extirpar.
Se siente un dolor tan fuerte e infinito que no se va a superar, no hay otra salida. Entonces tomas coraje y redactas cartas y te eliminas, sabiendo que mucha gente va a sufrir pero lo van a hacer porque no saben que para vos tu muerte es la gloria. Por esos tiempos me la imaginaba como una mujer esquelética que me libraba de las cadenas, como un genio liberado podría volar hacia ningún lado ya libre de mi dolor. El suicidio era algo que festejar, eso creía. Entiendo todavía que quien decide matarse lo hace porque sabe que no hay otra salida (y escribí “sabe”, no “piensa”). Auténticamente entiende que es lo único que le queda por hacer en pos de alejar la decadencia inminente. No podía explicarles esto a quienes me rodeaban, no iban a entenderlo jamás. Pero no es una idea demasiado errada, sostengo algunas de las cosas que pensaba hace un año y medio. Si me hubiera muerto me hubiera perdido algunas cosas que sucedieron a partir de allí, pero también hubiera solucionado muchísimas otras que aún creo no tienen salida.
Haberme despertado después de saberme muerta fue otro de los motivos para querer seguir muriendo. Muchas personas habrán pensado que con los días me arrepentiría de aquello tan terrible que había intentado hacer. Estaban equivocados, no me arrepentí. Nunca me arrepentí. Aquello me enseñó tantas cosas de la vida, tantas de la muerte y me hizo pensar en consecuencias y razones, me llevó hasta lo más recóndito de mi ser para buscar respuestas. Algunas de estas todavía no existen, otras están acumuladas en mi cabeza. Si pudiera volver el tiempo atrás me quitaría la vida nuevamente, de otra manera no hubiera podido seguir viviendo. Contradictorio, absurdo.
Cuando comencé a tomar pastillas para la “felicidad” y para “dormir” lo poco que me quedaba de vida seguía semejándose a un tornado americano. Todo mi mundo estaba devastado y la gente a mi alrededor se achacaba culpas entre sí. Nadie tenía la culpa, solo mi pasado y yo en consecuencia. ¿Culpa? ¿Se puede hablar de culpa? Hay causantes, sí y hay personas que incidieron pero… ¿culpables? En aquel momento creía que sí y una sola palabra aparecía en cabeza intermitentemente: Alejandro. Él me había hecho lo que era; él fue mi mentor. ¿Cómo hubiera sido la vida si no lo hubiera conocido?
Estaba viva y me dolía estarlo. Me condenaban los recuerdos. No desaparecían, no querían desaparecer, no iban a hacerlo. Hacía silencio, no quería que me escuchasen llorar. Estaba viva y no lloraba de felicidad. Los primeros días de internación pasaron sin dejar demasiadas huellas: estaba demasiado muerta como para entender lo que me estaba pasando, pero las cosas tomaron otro rumbo cuando los días se convirtieron en semanas. Todo lo que pensaba era cómo morirme de nuevo, cómo intentar eliminarme y sin embargo que esta vez saliese bien. Pasaba horas planeando mi suicidio que no tardaría en acontecer. Al mismo tiempo me penetraba el más profundo de los dolores: la envidia por no estar muerta. Miraba el noticiero y me sulfuraba saber que mucha gente moría sin quererlo diariamente. Yo que quería no lo había logrado. Los envidiaba extremadamente.
Durante el día lloraba débilmente a escondidas y cuando salía de mi habitación miraba películas. Esa fue mi internación: mandar a Papá a que me alquilase dos o tres películas cada día. Me convertí en una loca del cine; vi durante esos meses más películas que las que había visto en diecinueve años. Mamá me acompañó en cada una de ellas, a veces dormida y muchas veces llorando silenciosamente. Yo sabía que lloraba pero prefería no emitir sonido. Elegía las películas más escabrosas donde siempre había suicidios. A decir verdad, me hice experta en el tema. Quería saber cómo, cuándo y dónde (me) daría el último golpe. A Néstor también le gustan muchísimo las películas así que me recomendó directoras y géneros que no conocía. Así, conocí el DOGMA del cual me fanaticé. Eran días complicados, demasiado salvajes como para recordarlos en detalle. Varias veces me tomaba por improviso un ataque de angustia que derivaron en ataques de pánico. Angustia desconmensurada partiéndome al medio, dejándome sin aliento, llenándome de un miedo intenso que no iba parar. Pronto sentía mis piernas, manos y nariz dormidas, inutilizadas. El miedo, el pavoroso temor me acalambraba y la hiperventilación me recordaba al mareo que sentí en Caballito cuando quise quitarme la vida. Aquellas noches la dosis de medicamentos eran bastante más copiosas.
Por lo demás, seguía preocupada por el documental e intenté contactarme con mis compañeras de la UCA. Una psicopedagoga del demonio les prohibió llevarlo a cabo, aún sin mí en él. “La anorexia casi le causa una muerte a una alumna, no vamos a hacer el documental”. Muy bien, reflexionemos: sos psicopedagoga. ¿Dónde te recibiste? ¿En Mauritania? Por favor, iletrada, imbécil, pedazo de escoria ¿cómo vas a quitarle a alguien lo único que la mantiene con el sentimiento de vitalidad? ¿Cómo podés? Sigamos analizando, saco lleno de desperdicios: estás en una universidad de Periodismo, lo que hiciste fue censura. ¿Cómo se puede censurar así? ¿Cómo se puede tener tan poco tacto? ¿Psicopedagoga? ¡Qué bárbaro!. Hay cosas que nunca voy a entender. Pensemos, por favor, no era un documental “pro-anorexia”, no apoyaba el estilo de vida. Las páginas pro anorexia no van a desaparecer porque dejemos de hacer un documental, ni yo voy a volver al pasado y a ser feliz. No tenía pies ni cabeza, no entendí jamás aquella decisión. De todas maneras, no podía ir a la universidad porque estaba internada, pero la universidad sí se encargó de molestar en casa.
Llamaban sin cansancio, una señora Richitoli y miles de veces le pedí que dejase de llamar, que no iba a hablar con mis padres porque suficiente habían tenido y tenían con lo que estaba pasando. “No vas a hablar con mis viejos, entendelo. Nunca te vas a comunicar con ellos. Y dejá de llamar porque te voy a hacer un hueco del tamaño de un caballo”. No molesten a mis padres ¿cómo se puede ser tan insensible? “La facultad me importa tres pitos, entendelo. No soy más alumna, no tengo nada que ver con ese intento de universidad que es un fracaso. Cordialmente te pido que dejes de llamar y no quiero insultarte así que espero que esta sea la última vez que tenga que oír tu desagradable voz”.
Horas más tarde, vi que mis padres salían de casa. Se apoderó de mí una impotencia superior a cualquier cosa que hubiera sentido desde mi “muerte”. Me dijeron que iban a la UCA, que alguien quería hablar con ellos. Hice un escándalo que terminó con una ambulancia en casa dándome sedantes… pero lo conseguí, nunca fueron al intento de universidad en Puerto Madero. Son algo poco serio.
Aquellos ataques de indignación e impotencia me hicieron caer en algo aún más terrible. Estaba encerrada y no podía hacer otra cosa que leer o mirar películas. Tenía que expresar mi indignación y mi odio hacia mi misma (no como persona sino por estar simplemente viva) y encontré un método muy eficaz pero un tanto dañino. Claro que después de la muerte nada te parece demasiado dañino y ninguna cosa puede ser peor que eso.
Necesitaba sacar de adentro todo lo malo que me inundaba, que no me dejaba respirar y literalmente me estaba matando. Encontré la manera: no la mejor pero sí la más eficaz, cortándome. Al principio utilizaba cualquier cosa filosa que encontrase (y, en serio, era difícil que mis padres dejaran cosas filosas cerca de mí) pero más tarde me hice especialista en filos y navajas. Después de una crisis de llanto o en el medio de ella, cuando sentía que no iba a parar, me llevaba un cuchillo al baño o a la cama y me cortaba primero despacio hasta que me acostumbraba al dolor y después lascivamente hasta que la sangre fluía libremente sin nada que la parase. Obviamente no lo hacía para quitarme la vida, solo quería deshacerme del sentimiento que me agobiaba en el momento: aquello podía ser angustia, tristeza, melancolía, odio desmedido por Alejandro o por mí, o por estar respirando. Una vez que veía caer la sangre, una vez que lo sentía, respiraba profundo, aliviada, y me ataba los brazos con papel higiénico que pronto mutaba en color carmín.
Empezaba a hacer frío en aquella época (y más cuando sos anoréxica y no tenés pelos que te cubran siquiera la cabeza) así que usaba siempre camisas o remeras de mangas largas. Mi plan era perfecto, nadie iba a darse cuenta. Me calmaba, me hacía sentir de nuevo persona y no tanto esqueleto o zombie vuelto de la muerte para quedarse a mitad de camino. Sin querer estaba dañándome otra vez, casi sin pensarlo. Lo que me ayudaba me destruía, una vez más.

El frío del sacapuntas

Auto-mutilación, así la llaman en Internet. Sí, tengo la maldita manía de investigar cualquier cosa que hago o me pasa. Me interesé en el tema y descubrí con verdadero asombro que no era la única que lo utilizaba como método de sustento, como manera de seguir viva sin que te consuma el dolor.
SI o Self- Injure, así lo denominan en inglés. Hay muchísima información dando vueltas por la net. En aquel momento me sonaba desconocido y sin embargo la auto-mutilación no era tan nueva. Es un método de compensación, puede llamárselo así. Me enteré de que está muy relacionado con los desórdenes alimenticios y los comportamiento adictivos y que aunque no es socialmente aceptado es más común de lo que imaginé. Muchos lo catalogan como una necesidad de atención o manipulación pero es antes que nada la expresión interna de un grito interno.
La autodestrucción puede tratarse de cortes, quemaduras, rasguños y pueden ser vistos como una forma de expresar el dolor – una forma no verbal de comunicación donde los sentimientos son externalizados a través del cuerpo donde podran ser tratados e un modo más visible.
El acto de mutilación puede ayudar a una persona a liberarse de un sentimiento intenso de rabia, tristeza, soledad, vergüenza, culpa y/o dolor emocional. Mucha gente qus se corta lo hace como un intento de liberar aquellas emociones que están sintiendo y sin embargo no pueden expresar. Yo particularmente me sentina tan muerta que ver salir la sangre me ayudaba a darme cuenta de que realmente estaba viva.
Cualquiera sea la forma de auto-mutilación que se use se siente después paz y calma. Como esos sentimientos son solamente temporarios, la persona va a seguir lastimándose hasta que realmente empiece a tratar con los verdaderos problemas que hay dentro y encuentre forma más sanas de aliviar la pena.
¿Por qué una persona querría lastimarse a sí misma? ¿Por qué una persona querría dejar de comer? Son las mismas preguntas de siempre. Hay muchas maneras de abusar de uno mismo y la anorexia también es una de ellas. Las personas encuentran en el auto-abuso una paz que ninguna otra cosa les da. Les permite aliviar los sentimientos y emociones e incluso huir de ellos. Si los individuos sienten odio contra si mismos la cortarse sería la manera de sacar todo ese odio de adentro. Quizás se digan a si mismos que son feos, que son inútiles, que nadie los quiere. El dolor que nos pueden causar nuestras propias palabras no tiene límites.
La historia de las cortaduras puede significar "necesito atención" o quizás "necesito ayuda". La persona que se corta no quiere matarse, pero si quiere que se le preste atención, que se le escuche. Es importante saber lo que estamos haciendo, pero más importante es saber por qué lo estamos haciendo. Nadie se comporta mal porque sí y si nos cortamos es porque sentimos que hay algo positivo en el acto.
Así como los desordenes alimenticios se usan para aliviar la pena interna, el acto de cortarse o quemarse tiene el mismo fin: ayudar al individuo a tratar con esa pena interna. La auto-mutilación es probablemente la menos entendida de las formas de autodestrucción y hay muchos mitos asociados con ella, lo cual hace que la gente se sienta avergonzada de pedir ayuda o de hablar sobre ello. Muchas de las personas que se cortan son perfeccionistas y no son capaces de manejar sentimientos intensos, tampoco saben describir sus emociones verbalmente, no les gustan su forma de ser o su cuerpo y pueden experimentar cambios en el humor muy repentinos. Pueden cortarse como una manera de expresar sus emociones y sentimientos, o como castigo.
No estaba sola. Encontré en un buscador de Internet, además de muchísima información, algunas páginas con fotos de brazos y piernas y estómagos cortados. Gente que solía hacerlo como método para aliviarse y que pensaban, como yo, que no tenía nada de malo. Es decir, sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, pero de nuevo era aquello o vivir muriendo. Prefería, a decir verdad, vivir cortada. Lo mantuve en secreto hasta que una noche cuando vino Néstor a hacer su rutina de tratamiento psicológico exploté. “Nadie sabe cómo me siento. Todos dicen que sienten mucho lo que me pasó para nadie sabe realmente cómo se siente estar muerta. Néstor, no sabés lo que es sentirse muerta. Tener que ver sangre para saber que aún estoy entre lo vivos. Vos no sabés lo que es, nadie puede entenderme”. Entre lágrimas y ahogos intenté explicarle mi indignación: “porque ya me están creciendo el pelo y las cejas la gente piensa que estoy mejor. ¿Cómo puede alguien pensar que soy feliz? ¿Cómo pueden decirme que me ven mejor y que pronto todo va a pasar?”.
Néstor me miraba con tranquilidad, con ojos calmos que inspiraban ternura. Casi podía escucharlo diciéndome “te entiendo”. Sabía que él sí me entendía, pero aquello también me llenaba de rabia: que solo me entendiese porque era un diagnostico más del DSMV. Exploté, ya no lo soporté. “¡¿Qué les hace falta Néstor para entenderme?! ¡¿Tienen que verme sangrar?!” y mientras terminaba esa frase me arremangué la camisa. Néstor abrió los ojos como platos y me volvió a acomodar la ropa. “Cielo ¿tu mamá vio eso?”- me preguntó. Llorando le contesté que no y volví a arremangarme para ver las marcas en mis brazos: sangre coagulada, decenas de profundísimos tajos que centímetros más profundos pudieron haberme quitado la vida.
Le dije a Néstor que iba a intentar parar, le prometí que iba a buscar otra forma de aliviar mi dolor. Me dijo que podía llamarlo en cualquier ocasión y que era mejor hablar que sangrar. Sí, te escucho, pero sigo sin entender cómo hablar puede sacarme la basura que tengo adentro.
No solo no paró sino que mis cortaduras eran cada vez más profundas y se aparecían más a menudo. Era adicta, no había día que no lo hiciese. Lo necesitaba, como a la comida. Sí, comía como una persona normal, lo que me llevó a recuperar aquellos kilos que habían desaparecido durante mi etapa anoréxica. Tampoco vomitaba, porque era consciente de que podía vomitar también las pastillas que tomaba y definitivamente no quería sentirme peor; en caso de que esto último fuera posible.
Me uní a un grupo de self-injurers, de gente que se cortaba. Allí conocí a mi amigo canadiense, Ammar. Lo que él hacía era bastante leve en comparación con otros (cada tanto un miembro desaparecía y lo dábamos por internado o muerto). Él usaba escarbadientes para pincharse las encías hasta que sangraran. Eso lo dejaba tranquilo. Pronto dejó de hacerlo del todo y me convenció para que dejase de cortarme. Con sorpresa encontré a mi amiga Rach de Australia en el mismo grupo (aquella chica que ibamos a llamar para el documental de anorexia). Ella también se cortaba, pero me daba muchísimo miedo. No solo se cortaba sino que después prendía una vela y calentaba pequeños pedazos de metal y se quemaba las heridas.
Todos éramos suicidas sin éxito (incluso Rach y Ammar) y nos odiábamos a nosotros mismos y sin embargo, encontrábamos en el grupo de “auto-mutilación” algo de compañía, apoyo y entendimiento. Ojalá jamás se acabaran esos grupos. Creo que hay que conscientizar a la gente de que aquellos grupos no son negativos. Sí, en muchos se dan consejos acerca de cómo y dónde cortarse para provocarse la muerte, pero muchos de ellos, los más serios, solo cuentan sus vivencias y las comparten. Es una especie de alcohólicos anónimos pero muchísimo más anónimos.
A menudo cuando me cortaba pensaba en el mucho mal que seguía haciéndome Alejandro. Él no había aprendido, no había entendido. A decir verdad, siempre entendió todo y no se hizo cargo de nada. Ojalá hubiera podido cortarlo a él, que era quien realmente se lo merecía. Él merecía ver su sangre desparramada y a continuación llorar envuelto en papel higiénico hasta quedarse dormido a causa de los medicamentos.
Había desaparecido. ¿Cómo pudo haber desaparecido? ¿Cómo podía dejarme sola, tan sola? Estaba internada y no había venido a visitarme (sí, después me enteré de que fue el primer día, pero no cuenta). Ni siquiera hablaba por teléfono conmigo ni con mis padres para saber si seguía viva. Nunca se comunicó, nunca le interesó, simplemente optó por darse a la fuga. Y hubiera estado bien si desaparecía del todo, pero eventualmente volvió, como siempre.
Lo conozco: si las cosas se ponen toscas desaparece mágicamente para volver con los vientos calmos, cuando pasó la tormenta. Así funciona su modo operativo y así iba a hacerlo volver. Perdí muchísimas cosas con mi “muerte” pero no la capacidad de manipular a la gente. En mayo, después de un mes de estar internada le mandé un email pidiéndole que apareciera: “Ayer encontré una conversación nuestra del veintitrés de abril, no tenía idea de que hubiéramos hablado. Conectate, hablame. Aparecé, flaco. Aparecé. Necesito verte, quiero hablarte. Sabés que te quiero mucho. No lográs nada así”.
No tuve respuesta alguna, así que seguí presionando sus botones, sabía que tenía que hacerlo reaccionar: “Me estás lastimando mucho y no te das cuenta. Abrí los ojos. Mirame, tocame. Soy real. Te amo y estoy acá. Quiero escucharte. No me prives, no me censures, no te escapes: esta realidad existe”.
Básicamente quería escucharlo decir “lamento lo que te está pasando, voy a ir a visitarte”. Eso me hubiera hecho feliz. Me contestó con un email lastimero, paupérrimo: “No lo sientas como abandono o desapego. Vas a tener que entender que es lo mejor para ambos. No quisiste darme los números de tus viejos, ni de tu psicólogo ni de tus amigas. No me diste la posibilidad de intervenir antes. Cuando estés mejor nos vamos a ver de nuevo pero antes no”.

De: Cielo
Para: Alejandro
Mayo 2004
No podes seguir escondiéndote, es estúpido. No sos el hombre que conocí. ¿Qué pasó? ¿Por qué no me querés ver? ¿Te asusté? ¿O no te gusta mi no- pelo? ¿Qué pasa? ¿No soy lo suficientemente buena para vos? ¿No soy lo suficientemente flaca? ¿No soy lo suficientemente inteligente? ¿Qué mierda pasa? ¿No estoy lo suficientemente muerta?
***
Planeaba mi suicidio nuevamente y quería verlo por última vez. Por eso mi necesidad. Quería verlo, quería tocarlo, necesitaba sentirlo cerca. El primer mes de internación había quedado atrás y Alejandro no me respondía los correos electrónicos: comenzaba a perder lo poco que me quedaba de cordura. Pronto me encontré escribiendo cartas justificando mi próxima muerte. De aquellas, solo un fragmento:

“Me muero porque ustedes no me dejan tener vida. ¿Cuál es el valor de respirar? Respirar no es estar vivo. Estoy muerta desde aquel día y algunas personas me fueron matando de a poco. No lloren porque me fui hoy. Lloren porque me fui hace mucho tiempo. Hace dos meses dejé mi alma. Ahora es tiempo de dejar mi cuerpo, que no tiene nada que hacer en esta tierra.
Me hubieran salvado algunas estupideces, como una visita de Alejandro o un beso de Néstor. Algo como si me hubieran dejado manejar lo poco que me quedaba de vida. Por eso me muero hoy. Porque ya me había muerto y ni siquiera así me dieron la chance de manejarme sola. Ni aún sabiendo que podía volver a costarme la vida.
No piensen, victoriosos, que alguna vez tuvieron el control de mi vida. Jamás. Jamás. Ni siquiera teniéndome encerrada durante dos meses lograron que cambiara de parecer. Tampoco con los medicamentos de Sabrina, ni las dulces palabras de Néstor. No hay nada que hacer. Si estoy enferma, si no como, si me corto, si digo genialidades que no condicen con mi carácter… ese no es un problema mío. Es una virtud, en todo caso y no quiero quedarme acá. Quiero irme. No me interesa seguir esclava en esta mansión de cartón. No me interesa”.
Lo cierto es que estaba enojada con la vida por haberme dado una segunda oportunidad. Aquella noche después de escribir la carta me quedé dormida. Los medicamentos ni siquiera me permitían estar despierta las horas suficientes como para retirarme de esta vida. Ni de decidir sobre mí misma era capaz. Era un verdadero ente encerrado, enclaustrado. Presa.

El último de los placeres

Un mes más duró la internación. Poco más de dos meses y medio. Recuerdo, estando internada, haberle pedido a Papá que me llevara al centro con él. Sabrina lo había prohibido “una internación es igual de estricta aunque estés en tu casa”. Papá no se resistió demasiado: “que Sabrina se vaya a la mierda, sos mi hija”. ¡Muy bien! ¡Gracias! Salté de alegría aquella tarde, por fin iba a ver autos y personas y negocios y gente y ruidos. ¡Iba a volver a la ciudad! Iba a ver la vida en vivo y en directo.
Fui al centro con Papá y hacia muchísimo frío. Los medicamentos y la aún escasa cantidad de calorías en mi cuerpo me provocaban una temperatura corporal de menos diez. Entramos en un negocio y Papá me compró un suéter. No suelo usarlo, me trae malos recuerdos. Seguimos caminando y me asombraba ver a la gente (y viceversa). Me miraban extrañados, supongo que pensarían “¿en qué diablos estabas pensando cuando te cortaste el pelo?”. Toda esa gente no sabía que había estado a escasísimos segundos de morir. Antes de volver pasamos por un local de discos y me compré algunos cuantos.
Volvimos a casa pero ya no era lo mismo: era más un hospital para mí. Me tuvieron casi tres meses encerrada y ahora querían que volviese a verla como un hogar. Imposible. La existencia no se me estaba volviendo menos complicada y sin embargo, haber salido me hacía entender que quizás la internación podía no durar muchísimo más.
Sí, definitivamente me despojaron del arresto domiciliario y volví a salir. Todavía no me dejaban manejar porque tomaba altísimas dosis de medicamentos para “ser feliz” y para “dormir” que básicamente me mantenían durmiendo veinte horas cada día. La primera vez que salí de casa sola fue para el cumpleaños de una de mis ahora mejores amigas: Estefanía. Me sentía a la vez parte del grupo y sin embargo no podía dejar de notar diferencias. Ellas vivas, alegres, saltando, cantando y festejando. Yo sombría y gris, volviendo de la muerte, intentando seguirles el ritmo sin poder hacerlo. Quería dormir.
No entendía el desprecio de Alejandro. ¿Cómo podía despreciarme alguien a quien le había dedicado por completo mis últimos años de vida? Con él quería tener hijos, él me había hecho vivir, lo era absolutamente todo y sin embargo no sucedían las mismas cosas cuando todo se daba vuelta. De su parte no había siquiera un poco de respeto hacia mí, ni un poco de consideración por los años que estuvimos uno junto al otro. No había absolutamente nada de aquel lado del mundo. Todo era desinterés y malos tratos, los últimos provocados por lo primero. No creo que sus daños fuesen intencionales pero sí producto de no escucharme y de ser un tipo con muy poco tacto.
Casi por casualidad, un día cualquiera, me enteré de la verdad: Alejandro había estado llamando a mi amiga Pilar todo este tiempo, preguntándole cómo me encontraba. Saber aquello fue un alivio para mí. No era simple desinterés, al menos algo (un poquito de nada) le interesaba saber acerca de mi existencia. Respiré serena: puede que esta historia todavía no termine.
Siempre quedó en mi mente aquel departamento de Caballito, incluso dormida lo dibujaba en mi cabeza. “¿Qué habrá quedado de él? ¿Todavía es mío?”. Decidí que iba a hacer algo al respecto aunque internada no tuviera muchas oportunidades de hacer algo productivo. Estando aún internada, le pedí alguna vez a Marina, mi prima, que fuese a Caballito. Sentí curiosidad. Aquel departamento del demonio había sido mi hogar y el lugar donde había tomado la decisión más importante de mi vida (o de mi muerte). Aquel era el lugar donde se había gestado todo lo que soy ahora. Le pedí a Mari que tomara la cámara de fotos que seguía en el departamento y que fotografía todo lo que le pareciera fuera de lo común. No recordaba exactamente qué, pero sabía que en mi intoxicación había escrito las paredes blancas con lapiceras azules. Necesitaba saber.
Cuando estás internada volves a tener diez años. Las cosas son lindas, feas, buenas o malas. No hay otros adjetivos. Odias o amas o simplemente te da lo mismo. Uno no espera de sí mismo grandes conclusiones acerca de lo que está sucediendo, ni se siente capaz de escribir ensayos del todo gratificantes. No. Estaba encerrada en una casa (enorme pero encerrada al fin) y todo aquel que no decía o hacía lo que yo deseaba se convertía en mi enemigo mortal. Y cuando digo mortal hablo más literalmente que nunca. Fatal porque cualquier indicio de descontento te lleva precipitadamente a la muerte. Cuando estás internada estás más cerca de morir que de vivir y cualquier paso en falso te hace caer miles de metros bajo tierra hacia el hueco de donde nadie te puede sacar. Entonces los psicólogos y los nutricionistas y las brujas te tiran sogas rasposas que hasta parecen ser hechas de espinas. No sabés si querés colgarte de esas sogas y destrozarte las manos o permanecer allí abajo donde la muerte te acaricia suavemente. Es tu decisión: vivir ensangrentada o morir acariciada.
Mayoritariamente prefería las caricias pero en momentos como el documental o si aparecía Alejandro prefería sacudir mis manos y trepar la soga. Destrozarme las manos era doloroso pero vivir sin Alejandro lo era aún más y si en algún caso hubo algo más doloroso que todo lo anteriormente nombrado, fue ver las fotos que mi prima tomó de mi departamento. Estar en cautiverio es indigno y hasta vergonzoso. Saber que no podes salir, que estás allí varada durante tiempo indefinido y que hay solo dos maneras de salir: engañar a los médicos (“juro que estoy bien, hasta me siento feliz, me arrepiento tanto ¡tanto! De lo que hice”) o seguir las consignas, a saber: vivir empastillada y no distinguir la noche del día y los amigos de los enemigos. No saber siquiera quién sos o por qué estás viva. Solo vivir, solo estar, respirar, sí. ¿Eso es vivir? Una vez que sobrevivas lo suficiente en la casa del Gran Hermano podés salir y he allí la mismísima muerte esperándote en cada esquina. Del reencuentro con la muerte me referiré más adelante, lo que me ocupa ahora son aquellas fotos que llegaron a mis manos.
Si mi prima las hubiese visto no me las hubiera dado, estoy segura de eso. Marina usó mi cámara en la cual aún quedaba lugar para sacar algunas fotos. Me entregó el rollo en la mano y le pedí encarecidamente que las fuera a revelar (yo no podía salir de casa ¡qué chiste!). Incluso le rogué que no las viera “no ¿para qué las querría ver si yo misma las saqué?”. Bueno, es que hay fotos sacadas anteriormente que NO viste.
Las imágenes describen a la perfección, como en un cuento de Borges, lo que sucedió aquella noche de abril. A simple vista son fotos de un departamento desordenado, pero si le damos una mirada más escudriñadora encontramos detalles sofocantemente extraños. Veintinueve fotos en total, cada una de ellas con detalles escabrosos con los que un detective se haría un banquete. Como dije antes: a simple vista no dicen nada, pero escudriñando se encuentran detalles perversos.
La pared de la cocina (¡de la cocina!) tiene largos pelos quedados. Deduzco que me desmayé en la cocina, en una de las tantas veces, y mi cabeza golpeo los azulejos. Solo de esa manera pueden haber quedado allí impregnados. Sobre la mesada de la cocina, la tapa de una olla (¿estuve cocinando?) un repasador rosa fuerte que me compró mamá, un fósforo quemado y la botella de vino blanco que había comprado para Alejandro pero que disfruté en compañía de la muerte, a cada minuto más íntima.
En el comedor un puff rosa pálido (donde alguna vez se hubiera sentado Alejandro) con una remera blanca manchada de sangre. Recuerdo que allí la dejé cuando bajé el ascensor para abrirle a Pilar (pensé que si no veía la sangre en mi ropa no iba a darse cuenta de que estaba pelada, una ridiculez). Sobre la mesa de vidrio y madera cuatro tabletas de Rivotril, sin ninguno adentro, por supuesto. Al lado cartas o notas, una lapicera rosa que me regalo mi hermana, el discman, los auriculares y algo de ropa. Más lejos en la misma mesa: mi agenda donde anotaba absolutamente todo lo que planeaba hacer, una agenda más pequeña con teléfonos, cinta (con la cual pegué las fotos en la pared), una carta de despedida, una toallita femenina, mi cartera negra cerrada, una taza verde, una cuchara (probablemente había tomado sopa) y dos elementos de lo más sorpresivos: una tabla de calorías y el prospecto del Rivotril completamente abierto y con signos de haber sido leído una y otra vez. Si, siempre fui una mujer precavida. Recuerdo haber tomado los recaudos correspondientes, sabía que la cantidad de miligramos que tomé me iban a matar. No entiendo por qué estoy viva.
En una de las paredes intento descifrar mis escritos: “Alejandro te amo”, “me fui al cielo”, “…rivotriles”, “nos amamos”, “Alejandro tiene la culpa de mi muere”, “si él hubiera contestado mis llamados no me hubiera muerto”. Es lo poco que se entiende de la primer pared. Estaba lo suficientemente inconsciente como para que mi letra se asemejase a la de un infante de tres años, o incluso menos legible. La siguiente foto es la misma pared, con los mismos escritos ilegibles y con cuatro cartas de despedida en el suelo. Más lejos al otro lado del comedor y en otra foto yace otra taza (una celeste) en el suelo, a su lado una lapicera (con la que supongo escribí las paredes), una toalla, y dos colillas de cigarrillo junto a una media de lana. Todo distribuido arbitrariamente en el piso. Al lado de la media de lana y cerca de las colillas una foto mía de cuando era bebé, debajo papeles escritos y a su lado una valija con la ropa que traía de casa. Ropa limpia que pensé jamás iba a usar.
Al lado del puff un jogging tirado en el suelo, una zapatilla, la guía de la ciudad de Buenos Aires, la otra zapatilla, algo de ropa y pelos. Pelos largos, cortos, muchos de ellos. Por todo el piso, pelos y pelos. En aquella pared otros escritos que no alcanzo a leer: “Mamá perdoname…”. Pelos y más pelos. En la pared de las fotos también hice un bonito collage, supongo que quería que todos tuvieran en claro que los amaba. Al lado de la foto de mi hermano una flecha y “te amo”. Al lado de la foto de mis padres “los amo”, de la de mi hermana: “¡Ídola, te amo!
Fotos de mi habitación: un calendario pegado en la pared del placard, día 20 de abril “Alejandro se murió ¡viva el Rivotril!”. Junto a la cama, en el suelo una campera con pelos sobre ella. Sobre la almohada pelos y manchas de sangre (¿inconsciente me acosté en la cama para dormir para lo que suponía sería siempre?). Más fotos de pelos y sangre en la almohada. Entre las sábanas un escrito en papel amarillo completamente abollado e ilegible. Foto primer plano de una frase en la pared: “Quiero que Alejandro esté en mi funeral”.
Por último el baño, quizás lo más sangriento. Detrás de la puerta, en el suelo (¿por qué cuando estamos drogados apoyamos las cosas en el piso?) la planchita de pelo e irónicamente sobre esta un cuchillo con el cual me devané la cabeza. Dentro del inodoro nada algo que parece vómito pero que quizás sea solo sarro y pelos, cientos de ellos por todo el departamento y dentro del inodoro. Debajo del lavamanos otra toalla, que casi parece marrón pero es blanca. Está llena de lo que antes estaba en mi cabeza y ahora duerme distribuido por todo el departamento: cabellos aquí y allá. Lo mismo dentro de la bañadera: más y más de ellos. Dentro de la bañadera; parece que me hubiera cortado todo dentro de la bañadera, allí es donde está la mayor cantidad de ellos. Diría que está el ochenta por ciento de mi cabellera dentro de la bañadera. Al lado una hoja de afeitar y un desodorante. En el lavamanos dos jaboncitos con forma de ángeles, y mezclados caprichosamente un peine violeta, tres gillettes con las que seguramente terminé de desangrarme la cabeza y un cepillo de dientes de igual color. Al lado de la manija de agua caliente hay un cenicero (¡en el baño!) y del lado de la derecha una colilla de cigarrillo. Entendamos: el cenicero está vacío y hay más de diez colillas de cigarrillos distribuidos por todo el departamento. Si no me morí incendiada fue porque definitivamente me querían viva. En el espejo del baño un detalle escabrosísimo: es de tres partes, en las dos partes de los costados está escrito con jabón “Ana loves me” y al lado un corazón.
No quiero siquiera intentar adivinar lo que fue para mi prima ir a aquel departamento. Todo en él daba signos de muerte y sin embargo estaba viva. Es decir, mi corazón latía y respiraba con normalidad. Me drogaban las veinticuatro horas pero yo tenía mis momentos de lucidez, como aquel cuando le había pedido a Mari que tomase fotos. Necesitaba saber detalles de los que ni mis padres ni mis familiares querían hablar. Las fotos me lo dijeron todo. No existen palabras que puedan describir aquellas últimas fotos. Haré mis esfuerzos más acabados para intentar transmitir lo que sentí cuando las vi un año y medio después.
Mi prima había utilizado el rollo que estaba dentro de mi cámara, sin saber que yo en mi estado de semi-muerte había tomado algunas. Néstor las vio antes que yo en aquel momento y me las sacó de las manos. “Prefiero tenerlas yo” me dijo. Y sí, previsiblemente era la mejor opción porque aquellas fotos no hacían más que invitarme al suicidio una vez más. Hace una semana le pedí a Néstor aquellas imágenes. En mi ansia por recolectar datos para escribir este libro, recordé que Néstor me había prohibido ver algunas de las imágenes que contenía ese álbum así que se las pedí. “Pasó ya más de un año- pensé- supongo que no me van a afectar”.
“No estoy de acuerdo, es mi archivo personal de tus cosas”- me dijo Néstor, quien no me quería dar las fotos. Y es cierto, yo también supuse que era una irresponsabilidad dejar que yo las viese, pero no recordaba qué tan terribles eran y tampoco supuse que iban a causar estragos en esta nueva Cielo, así que me arriesgué y finalmente se las pedí. “Pero son mías- dijo –y me las devolves después”. Néstor tiene un archivo extensísimo de mis cosas: le escribí cartas, le di conversaciones impresas con Alejandro, le compré cds y libros, le grabé discos, etc. Pero lo único que me interesaba en ese momento, una semana atrás, eran las fotos.
Llegué a mi sesión semanal y me alcanzó un sobre celeste con mi nombre y apellido que contenía las fotos. “¡Quiero verlas! Bueno, ¡no sé si quiero verlas!”. Me dijo que quizás lo mejor era que las viéramos juntos. “Dale, miralas que yo estoy acá”- me dijo. Sabe perfectamente que necesito referentes para no perderme en mundos paralelos (últimamente abzurdah me tiene perdidísima). Decidí que las iba a ver después, pero en el momento pensé que quizás no las vería. Simplemente las necesitaba por otro asunto. Aquella fue una sesión de las cual quisiera tener una grabación. Le expliqué con lujo de detalles lo que me pasa y me dio una exquisita devolución que no puedo recordar.
“Estoy perdida, Néstor, entre los dos mundos. No sé cuál es el verdadero”- le dije entre lágrimas. “Ayer estaba manejando yendo al cine a las ocho de la noche y de repente me confundí y no sabía si estaba yendo al cine o a terapia – yo solía ir a esa hora antes de estar internada y después de aquello- entonces quebré y rompí en llanto”. “Hay perfumes que me recuerdan a la terapia, me remiten a nuestras tardes juntos, a las horas que compartimos a lo mucho que me seducía la idea de volver a morirme. Y Abzurdah me trae esos recuerdos, me pierde. Aquel día llegué al cine completamente sola y no saqué la entrada, simplemente me quedé sentada en la vereda esperando que algo sucediese. No hubo ninguna llamada de teléfono, ninguna señal de compañía: estaba verdaderamente abandonada. Estaba internada en el mundo: no poder salir del él ¡escabroso sentimiento!”. Atrapada en el mundo: sin siquiera tener decisión sobre mi vida o mi muerte.
“Me senté en la puerta del cine y vi llegar a la gente. Venían de a dos y a de a cuatro. Nadie estaba solo como yo, nadie. Era la única que iba al cine sola. No es que me moleste, es que a veces me siento muy sola. Todo lo que hago lo hago así: sin compañía o peor, en compañía de mí misma, mi peor enemiga. Minutos más tarde vi llegar a un muchacho solo. No quiero decir que estaba contenta por su soledad pero sí por mi compañía. ¡No era la única! Me puse los auriculares en los oídos y escuché Tori Amos mientras la soledad de aquel hombre me llenaba el espíritu de esperanzas, de compañías tácitas. Veinte minutos después vi que el joven saludaba a alguien: era su novia. Llegó, lo besó, se tomaron de la mano y sacaron las entradas para el cine. Irónicamente iban a ver la misma película que yo”.
“Cuando estuve sentada en la butaca observé a todos los individuos que estaban en la sala: pares, pares y más pares. Yo era la única SOLA, más sola que nunca en una sala repleta de parejas y familiares y amigos. Con sorpresa observé que una chica de mi edad entraba sola a la sala. Se sentó tres filas delante de mí y me pasé diez minutos observándola inundada de un placer siniestro. Pasados los diez minutos donde lo único que hizo fue mirar la hora, jugar con su celular y tocarse el pelo, apareció otra chica y se sentó a su lado. Peligro. No, no se hablaban, no están juntas. La recién llegada le dijo algo al oído y la otra sonrió. Sí se conocían. Definitivamente soy la única sola y no puedo siquiera describir el dolor intenso que aquello me provoca”.

“Otra vez yo, sola. Desconcertada, esperando encontrar no sé qué cosa. Casi ni queriendo encontrarla. Si me preguntan qué será de mi vida, contesto que aún estoy en busca de lo que me gusta. Lo cierto es que ya sé que nada me gusta y que no tengo nada que hacer.
Vivir porque sí, porque ni siquiera te molestas en matarte. Porque ni siquiera eso te atrae. Vivir esperando que algún día aparezca una pizca de interés o un rasguño de emoción o incentivo por algo. Casi por inercia. Esperar que los días sean todos iguales. Buscar cosas para hacer, no por placer sino para evitar el dolor que supone seguir respirando”.

Guayaquil te esperará por siempre

Néstor me dio las fotos en la mano, envueltas en aquel sobre celeste y me fui. Antes dudé: “no sé si verlas con vos o no”. Finalmente decidí que tenía que ser fuerte o valiente o no sé qué otra pavada y verlas sola. “¡Quizás ni las vea!”- le dije. “Cualquier cosa llamame”- me respondió seriamente. No iba a necesitarlo “soy fuerte, puedo soportar ver algo que fui”. No, porque creo que nunca tuve noción de lo que era. Nunca y quiero decir: jamás.
Fue hace siete días y sin embargo, aún lo recuerdo detalladamente como si me hubiera marcado por el resto de mis días. Salí de lo de Néstor nerviosa pero con confianza en mi estabilidad mental. Caminé con paso lento hasta mi auto aunque lloviznaba. En una mano el sobre celeste, en la otra mi cartera con las llaves de auto. Lo abrí y me senté. Apreté el embrague, puse punto muerto, encendí el motor dándole la vuelta a la llave, moví la palanca de cambios de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sin ninguna razón mientras apretaba el embrague. Miré el asiento del acompañante donde descansaba el sobre celeste y un hilo de frío recorrió mi cuello y mis brazos. Seguía lloviznando: detesto manejar cuando llueve. Embrague, primera, arranqué por fin, sin destino. Mientras iba a ningún lado pensé: ¿cuál es el mejor lugar para ver las fotos? No, quizás simplemente deba ir al cine. Manejé hasta el cine mientras lloviznaba. Estacioné, mi prima siempre dice que soy afortunada, encuentro estacionamiento hasta en el más inusitado lugar. Ojalá fuese tan afortunada para encontrar cosas con más sentido o importancia.
Apagué el motor del auto, puse el freno de mano. El cambio quedó en marcha atrás. Sentada, respiré profundo y me abalancé sobre las fotos. Abrí el papel celeste y vi la primera: yo, mirando a la cámara llorando. Tragué saliva. Segunda foto: yo, mirando a la cámara otro día, también llorando. Respiré profundo. La tercera foto fue demasiado para mí. La miré por medio segundo y lancé un grito desgarrador. “¡NO!”. Un trueno sonó al mismo tiempo que mi grito y puedo jurar que grité más fuerte que el trueno. “¡No! ¡No! ¡No! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué me hice? ¿Por qué? ¡No!”. Llovía copiosamente y el viento soplaba a lo que me parecían más de mil kilómetros por hora. Lloraba desconsoladamente y golpeaba el volante haciendo sonar la bocina al grito de “NO”, un no sofocado por mis propias lágrimas y por los truenos.
Respiré. Conté hasta diez, como pude. Inspiré, exhalé, inspiré, exhalé. “Esa no soy yo”- dije en voz alta. “No soy yo… dios mío… DIOS MÍO”- seguía gritando y mi llanto se confundía que los relámpagos que parecían entenderme y hasta acompañarme. Me quedé adentro del auto durante cuarenta y cinco minutos, viendo cómo las gotas golpeaban el parabrisas. Me tiré en el asiento del auto, destruida, sofocada, desarmada, rota.
Volví a mirar las fotos, vi la cuarta que era aún peor. Estaba ahogada, ahora ni siquiera podía respirar o llorar. El vidrio de mi camioneta estaba completamente empañado y lo que sentía se asemejaba muchísimo a la muerte. Entonces me vi: los ojos y la boca entreabiertos, más cerca de la muerte que de cualquier otro estado. Pelada y maltratada, con una gota de sangre recorriéndome la cara, desde el cuero cabelludo ensangrentado hasta la mejilla pasando por al lado de mis ojos y casi tocando mi boca. Mi cabeza lloraba sangre. Grité, grité, grité. No me importaba lo que estaba pasando alrededor mío: no existía nada más que eso. Era yo, pelada, con los ojos drogados y la boca seca, con un hilo de sangre recorriéndome la cara casi muerta. Lloré y grité y golpeé el volante y caí en una crisis de nervios. Todo en mi temblaba, mis manos, mis ojos, mi boca. Pronto era un océano sinfín de lágrimas saladísimas. “¡Esa soy yo! ¡Esa soy yo! ¿Cómo pude hacerme eso? ¿Cómo puedo hacerme esto? ¿Por qué me lo hice?”- todo esto gritaba mientras golpeaba los vidrios y lloraba convulsivamente. Creía que aquella era yo, que eso era en ese instante. Había olvidado mi cara y que aquello no era el presente: se me confundieron los mundos nuevamente, absurdamente.
Intenté tranquilizarme y después de cuarenta minutos de estar acostada en el auto, giré el espejo retrovisor y lo enfoqué en mi cara. Me miré durante intensos minutos. No soy yo: yo tengo cejas y pelo largo y algunos cuantos kilos más. No soy yo: mis ojos están abiertos y algo hinchados de tanto llorar, pero mi boca no está seca. Estoy viva. Esta soy yo, no soy aquella. Me miré indefinidamente mientras llovía eternamente.
Una hora después bajé del auto, la lluvia se había calmado, yo también. Me puse los auriculares del reproductor de mp3 en las orejas y caminé hasta el cine. Saqué una entrada (de nuevo sola, eternamente sola). Me senté en el cine y durante dos horas y media no recordé nada acerca de las fotos ni de mi pasado. Quisiera ir al cine veinte horas por día, así olvido quién soy y por sobre todas las cosas quién fui.
Horas después le comenté a alguien que tenía las fotos de Néstor. “¿Sí? ¿Están buenas?”. Supongo que no tengo muchos comentarios que hacer acerca de mi interlocutor. “¿Si están buenas? Son terribles”– contesté, pero no pretendí que entendiese qué significan para mí, porque no hay posibilidades de aquello. Nunca es lo mismo vivir que escribir o describir. Jamás.
A partir del día en que vi esas fotos mi vida cambió. Volví a tener recuerdos vívidos del día del suceso. Como un efecto dominó verme como nunca me había visto (no estaba consciente mientras me saqué aquellas fotos) me trajo recuerdos y sentimientos encontradísimos. Estoy contenta por estar recordando pero además aquello me suscita pasiones opuestas. Entonces recordé y me animé a preguntar.
Me reuní el sábado siguiente con mis amigas de la UCA después de tanto tiempo y me animé a hacer algunas preguntas. Me contaron más o menos lo que ya sabía, pero además me dijeron que yo fui (con licencia de Néstor) a la universidad un día durante la primera semana de internación. Me dijeron que hice un escándalo con la psicopedagoga y que ésta prohibió el documental en ese momento. No recordaba haber hablado con esa mujer, ni siquiera sé quién es y a duras penas puedo recordar su nombre.
Jamás podría volver a esa universidad de medio pelo, nunca. También me contaron que Pilar quedó muy traumada con todo lo que me pasó. “Haberte encontrado en ese estado, eso no se lo pudo sacar jamás de la cabeza. Lo bueno es que te vemos bien y contenta”. Sí, nunca me van a ver en pena y llorando, porque nunca voy a demostrar lo que verdaderamente siento.

Algunos meses después de mi des-internación, de mi liberación, volví al departamento de Caballito, sola. Les dije a mis padres que iba a un cumpleaños y aunque era cierto, estuve pocos minutos en él. Tuve la necesidad urgente de cortarme y de visitar mi departamento. Recuerdo haber llegado al cumpleaños de alguien que se relacionaba conmigo por la universidad pero que realmente no puedo recordar su nombre, y haberme guardado algo para cortarme en el pantalón del jean. En el grupo de “Cortadores” alguien me había dado una solución para cuando mis padres hubieran ocultado cuchillos y demás. “Tomá un sacapuntas, destornilla los tornillos y sacale la hoja”. Efectivamente, la hoja del sacapuntas cortaba ferozmente y casi sin dolor. En aquella fiesta contaba yo con una hoja de sacapuntas en el bolsillo. Estaba bailando con mis amigas cuando me metí las manos en los bolsillos olvidándome de lo que tenía dentro. Pilar me pidió que le sostuviera la cerveza y cuando saqué mi mano del bolsillo estaba ensangrentada. Me había cortado la yema de uno de mis dedos y no paraba de sangrar. Pilar se horrorizó y pensó que lo había hecho a propósito. Lo cierto es que no fue adrede pero me causó muchísima angustia y me fui a fumar un cigarrillo al parque. Una vez allí, se acercó un muchacho. No recuerdo su nombre. Nos quedamos hablando y me dijo que se había recibido de médico, pero que aún estaba cursando para especializarse en cardiología. Me preguntó acerca de mis cortaduras tan expuestas (llevaba una remera sin mangas). Le expliqué que me cortaba porque me daba placer, pero que ese día habían sido sin querer.
Tenía muchísimas ganas de volver al departamento de Caballito, pero no quería ir sola. Se me ocurrió entonces sugerirle a ese chico que me acompañase. Obviamente pensó que quería tener sexo con él o algo por el estilo, pero lo único que yo quería era volver a la calle Guayaquil. Lo convencí de ir a mi departamento, le dije que vivía ahí. Cuando llegué me invadió una angustia incoherente, desmedida. Él no entendía nada, absolutamente nada. Le pedí que se pusiera cómodo mientras inspeccionaba. Las paredes habían vuelto a ser blancas (Marina me hizo el favor y las pintó), todo estaba limpio y ordenado pero se respiraba el aire negro de la muerte que había estado viviendo allí durante meses. Aquel hombre me tomó de la mano y me arrastró hasta mi dormitorio. Allí casi pude ver a Alejandro acostado y no pude soportar el llanto. Me acosté en la cama mientras él intentaba consolar a esa mujer que no conocía, que lo había llevado a un departamento y que ahora lloraba desconsolada y aparentemente sin razón.
Una hora después me desperté y le dije que era hora de irnos. Él nunca entendió nada y a mí no me interesaba que entendiese. Solamente necesitaba a alguien que me acompañase a ese departamento. Sabía que no podía ir sola. Sabía que necesitaba a alguien: un cuerpo, una presencia, algo. Volví, sobreviví.

El reemplazo celestial

Había vuelto al departamento. Había visto las fotos. Ahora que intentaba recuperar o rehacer mi vida, quería volver a ver a Alejandro. Me faltaba su presencia aunque tan solo fuera cibernética para estar completamente viva. No me alcanzaba con respirar o escuchar latir a mi corazón, esos jamás fueron signos suficientes de vitalidad. Alejandro era un signo suficiente y hasta ese momento ausente.
Era aproximadamente octubre de 2004 cuando volví a hablar con él. Lo convencí, le dije que estaba bien, que había mejorado muchísimo, que ya no estaba internada y que quería verlo. Al principio dudó y luego me dijo soberbiamente: “bueno, nos vemos. Pero tengo solo media hora”. No me interesaba… esa media hora cuando me viese iba a convertirse en dos horas, quizás tres. No iba a poder resistirse, nunca pudo.
Media hora: lo cual quería decir que yo debía manejar una hora para encontrarme con él, estar media hora y volver a manejar otra hora. En conclusión: dos horas arriba del auto para estar treinta minutos con quien yo creía el amor de mi vida. “Suena desparejo, pero las cosas van a salir bien”. Siempre con la estúpida idea de que las cosas van a salir bien, porque cuando se trata de Alejandro no hay esfuerzo que no esté dispuesta a hacer para que el resultado sea positivo.
“Nos encontramos en Recoleta”, me dijo. Él siempre decide dónde, cuándo y cómo. Henry J. Beans, un restaurante o pub en Recoleta. Le pregunté a Papá cómo ir y le dije que iba a encontrarme con el Innombrable. Me dijo que agradecía mi sinceridad y me explicó cómo llegar. Papá, cómo te amo. ¿Cómo podés confiar tanto en mí? Supongo que simplemente soy muy buena actriz.
Llegué a Henry J. Beans con el corazón en la boca. Lo llamé por teléfono: “¿dónde estás?”. Me dijo que “llegando”. Subí al baño, me miré en el espejo: hermosa pero cortada como un fiambre. Me puse un saquito negro con rayas blancas para disimular los cortes. “No quiero que sepa que estoy enferma” (como si una prenda pudiera disimular aquello). Al menos esta vez tenía cejas y pelo.
Llegó, me encontró, me besó en la mejilla. “Vamos a otro lado”- me dijo. Caminamos hasta un paseo llamado Buenos Aires Design, lleno de negocios de arte y decoración y restaurantes. Nos sentamos en un bar en la puerta del Hard Rock Café. No podía creer tenerlo en frente mío después de tanto tiempo. Lo adoraba, lo idolatraba. Era mi Dios y estaba ahí cerca de mí. “Te veo mejor” me dijo. Le agradecí. “¿Seguis medicada?”- preguntó. Le contesté la verdad, que tomaba ansiolíticos y antidepresivos pero que quería dejarlos porque realmente me sentía bien. “¿Seguis con Néstor?”. Sí.
-Y vos Ale, ¿estás de novio?
-Sí.
-¿Cómo se llama? ¿Quién es?
-Se llama Claudia.
-Ah… ¿y qué hace? ¿Hace mucho que están juntos?
-Hace dos meses… pero, ¿por qué no le preguntas a ella mejor?
-¿Cómo?
-Mirá, ahí viene.
Lo miré a Alejandro azoradamente y después corrí la mirada centímetros a la derecha y vi venir a una mujer rubia, que caminaba casi bailarinamente, acercándose cada vez más a nuestra mesa. Lo miré a Alejandro que sonreía mientras la desvestía con la mirada. Volví a mirarla a ella. Alejandro se levantó: “Claudia, ella es Cielo. ¿Viste? Acá está, tanto que querías conocerla. Ahora te podés quedar tranquila”.
Sí. Fue todo una trampa. Alejandro me citó para que su novia no me cele. Ya me imagino esa conversación: “no podés estar celosa de ese desastre que es Cielo. Está toda cortada, pesa cuarenta kilos y está completamente loca”. Ella seguramente hizo caso omiso y habrá dicho: “hasta que no la conozca no voy a quedarme tranquila”. Eso supuse, eso parecía.
Claudia me saludó con un beso. Yo me quedé mirando atónita. Él le dio un beso en la boca. Mis ojos se abrían a la vez que mi garganta se cerraba. Claudia compartió mesa con nosotros: “bueno gordo, al final se hizo tarde para ir al cine”- dijo. ¿Cómo pudo hacerme eso? ¿Estoy soñando? ¿Es esto verdad? Estoy sentada a la mesa con Alejandro, el hombre por el que me quité la vida y su nueva novia, mi reemplazo. ¡Y me está reemplazando en frente de mis narices!
Pedí permiso y fui al baño del bar con mi cartera. Me temblaban las manos. Se me caían de los ojos lágrimas inevitables de odio, de pasión desenfrenada, de celos, de impotencia, de no poder creer que lo que me estaba pasando. Me enjugué las lágrimas, no quería darles el gusto de verme llorando. Busqué desesperada con mis manos temblorosas dentro de mi cartera. ¡Maldición! No estaba. Seguí buscando: “estoy segura de que tengo uno”. Lo encontré finalmente: un sacapuntas recién comprado, filoso como ninguna otra cosa. Temblando pero ya suspirando por el alivio que iba a sentir a continuación extraje con las uñas los pequeños tornillos del sacapuntas. Miré la hoja con placer casi orgásmico y me corté los brazos una veintena de veces, con dolor (no el del metal sino el del reemplazo) y placer.
Las mujeres que estaban en el baño me miraban extrañadas, algunas horrorizadas corrían a la puerta. Terminé de cortarme y me sentía mucho más calma. Volví a ponerme el saco y salí, no sin antes ponerme rubor y rimel en la cara y ojos. Claudia y Alejandro charlaban entretenidamente en la mesa de cosas que yo no entendía; no me incluían en la conversación y me sentía de más en mi propia cita. Tomé mi taza de café y al hacerlo se corrió hacia mí la manga de mi saco que ya no era blanco y negro, sino bordó y negro. La sangre salía sin parar, a borbotones, aunque me había cubierto de papel higiénico. Una gota manchó la mesa. “¿Cielo qué te hiciste?”- preguntó Alejandro. La estúpida de Claudia miraba con ojos celestes y freezados. “Nada ¿de qué hablas?”- contesté y a continuación me saqué definitivamente el saco dejando al descubierto mis heridas y mi sangre que emergía como de la fuente de Salmacis.
Claudia abrió los ojos grandes como platos y luego miró hacia abajo (quizás arrepentida del show que habían armado). “Veo que estás mucho mejor”- me dijo él irónicamente. “Sí, muchas gracias por preocuparte”- contesté frívolamente. Después de unos minutos se levantó para ir al baño y quedamos ella y yo juntas en la mesa. Ella me hablaba, como si no tuviera los brazos cortados o la pintura corrida o diez kilos de menos… me hablaba como si fuéramos amigas o compañeras de algo… me hablaba como si no estuviera ocupando mi lugar, haciéndole el amor al amor de mi vida, corrompiendo mi alma y mi salud mental. Hablamos de cine, me dijo que querían ir a ver una película porque a él le gustaba, pero que a ella no tanto. ¡¿Qué podés saber de Alejandro vos que lo conoces hace un mes?! ¿Qué podés saber pedazo de estúpida? Nadie sabe más de él que yo… pero sos mi reemplazo… y sos rubia, tenés ojos celestes, sos médica, tenés treinta años. Yo no soy nadie y estoy sangrando demasiado.
Alejandro volvió, se dieron otro beso en la boca. Yo no podía hacer nada más que quedarme callada y mirando al vacío. Unas palabras terminaron de destruir lo poco de digno que quedaba en mí: “gordo, vamos yendo porque llegamos tarde al cine”. Ahora sí, por favor, ¡mozo! Cianuro on the rocks. Muchísimas gracias y buena vida. “Llamá a tu papá y decile que estás yendo para tu casa”- me pidió él. Que quede claro: no me pidió eso porque se preocupaba por mí, sino porque sabía que iba a intentar morir definitivamente después de semejante escena tragicómica donde él era el actor principal, su pareja la estrella invitada y yo una simple iluminadora del demonio.
-No pienso llamar a nadie.
-Vamos, hacelo… me quedo preocupado sino.
“Dale Cielo, llamá”. ¡La estúpida, la usurpadora, la reemplazante me dijo “dale Cielo llamá”! ¡¿QUÉ ES ESTO?! ¿QUIÉN SOS PARA PREOCUPARTE O INTENTAR HACERTE CARGO? ¡SIQUIERA PARA DIRIGIRME LA PALABRA! Reemplazante de cuarta… ¿Cómo podés siquiera dirigirme la palabra? ¡sucia!
Que Claudia me lo pidiese fue demasiado. Dije que iba a quedarme tomando algo y que no iba a irme hasta que ellos se fueran. “Bueno, nosotros nos vamos”- dijo Alejandro y el eco repitió: “nosotros”, “nosotros”, “nosotros”, “nosotros nos”, “nos”, “nos”. Claudia me besó en el cachete y me dijo: “un gusto”. ¡Un gusto! ¡¡¡Un gusto!!! Alejandro hizo lo mismo, pero sin gustos. Simplemente me dijo: “dale, llamá, por favor”. Le contesté que no pensaba llamar y que por favor se fuera porque se le hacía tarde para el cine.
Él nunca entendió lo que era para mí volverlo a ver después de una interminable espera que incluyó intento de suicidio e internación. Nunca lo entendió y esa noche menos que nunca. ¿Cómo pudo hacerme eso? ¿Cómo pudo llevarla? Habían caminado ya una cuadra y yo seguía sentada a la mesa, esperando que me cayera un helicóptero encima o me decapitara por casualidad un verdugo cuando de repente alguien me tocó el hombro. No me di vuelta, no me importaba si me violaban. Pero no, era él. Miré para atrás, Claudia esperaba lejos.
-Por favor, si no lo hacés por vos hacelo por mí (¡la historia de mi vida!). Llamá a tus padres.
-No- le dije, mientras ingería un antidepresivo.
-¿Qué tomaste?
-Un Alplax. Lo necesito después de esto.
-Te dije que estaba de novio.
-Sí, pero no que ibas a traerla a sentarse con nosotros.
-No me hagas llamar a tus padres, por favor.
Entonces tomé mi celular y llamé a Papá: “papi, estoy volviendo”. “Ahora me quedo más tranquilo”- me dijo. Me abrazó, me dijo que me quería mucho y se fue de la mano con mi reemplazo.
Me quedé más de quince minutos llorando en aquella mesa. Llorando y sangrando. A continuación me levanté, fui al baño, me sequé la sangre y las lágrimas y caminé hacia donde creía que estaba mi auto. Estaba completamente perdida. Había perdido la ubicación, mi orientación, no sabía dónde estaba, ni qué día era ni dónde había dejado el auto. Media hora después llamó Papá: “Cielo ¿ya estás llegando?”. Le dije, llorando, que no encontraba el auto. Me contestó que no me desesperara, no sé qué otra cosa me podría haber respondido. Me senté en la vereda y fumé un cigarrillo. “Claudia y Alejandro deben estar en el cine ahora y yo ni siquiera sé dónde está mi auto”.
Caminé sin rumbo por lo menos veinte cuadras, a veces en círculo y a veces sin sentido hasta que lo encontré. Me subí, lloré inmensamente hasta calmarme y manejé intentando no quedarme dormida después de haber ingerido la pastillita de la felicidad.

Abzurdah

Sobrevivo. Una y mil veces sobrevivo desde hace ocho años. Es marzo de 2006 y sigo viva. Sobrevivo. Paso por alto lo negativo, lo reprimo, lo guardo en lo más recóndito de mi ser, lo convierto en mentiras, en historias de cosas que jamás pasaron. Junto memorias, me aíslo, me pierdo. Escribo. Fueron días candentes, calurosos y sin vida los que me dediqué a escribir, a relatar mis desventuras, mis secretos más íntimos. Me queda la tranquilidad de saber que no conté lo peor, que lo más oscuro se queda conmigo. Que es imprescindible contarlo todo, que puedo seguir viviendo.
Me pregunto quizás este libro llegara a sus manos cuál sería su reacción. Me lo pregunto y solo me responden los ecos apesadumbrados de las palabras no dichas. Los ecos me recuerdan los “nosotros”, “estamos”, “nos”, “comemos”. Una y otra vez me cortan como navajas de sacapuntas. Me afilan, me vuelven una persona temeraria. La gente me da miedo: no quiero contar porque sé que no van a entender. Sé que no puedo escribir todo lo que me pasa porque no hay palabras existentes para describirlo. Nadie va a entender jamás lo que me pasó. Ojalá tuviese videos, ojalá pudiese entregar a cada persona que entra en mi vida un disco con mis datos. Ojalá, así nadie se decepcionaría, así nadie crearía demasiadas expectativas conmigo. No, no soy brillante ni la mejor, no soy la más coherente tampoco. Soy poco y de lo poco que soy poco entiendo.
Me he dejado pisar, basurear, usar. He dejado que hicieran lo que quisieron con mi cuerpo, con mi mente y mis deseos pero siempre quedó firme la idea de amarte para toda la vida. Una idea perpetua y perenne, casi inata. De muchas cosas jamás me recuperaré, otras tantas las olvidaré con el tiempo. Cada una de ellas me ha dejado una marca. Él me pide que use cicatrizante para sacarme las marcas en los brazos: yo quiero que esas marcas se queden. Las ciento un marcas de mis brazos, los miles de dolores que me trajeron sangre: no voy a olvidarlos. No quiero que las marcas se vayan. Se irán sí con el tiempo, sí con la desmemoria, si con el aprendizaje. No las voy a eliminar, se irán de a poco, a su debido tiempo. Jamás podría alejarlo de mi camino, nunca. Cuando él está en pareja y me pide que me aleje lo hago. Solo él puede decidir cuándo no vamos a vernos. Por lo demás no me preocupo: lo conozco, sé que no va a ser feliz con nadie porque ni siquiera es feliz consigo mismo. Siempre volvió, siempre vuelve, siempre va a volver.
Lo vuelvo a ver después de mucho tiempo. Estaciono el auto, lo dejo a dos cuadras de su departamento. Es miércoles, hace calor y esta vez no me consumen los nervios. Es una Cielo más madura quien lo visita. Camino mientras enciendo un cigarrillo. Cuando llego a la esquina ya lo veo en la mitad de la cuadra: pequeño, sentado en las escaleras de la entrada de su departamento. Se asombra al verme, no me vio venir. Se levanta, me toma entre sus brazos y me da un beso apasionado. Su beso recorre millones de terminaciones nerviosas, me estremezco. Confirmo que es él: nunca nadie me hizo sentir así. Abre la puerta de su edificio, lo sigo con paso decidido.
“Estás linda - dice- como más… señora”. Llevo puesto un vestido estilo años cincuenta y el pelo recogido (sé que le gusta el pelo corto). Me muestra su departamento nuevo, me cuenta que se mudó cuatro meses atrás. “Hermoso”- resumo. El departamento es fabuloso: bien ubicado y con una decoración exquisita. Tiene un cuadro donde están pintados los lugares y emblemas más importantes del mundo. “¿Qué es eso?”- pregunto mientras me acerco al cuadro con paso lento. Se para detrás de mí y me pide que observe con atención. Me habla y su voz acaricia mi cuello: “ahí está la torre Eiffel, allí las ruinas del Machu Pichu, el Big Ben, más a la izquierda Salvador de Bahía, la estatua de la libertad”. Faltaba Guayaquil y el cuadro hubiera sido perfecto. Camina hasta la cocina, pensaba que iba a tocarme. No lo hizo: es estratégico. Siempre gustó de llevar las cosas al límite más extremo.
“No sé si tenés ganas de tomar algo nuevo… pero por las dudas compré champagne y algo de cassis”. Me alcanza una copa, brindamos. Nadie dice nada, estamos solos después de tanto tiempo. Suena un cantante brasilero y el living está iluminado tenuemente. Me pregunta acerca de mi vida, le cuento que estoy escribiendo un libro. No me pregunta de qué se trata, le explico que es “algo autobiográfico”. Algo, sí. No hace más preguntas, se acerca a mí y me da un masaje en la espalda que en minutos se convirtió en besos apasionados.
Me da cosquillas, siempre me da cosquillas. No puedo pensar en el champagne ni en los besos, necesito saber algo. Le pregunto entonces qué sucedió el día que me visitó en mi internación. “Llegué a tu casa después de discutir con tu tía, tu padre estaba demasiado triste como para hablar. Básicamente tu tía me culpó de todos tus males, quiso que yo tuviera la culpa de tu suicidio. Yo le dije que ella era una inconsciente, porque siendo psicóloga había dejado que fueras a comprarte el medicamento sola. Me había llamado por teléfono aquella tarde y me pidió que fuera a verte. Yo le dije que me parecía urgente así que me presenté ese mismo día, pocas horas después. Fui en mi auto hasta tu casa secundando a tu papá y a tu tía. Me acuerdo que me tendió la mano para saludarme ¡como si nunca nos hubiéramos visto! Ella fue la primera en saber acerca de nuestra relación. Tenía ganas de morderle la mano. No lo hice por respeto, no le dije demasiadas cosas. Fui bastante bueno.
Llegué a tu casa y estabas en la puerta con tu mamá. Cuando me viste corriste hacia mí y te colgaste de mi cuello. No, no te rías… es literal. Te colgaste de mi cuello y me besaste por todos lados. En dos segundos todos habían desaparecido. No puedo explicarte lo bizarro de la situación. Me llevaste al living de tu casa, drogada como estabas, me sentaste en un sillón y te sentaste arriba mío. Sí, arriba mío, no puedo creer que no recuerdes nada de esto. Me diste besos en el cuello, en la boca, en las mejillas, quisiste desprenderme la camisa…”
-No puedo creerlo. No tengo noción. Perdón.
-Seguiste intentándolo hasta que tu tía abrió la puerta. No Roberta, otra. Otra que no conozco. Te vio, se puso a llorar, te abrazó. Yo me hice a un lado y tu tía enseguida me dijo: “No Alejandro, por favor, quedate”, cerró la puerta y se fue. No podía ser más extraña la situación, yo no entendía nada.
-No me acuerdo de nada.
-Estabas completamente drogada.
-¿Qué te decía?
-Algo me decías. O nada quizás. No sé. No se te entendía nada, solamente balbuceabas e intentabas por todos los medios abrazarme y besarme.
-¿Estuviste mucho tiempo?
-Fueron diez minutos. No pongas esa cara… yo recién abría mi negocio, tenía que ir a abrir, a atender, no podía quedarme. En serio te digo. Cielo, en serio. Además la situación era demasiado bizarra como para quedarme. Me fui en cuanto pude y te dejé con tu prima o alguien.
-Y eso fue lo último que supiste de mí entonces.
-No, hablaba con Pilar. No digo todos los días pero sí a menudo. Me interesa saber cómo estás, siempre. Y me alegra verte tan bien hoy.

El discurso me llenó de sentimientos encontrados. Lo odiaba por lo que había hecho y sin embargo allí estaba en su departamento una vez más. ¿Por qué? No sé por qué. Seguimos tomando champagne y me contó que el día de mi cumpleaños de ese año lo llamé para decirle que iba a suicidarme. “Me amenazaste, no tuve otra opción que hablar con tu padre. Lo llamé y le dije ‘Discúlpeme que lo moleste pero Cielo me llamó y me dijo que quería matarse y que quiere verme’. Tu papá me dijo que estaba bien si querías verme que nos viésemos. ‘No habíamos quedado en eso- le dije- yo voy a cumplir mi promesa’. ‘Sí, tenés razón’- dijo tu Papá y no hablé nunca más con él”.
Se levantó, llenó nuestras copas nuevamente y me dijo: “¿A qué hora querés poner el despertador?” dando por asumido que iba a quedarme a dormir. “A las cuatro” le dije casi sin pensarlo. Me parecía que cualquier hora era razonable, que lo único irracional era que yo siguiese al lado de ese pobre tipo.
A veces me olvido de las cosas que me hace. En una ocasión hace poco menos de dos meses, estaba yo en un paseo de compras un viernes por la noche. Estaba sola y tuve un ataque de pánico. Entré en el baño intentando mantener la calma y pronto me desvanecí y caí al suelo. Tenía miedo: todo lo que sentía era pavor. No quería salir del baño, sentía que iba a morirme. Empecé a respirar agitadamente. Se me durmieron las manos y las piernas. Estaba tirada en el suelo del baño del paseo de compras y no podía respirar. Pronto mi vista se nubló hasta volverse completamente negra. No veía nada y no podía sentir nada. No quería llamar a mis padres para no preocuparlos, así que llamé a Néstor. No atendía mis llamadas. Con cada llamada fallida mis nervios crecían y mi ataque de pánico se volvía más y más mortal. Llamé de nuevo: Néstor seguía sin contestar. Todavía lograba mantener la calma. No sabía a quién llamar. Estaba a sesenta kilómetros de distancia de mis padres, ellos no hubiera hecho más que preocuparse. Entonces se me ocurrió llamar a Alejandro: “Hola, Alejandro. Estoy en Paseo Alcorta, por favor… vení”.
-¿Qué pasa?
-Alejandro… ale.. alej… Alejandro… no puedo respirar… ale…
-¿Qué pasa Cielo?
-por favor vení… tengo miedo ¿dónde estás?
-No puedo ahora, estoy en un asado con amigos. Tranquilizate.
-Por favor, necesito que vengas, tengo mucho miedo.
-No puedo Cielo, lo siento mucho.
Me cortó. Yo tenía un ataque de pánico y el muy maldito me cortó el teléfono. No es fácil describir un ataque de pánico pero es básicamente miedo desmedido e irracional generado por cualquier cosa. Sentía que iba a morirme, sentía que era veintiuno de abril de 2004 y que iba a morirme. Llegó la policía y una enfermera. Me trasladaron hasta la enfermería donde me tomaron la presión y me dieron una pastilla para tranquilizarme (la última vez que había tenido un ataque de pánico terminé con la ambulancia en casa inyectándome en las venas un sedante súper-poderoso). No sabía cómo iba a salir de esa… o peor: no sabía si iba a salir viva. No tanto me afectaba el ataque de pánico, lo peor era que no podía contar con Alejandro. No podía contar con él, ni aunque me estuviera muriendo (como si aquello fuera una novedad).
Finalmente la policía se comunicó con Néstor y éste con mis padres quienes me fueron a buscar en seguida. Me abrazaron y lloramos juntos. Yo había dejado de temblar y me había vuelto el color a la cara. No podía contarles lo de Alejandro, ellos no podían saber nada. El ataque de pánico había sido suficiente para ellos y para mí.
Pero esa noche estaba con él, sentados los dos tomando champagne, como si nunca me hubiera sentado con Claudia a la mesa o como si jamás me hubiera rechazado en mi pedido de auxilio. Simplemente allí estábamos, como si nada hubiera pasado. Como siempre: ignorando las malas experiencias del pasado. “Estoy solo. Cuando tenés treinta años sabés cuánto tiempo podés durar con una persona y en este momento no puedo durar con nadie. Estoy muy mañoso… ya me vas a entender cuando tengas mi edad”. La historia de mi vida: “cuando tengas mi edad”.
Me desvistió suavemente e hice lo mismo. Después de dos largas horas nos acostamos a dormir. “Unos masajes no me vendrían mal”- me dijo. Me senté encima de él y le hice masajes, tal como pedía. Me cansé, dejé de hacérselos. Me senté a su lado en la cama. Él dormía, pero no roncaba como siempre, lo cual suponía un sueño leve. Yo no podía dormir. No quería estar ahí, quería estar en mi casa, finalmente. Eran las dos de la mañana, había puesto el despertador a las cuatro. Por primera vez en mi vida dudé si podría aguantar esas dos horas a su lado.
Mi devoción por Alejandro consistía mayormente en verlo dormir después de hacer el amor. Acariciarlo, jugar con su pelo, hacerle masajes, cualquier cosa que él quisiese. Él conmigo era solo rechazo: no puedo ir hoy, no quiero ir hoy, no sé si voy a querer mañana. No intentó impedir mi muerte, ni mi ataque de pánico, ni siquiera me brindó una mano de ayuda jamás. ¿Eso quería durmiendo al lado mío?
Lo medité un poco más. Me levanté de la cama tan silenciosamente como pude y fui al living junto al cuadro de los millones de países. Prendí un cigarrillo en la oscuridad. ¡Asco! Lo prendí al revés. Encendí otro, esta vez correctamente. Me senté en un puff y miré al vacío y escuché un disco que se había rayado pero a volumen casi imperceptible. Lo apagué. Pobre Ale, se iba a quedar dormido con el disco rayado. Cuando terminé el cigarrillo busqué mi ropa interior por el living pero estaba demasiado oscuro.
Volví a la cama y me senté a su lado. Esperé cinco minutos y finalmente le pregunté si dormía.
-No
-Bueno… yo me voy.
-¿Qué? ¿Qué hora es?
-Más de las dos.
-Pero por mí quedate hasta las diez de la mañana
-Quiero irme, prefiero irme.
No sé si entendió algo de lo que dije porque estaba bastante dormido. Le pedí que me acompañase hasta mi auto y lo hizo. Le di un beso y un abrazo. “Manejá despacio que despacio se llega”. Eso fue lo último que escuché de él. Me fui. Increíblemente quise irme. En otro momento de mi vida me hubiera quedado años esperando a que se durmiera, acariciándolo o viéndolo ser. Esa noche no quería. Simplemente necesitaba estar conmigo, sabía que algo se había roto, que yo había cambiado. Haber estado escribiendo sus maldades me había hecho recordar, me había hecho tomar consciencia. Soy consciente por fin del mal que me infligió durante ocho años. Soy consciente y sin embargo aquí estoy escribiendo acerca de aquel hombre. Aún tiemblo cuando me toca, aún merezco parte de su amor, parte de su sexo. Aún soy parte de él y aún él es parte mía. Sos parte de mí y sin embargo ya no te quiero.


Epílogo

Hoy aprendo a descubrirme, a saber quién soy. Siempre seré absurda, siempre contradictoria: la hija divertida pero problemática de mis viejos, la hermana canchera, la novia obsesiva, la paqueta superficial, la amiga incondicional, la amante traidora, la virgen santísima, la puta reventada, la concertista de piano, la aprendiz de guitarra, la flaca anoréxica, la gorda obesa. Juego con mis papeles: me analizo con un psicólogo que siento más como un amigo, veo películas incansablemente, me siento sola en el cine. Juego a sentirme alegre con mis primos, a tener dolor de panza de tanto reírme, a sentirme diva, gorda, triste, miserable, usada, enérgica. A sentirme útil escribiendo, a sentirme inútil cuando me releo, a reírme cuando me decís que te gusta que llore, a maldecirme porque sé que estás enfermo, a odiarme porque me encanta que lo estés. A amarte cuando no te soporto, a odiarte cuando te pareces a mí, a amarme cuando me parezco a vos, a que me cueste respirar cuando te escucho. Me voy. A eso: a sentir. ¿Quién soy? soy yo. ¿Cómo soy? Verás ¡soy tantas cosas!
Soy útil, fiel, inútil, inteligente, puta, alegre, obsesiva, virgen, hermana, hija, prima, novia, amante, amiga, compañera, confidente, traidora y leal entre otras cosas. Ese es mi modo operativo, así soy: absurda. Me entiendo en mi desorden, en mi incoherencia. Soy todo, depende del día.

FINAL UNO:

Finalmente puedo desprenderme de aquel amor obsesivo, puedo ser yo, con mis metas, con mis principios y con mis ganas de ser. Nunca había tenido ganas de ser, todo siempre lo circundó. Hoy soy libre y me enamora otro hombre. No puedo negar las similitudes que a veces me confunden. Muchas otras el miedo me atraviesa como una hoja de sacapuntas, pero él no está maldito ni es insensible: no hace más que apoyarme.
Aún recuerdo con nostalgia a Alejandro y me pregunto qué será de su vida. Me lo pregunto retóricamente, en realidad no quiero saberlo.

FINAL DOS:
Soy útil, fiel, inútil, inteligente, puta, alegre, obsesiva, virgen, hermana, hija, prima, novia, amante, amiga, compañera, confidente, traidora y leal entre otras cosas. Ese es mi modo operativo, así soy: absurda. Me entiendo en mi desorden, en mi incoherencia. Soy todo, depende del día.
Soy absurda. Soy lo que el mundo quiere que sea. Entiendo mis necesidades y que Alejandro me circunda. Entiendo que mi necesidad es él. Que sin dolor no existo, que me consume la melancolía. Que lo único peor que sentir dolor es no sentir absolutamente nada. No soy más que un ser que vive por casualidad. Quiero existir, quiero sentir. Escucho una bocina, es él. Hace horas que lo espero.

FINAL TRES:
Soy útil, fiel, inútil, inteligente, puta, alegre, obsesiva, virgen, hermana, hija, prima, novia, amante, amiga, compañera, confidente, traidora y leal entre otras cosas. Ese es mi modo operativo, así soy: absurda. Me entiendo en mi desorden, en mi incoherencia. Soy todo, depende del día.
Soy absurda. Soy lo que el mundo quiere que sea. Entiendo mis necesidades y que Alejandro me circunda. Entiendo que mi necesidad es él. Que sin dolor no existo, que me consume la melancolía. Absurda porque viví límites desesperados: me tocó un amor obsesivo, perjudicial. Me tocó tocar la muerte tan de cerca hasta perderle el respeto. No me asustó morir: me aterrorizó seguir despierta. Me pregunté cuántos años más iba a vivir, no por miedo a desparecer sino hasta con necesidad de ello.
¿Qué es normal? Amarte tanto y sin explicaciones, sin silencios. Con esta tristeza profunda e interminable. Eterna, siempreviva. Una melancolía inmortal hasta en los momentos de júbilo. Tristeza que no me abandona, que me ahorca, que me ahoga y aún así no me mata. Quererte tanto hasta volverme loca, perder identidad para cumplir tus deseos, llenarme de tus peticiones…
…y deseando profundamente que el sentimiento desaparezca. Mirándome inexistente cuando por fin la melancolía se va. Rogando que vuelva la tristeza: quiero por lo menos sentir algo. Y algo incluye dolor. Peor que sentirse mal es no sentirse. Y ya no siento.




Querida Cielito,

“Karl Young decía ‘somos nuestros sucesos internos’. Nos dice que el repaso de su vida es el recuento de sus vivencias más que la revisión de las anécdotas o “acontecimientos” de su existencia. Y que la mayor parte de nuestra vida transcurre dentro de nosotros mismos. Esos son, según él, los acontecimientos verdaderos; los que cuentan, los que importan, los que nos constituyen”.
Resulta que Karl Young dice lo mismo que te dije yo la otra vez respecto del libro. Son TUS vivencias, no importa si no coinciden exactamente con la realidad. Para vos fue así y así fue tu vida: eso te constituye, eso que viviste como VOS lo viviste. No me importa lo que diga el libro (no, me importa muchísimo); quiero decir que nada va a ofenderme, ni asustarme. Soy feliz porque podes volcar en tu libro tu vida interior ¡y eso es maravilloso! Tener el “don” y la claridad mental para contar una vida no es nada sencillo.
No te dejes amedrentar, soltate como solo vos sabés hacerlo y disfrutá de esto.

Te amo para siempre,
Mamá